lunes, 20 de octubre de 2025

Los Creyentes

 Hola. Este cuento viene bien para este mes de terror. Voy a ver si en Halloween subo algo especial, un video o algo, no lo decidí. Aquí el cuento. Gracias.


 Aquellas personas vinieron a terminar con mi paz. Y esa gente no lo sabía, pero algo muy oscuro estaba por caer sobre su comunidad.

Nunca fui muy creyente y, siendo sincero conmigo mismo, nunca me agradó ningún vecino. Por eso, cuando me enteré de que al lado de mi solitaria casa iba a funcionar un templo ambulante, la noticia me cayó como piedra. Y en ese entonces ni sospechaba lo que iba a ocurrir después: la experiencia más aterradora de mi vida.

Mi casa está muy cerca del límite de la ciudad, pero como el terreno está en medio de una arboleda y cruzando una ruta que en esa parte es muy elevada, se siente como si estuviera mucho más lejos porque desde allí no se ve la urbanización; por esa razón construí en ese lugar. Al lado de mi terreno hay otro muy amplio que estaba vacío, y en él levantaron la carpa que usaban como templo. ¡Justo ahí se tuvieron que instalar! Adiós a la paz que había disfrutado por dos años al no tener vecinos. 

Apenas la carpa estuvo levantada, el “pastor” y su mujer me hicieron una visita. El tipo caminaba adelante, con una biblia entre las manos y paso solemne. Al entrar al terreno, el confiado sujeto lo atravesó contemplando mi jardín, mostrando algo de asombro en la mirada, como maravillado por esa obra de Dios; la mujer iba atrás, moviéndose casi tan solemnemente como el tipo, pero con el mentón contra el pecho, mirando el suelo. Enseguida me pareció que aquello era un papel bien interpretado.

Sin dejarlos hablar mucho les dije que no me interesaba concurrir. Creo que no fui muy brusco al aclararles eso, pero por un instante el pastor me miró desafiante, así como miran los matones. Entonces la mujer se adelantó y lo tomó del brazo, él giró hacia ella, intercambiaron una mirada, y después se volvió apenas hacia mí; cuando ella volvió a tironear de su brazo, él se retiró lentamente y se fueron. Ahí supe que aquel tipo era un fraude, un rufián que hacía aquello solo para sacarle dinero a la gente. Solo era otro busca pleitos y ladronzuelo que encontró una oportunidad de vivir sin trabajar; un estafador. Intuí también que en aquel dúo la cabeza pensante era la mujer. Sin saberlo, esos dos estaban jugando con fuego.

Empezaban sus reuniones, o como les llamen, al atardecer. El rufián que hacía de pastor hablaba por micrófono, con un volumen muy alto, y cantaban, lanzaban aleluyas y agradecían al Señor a los gritos, haciendo sonar panderetas que acompañaban a un órgano; todo eso mientras yo permanecía en la cama sin poder dormir (me acuesto bien temprano porque soy muy madrugador). Y algunos días el pastor organizaba exorcismos. Los primeros me hacían reír, y acostado en mi cama escuchaba cómo el tipo “expulsaba al mal”. Después sus fieles se ponían a cantar como locos. Con el tiempo esos falsos exorcismos me aburrieron porque los que se creían poseídos carecían de una buena imaginación y todos repetían casi lo mismo.

Esas noches pasaron a ser un verdadero fastidio. Como ya he dicho, ese templo era ambulante, y a veces se retiraban hasta por un mes. Pero siempre volvían. En su último regreso, cuando algunos estaban levantando la carpa por la tarde, el tiempo empezó a desmejorar y el cielo se enlutó con enormes nubarrones amenazantes. Los árboles de mi propiedad se agitaban cada tanto, rumoreaban y se detenían de golpe en un silencio algo inquietante, para de pronto volver a sacudirse, temblar y conversar con mil voces susurrantes con el viento que pasaba silbando por la casa. Arriba pasaban y pasaban deformes nubarrones oscuros, mientras unas nubes más claras, delicadas y fugaces, se desvanecían o agrupaban al arremolinarse o estirarse.

Creí que ese mal tiempo, que la amenaza de lluvia iba a mantener a todos los fieles del pastor lejos de allí, pero con todo, empezaron a llegar igual al anochecer. Cuando la noche oscureció completamente el paisaje, empezó a soplar mucho viento, y después de estallar unos rayos que hicieron aparecer todo bajo una luz blanca, se desplomó desde el cielo un aguacero estruendoso. 

Pensé que era mejor así, porque gracias al ruido de la lluvia no iba a escuchar las tonterías de los de la carpa. Apenas cené, me acosté. La tormenta siguió con sus cañonazos y el aguacero por un buen rato. Pero de repente la lluvia se detuvo y paró también el viento. Fue como si la naturaleza hubiera quedado paralizada de un instante a otro. Entonces escuché que en la carpa estaban haciendo un exorcismo:

—¡Demonio, por el poder del Señor, te ordeno que dejes ese cuerpo! —gritó por el micrófono el pastor.

—¡Tú no tienes ningún poder sobre mí! —dijo entonces una voz horrenda.

—¡Engendro del mal, sal del cuerpo de esta muchacha! ¡Te lo ordeno!

—¡Te van a quemar una y otra vez en el infierno! —aseguró la voz horrenda, que en nada se parecía a la de una mujer, ni a la de nadie. Aquello ya me estaba inquietando.

—¡Demonio, yo!... ¿Qué estás haciendo? ¡Oh, Dios mío! —exclamó con la voz quebrada el pastor.

—¡Los gusanos del infierno se van a hacer un festín con ustedes por siempre! —gritó terriblemente la voz aterradora, que ahora sonaba como muchas voces.

Después el griterío fue general. Por la forma en que llegaban los sonidos, me imaginé que todos iban huyendo hacia la salida cuando algo les cortó el paso, y después los gritos se empezaron a dispersar por la carpa en desesperada carrera. Se escucharon gritos de terror, súplicas, y unos sonidos más difíciles de describir, que eran una mezcla de gruñidos reverberantes y cavernosos, con voces graves que decían algo en una lengua que seguramente no era ninguna conocida en la Tierra.

Aquellos ruidos extraños y los gritos se detuvieron súbitamente, todo quedó en silencio. Permanecí en mi cama, respirando apenas por el miedo y con el corazón desbocado sonando fuerte en mi pecho. ¿¡Qué había pasado allí!?

La respuesta era obvia pero no quería pensar en ella. Mi cuarto estaba sumido en una oscuridad absoluta y asfixiante. La tormenta estaba muda, mas se sentía que seguía allí, sobre toda aquella oscuridad y silencio. De pronto, sin que escuchara ni el más mínimo ruido yendo hacia mí, de un momento a otro supe que había algo a mi lado. Entonces sentí un aliento caliente en un costado de mi cara, y a continuación una voz tétrica me susurró al oído: “¿Quieres unirte a mis creyentes?”

No sé cómo no morí de terror en ese momento, o cómo mi cordura no escapó para siempre después de esa noche. Volví a tener consciencia cuando ya era de madrugada. Había salido la luna y por la ventana entraba bastante luz. Al acordarme me enderecé bruscamente y miré en derredor. Un escalofrío me recorrió la espalda, al pensar que me había desmayado cuando aquella cosa estaba allí. Cuando amaneció fui a ver qué había pasado con los de la carpa; esta ya no se encontraba en el terreno, la habían levantado y no había ni rastros de nadie. Y nunca más supe qué sucedió con ellos. Mi vida no volvió a ser la misma, abandoné el lugar y me mudé a la cuidad. Y las noches de tormenta tiemblo al recordar aquella voz, y tiemblo más al recordar mi respuesta.

sábado, 11 de octubre de 2025

En el cementerio

 Hola. A este cuento de terror los escribí hace como diez años. Se añejó y ahora está mejor ¡jaja! Tiene mucha atmósfera, y terror. Lo recomiendo. Gracias.


El carruaje avanzaba por una ciudad gris, bajo un cielo del mismo color, y en el carruaje iba Martínez, sumido en pensamientos también grises. El hombre se dirigía hacia el cementerio e iba muy preocupado; mas no se dirigía hacia allí por ninguno de los motivos que normalmente hacen ir a la gente a ese lugar: él iba rumbo a su trabajo, y le había llegado un mensaje preocupante.

Se bajó del carruaje apresuradamente, sin fijarse dónde lo hacía, y sus zapatos aterrizaron en un pequeño charco. Tuvo toda la intención de maldecir al ver sus zapatos todos salpicados, pero en ese momento iba pasando una familia, entonces lo reprimió, sonrió y saludó levantando un poco galera. El hombre de la familia correspondió con el mismo gesto, pues iba con un sombrero igual de alto, mientras su esposa, que caminaba bajo una pequeña sombrilla, aunque estaba nublado, lo saludó con una inclinación de la cabeza.

 Completaban la familia dos chiquillas que pasaron aguantando apenas una carcajada, porque estas lo habían visto saltar al charco. Cuando le dieron la espalda, Martínez cambió el semblante y quedó serio, y por un momento los vio alejarse mientras pensaba: “Si llego a la Gobernación los voy a desangrar a impuestos a ustedes también”. Después en su cara se vio fastidio y enojo, pues hasta el momento lo único que administraba era el cementerio.

Martínez odiaba su trabajo. A veces le aseguraba a su esposa que desde que estaba allí a la gente se le había dado por morir más solo para fastidiarlo. Y todo era por culpa de su cuñado, Villegas, quien era el Gobernador. Martínez le había presentado a su hermana (según muchos, la más bella de la ciudad), y hablado favorablemente de él ante su padre, aunque sabía que el tipo era un personaje bastante oscuro; y todo eso para qué le sirvió, solo para tener un puesto miserable llevando los papeles del cementerio. 

Villegas le había prometido que si hablaba bien de él y el matrimonio se efectuaba, le iba a dar un buen empleo, uno de peso en la Gobernación, y que se iba a codear con gente poderosa. Después de eso su carrera política dependería de él. Pero desde el cementerio qué carrera iba a impulsar, si los ciudadanos que le llegaban ya estaban muertos, y sus deudos después lo asociaban a él con una experiencia terrible. Por eso odiaba su trabajo.

Y ahora se le había presentado algún problema. Alfonso, el capataz de los enterradores, le había hecho llegar un papel donde decía que había problemas. 

Como no especificaba nada podría tratarse de cualquier cosa. Eso tenía enfadado y preocupado a Martínez. Apenas atravesó el pesado portón vio a Alfonso, el viejo enterrador. El viejo tenía una pala delante de él y la sostenía con las dos manos, así como un cuervo se aferra a una rama, y ciertamente, con aquella ropa negra y una enorme nariz que se torcía hacia abajo, el viejo recordaba bastante a un cuervo. Martínez saludó primero con el sombrero a una persona que pasó, luego le reprochó en voz baja a Alonso:

—¿Necesita andar siempre con esa pala? La gente se impresiona al verlo.

—Es mi herramienta de trabajo, como lo son para usted sus plumas y la tinta.

—Sí pero... en fin. ¿Qué me quería informar? ¿Qué clase de problema surgió?

El viejo movió los ojos espiando disimuladamente sus costados, después dio un paso hacia adelante y susurró:

—Problemas graves. Han profanado algunas tumbas y, están haciendo rituales, magia negra.

—Pero qué me dice, como que rituales de magia negra. Eso son bobadas.

—¿Usted cree que una ofrenda al Diablo son bobadas?

—Hable mas bajo, hombre —y ahora fue Martínez el que miró hacia los lados antes de hablar—. Dice que le están haciendo ofrendas al... 

—Al Diablo —completó la frase el viejo.

—No lo diga de esa forma, y hable mas bajo.

—No sé de qué otra forma decirlo. No tengo la educación que usted tiene. Ahora, ¿va a venir a ver lo que dejaron?

—¿Ir a ver lo que dejaron? —repitió Martínez—. Bueno, supongo que es mi deber.

Y los dos se adentraron en un laberinto de tumbas y panteones. Martínez se detuvo en un entierro, y con la galera en la mano y su cara mas solemne saludó a todos los presentes. El político en su interior no perdía oportunidad. Alonso lo esperó impaciente, apoyado en su pala. De paso el viejo aprovechó para decirle algo a uno de sus enterradores. 

Después de esa interrupción los dos siguieron adentrándose cada vez más en la necrópolis. El cielo se había encapotado de tal manera que no se veía ni un indicio del sol, aunque era muy temprano aún. Martínez pensó, mientras intentaba seguirle el paso al viejo, que su cementerio tal vez era el más grande del país, por lo antiguo que era. Después consideró que aquello no tenía importancia. Era el gobernador de una ciudad de muertos. Y aquella ciudad de moradores silenciosos lo impresionaba mucho.

El lugar le resultaba sumamente lúgubre y siniestro, además, podría jurar que apenas ponía un pie en aquel terreno sembrado de muertos, sentía que su energía era muy diferente a la de la calle, y que era algo muy claro, no una sensación vaga. Aquel era el hogar de la muerte. Aunque hacía un año que trabajaba allí, como lo recorría lo menos posible, arrimándose solo a algunos entierros en la parte mas nueva, pronto Martínez se vio caminando por una zona desconocida para él, la parte vieja, que incluso parecía ser mas extensa que la nueva. Alonso doblaba aquí, luego allá, y miraba cada tanto sobre su hombro como apurando a quien lo seguía.

En aquella parte los pastos ya estaban reclamando casi todo, y se asomaban entre losas rotas y llegaban hasta las puertas de algunos antiguos panteones. A pesar de lo laberíntico del lugar el viejo enterrador avanzaba sin dudar ni un momento, como quien se desplaza por su casa. Detrás iba Martínez, y se pasaba el pañuelo por la frente, y cada pocos pasos miraba de reojo alguna puerta de panteón que se hallaba entornada. También lo inquietaban las estatuas que se alzaban sobre pilares de granito resquebrajado. Si por lo menos hubiera sol, pero aquella tarde hasta el cielo parecía ser parte del cementerio. Cuando estaba por preguntar cuánto faltaba, Alonso se detuvo, giró hacia él y señaló con el brazo:

—Ahí está la ofrenda, mírela usted. Dígame si exagero.

Martínez se tapó la nariz con el pañuelo cuando miró hacia donde el viejo le señaló porque junto con la imagen le llegó un olor nauseabundo. En una vereda entre dos panteones, habían dibujado un enorme círculo, y en él un símbolo extraño y complejo. Rodeaban a este círculo un montón de velas desgastadas, y en el medio resaltaba una especie de amasijo de carne humana en descomposición. Y había algo en aquella desagradable escena que no encajaba. Demoró en darse cuenta pero lo notó de pronto. A pesar del olor nauseabundo de aquel amasijo, no había ni una mosca volando o caminando sobre él. En derredor al círculo se veían muchas pisadas de gente.

Martínez pensó rápido. La clase obrera de la ciudad, ignorante y temerosa de la Iglesia, no se atrevería a hacer algo como aquello. Debía tratarse de otra gente, de algunas personas mas elevadas en la sociedad. Él no quería quedar mal con esos, y mucho menos con el destinatario del ritual. Pensó que era mejor “mirar hacia un costado”, después de todo, no le habían hecho ningún mal a nadie, por lo menos no directamente, allí.

—Dejamos el asunto así entonces. ¿No tocamos nada y no avisamos a las autoridades?  –dijo de pronto Alonso, como si hubiera  estado siguiendo sus pensamientos.

—¿Cómo? —se sorprendió Martínez.

—Digo, como usted se quedó ahí parado sin decir nada, supongo que va a dejar esto como está, ¿no?

—Ah, pues acertó, es mejor no meterse con esto. Parece que normalmente nadie llega hasta aquí, ¿me equivoco? Alonso, ¿habló sobre esto con alguno de sus hombres?

—No señor, nadie anda por aquí, y apenas vi esto me comuniqué con usted, no se lo dije a mas nadie. Es un asunto muy serio.

—Bien, que quede entre nosotros entonces. Vayámonos de aquí.

Mientras regresaban al frente del cementerio Martínez no supo si tomaron otro atajo o si él tenía una orientación tan mala que ni reconocía el lugar por dónde había pasado hacía un rato. Ni un laberinto verdadero le resultaría tan confuso. Y aquel viejo avanzaba por allí como si estuviera en su casa. Ya en la parte nueva el enterrador se apartó y pronto desapareció tras un nicho. Martínez fue derecho a su pequeña oficina. En aquella pequeña pieza, entre los papeles, olvidaba por momentos donde se hallaba, aquello era lo suyo, allí estaba en su elemento: papel, tinta, plumas, montones de documentos, archiveros...

Tuvo que encender el farol y unas velas porque la tarde aportaba muy poca luz. Tenía trabajo acumulado. “Parece que ahora está de moda morirse”, pensaba “Todos esos viejos mohosos que no se morían nunca, ahora que yo estoy acá estiran la pata uno tras otro. ¡Condenado puesto el que tengo!” Y pasó el resto de la tarde sumido en sus papeles y pensamientos así.

Al enderezarse en su asiento frotándose el cuello que sentía algo entumecido, desvió la mirada hacia la ventana y vio que ya estaba de noche. Se disgustó mucho al ver la hora que marcaba el reloj de la pared. Ya había pasado su hora de retirarse, y no le pagaban horas extras ni nada que se le pareciera. Además, si el cementerio lo inquietaba de día, de noche era mucho peor.

 Se iba a levantar cuando de pronto sintió que había algo detrás de él. Inmediatamente le recorrió la espalda un profundo escalofrío. Cuando abrió la boca para gritar, se apagaron las velas y el farol, entonces, en aquella oscuridad, inmediatamente sintió que una mano fría lo agarraba por el cuello. Luego, oscuridad y silencio, se desmayó de terror.

Cuando volvió en si estaba acostado boca arriba. El aire frío le indicó que no se encontraba en su oficina. Se incorporó a medias con un sobresalto. Estaba sobre pasto. Miró en derredor; aquello era la parte vieja del cementerio. ¿Quién lo había dejado allí, y para qué? Al recordar el contacto con la mano que lo tomó del cuello, se lo limpió con la manga del abrigo, asqueado. Una enorme luna llena estaba congelada sobre el cementerio y lo mostraba mucho más pálido y aterrador que durante el día. 

Martínez no supo hacia dónde ir. Alguien lo había llevado hasta el lugar, ¿andaría por allí, espiándolo? Se tanteó la ropa. Tenía todo su dinero, no se trataba de un robo. ¿Cómo salía de aquel lugar ahora? La sola idea de vagar por el cementerio de noche hasta encontrar la salida le resultó aterradora. Si por lo menos supiera hacia dónde estaba la salida, eso le restaría tiempo a la horrible caminata que debía realizar.

En ese momento sonaron las campanas de la iglesia de la ciudad, y así se ubicó. Solo debía seguir recto. Empezó a avanzar. Unos abetos enormes casi aullaban por un viento frío que barría el lugar. Subió el cuello del abrigo y metió las manos en los bolsillos. Las puertas entornadas de los viejos panteones empezaron a traquetear con el viento, y parecía que las intentaban abrir del todo desde el interior. 

El aterrorizado administrador del cementerio se sobresaltaba, giraba de golpe, aceleraba el paso, y sus pies se enredaban en los pastos que hacían pedazos las veredas. Ahora las estatuas se encontraban todas vueltas hacia él, y exhibían una leve sonrisa que no había advertido durante el día. Por el rabillo del ojo más de una vez le pareció ver que las estatuas se movían lentamente, pero cuando giraba hacia ellas, estaban inmóviles, aunque con posturas extrañas. Los sonidos del viento le parecían susurros, y al pasar frente a las puertas de los panteones se sentía observado.

Seguía caminando temblorosamente cuando unos sonidos lo hicieron detenerse. Aquello no era su imaginación interpretando mal los quejidos del viento. Avanzó unos pasos mas y vio cierto resplandor entre unos panteones. “¡Los satanistas!”, pensó alarmado. Si lo notaban seguramente lo iban a matar. Se alejó hacia un costado para rodear el lugar. Estaba convencido que no lo habían notado cuando una voz dijo detrás de él:

—¡Martínez, venga!

Primero saltó hacia adelante por el susto, después volteó. Quien le había hablado tenía puesta una capa con capucha, se la quitó para que lo reconociera.

—¿Villegas?

—Sí, soy yo. Venga.

—¿Usted está con esta gente?

—Estoy con los poderosos que una vez le prometí que le iba a presentar. Disculpe lo dramática de su pequeña iniciación, pero él lo quiso así.

—¿Él? —preguntó Martínez.

—Sí, mi maestro, el Diablo. Venga a conocerlo, mas bien, a conocerlo de verdad.

Caminaron juntos hasta que alcanzaron las luces de las velas. Ahora todo tenía sentido para Martínez. Su cuñado lo había puesto allí por una razón. Por fin iba a codearse con los poderosos, aunque le preocupó bastante conocer al Diablo. Varias personas con capas estaban formando un círculo, y al verlos se abrieron, y en medio del círculo sonreía malignamente Alonso, apoyado en un tridente que durante el día parecía una pala.

viernes, 10 de octubre de 2025

La mente contra el terror

 Hola. Ahora volvemos al terror. La entrada anterior era es un cuento de otro tema, con una pizca de terror. Este es de un terror más clásico. Gracias por visitar el blog. 

                                 El Bosque De Los Huesos

Norberto estaba por apretar el gatillo cuando la liebre desapareció. No corrió ni se movió rápido, solo desapareció, y de un instante a otro, donde estaba la liebre ahora solo había unas hojas de helecho enmarañadas. 

Norberto quedó como congelado, apuntando la escopeta. En ese momento su mundo interior sufrió una sacudida, después su intelecto quiso desconocer lo que estaba pasando; pero un instinto primario pudo más, y sintió como su atención hacia el entorno se expandía tanto, que le pareció que el cerebro se le había agrandado mucho más allá de su cabeza. Todo eso le pasó por la mente porque la desaparición de la liebre significaba que lo que había escuchado sobre aquella parte del bosque era cierto, no eran solo cuentos de terror. El lugar estaba embrujado.

Cuento de terror. El Bosque de Los Huesos.


Nunca había creído ni siquiera un poco de aquellas historias, aunque sabía que las muertes de las que se hablaba eran reales. Por qué creer en algo sobrenatural, cuando está demostrado que la naturaleza puede matarte de muchas formas. 

Un simple resbalón y después un golpe en la cabeza al caer, una rama pesada que se desprende desde lo alto de un árbol, perder la pisada en una corriente fuerte, rodar en una zona inclinada y romperse el cuello... Y estaba el peligro de los animales. Él estaba muy consciente de esos peligros, y en todas sus andanzas por campos y bosques nunca había visto nada extraño. Norberto tenía que ver para creer, y ahora lo había visto. 

En el bosque donde se hallaba, en el centro de él había una zona bien delimitada por un sendero arenoso, que tenía vasta reputación de embrujada. Cuando en las vueltas de alguna cacería alguien daba con aquel sendero, enseguida retrocedía sin animarse a cruzarlo. Todos los que lo habían hecho, de una forma u otra habían muerto allí, más exactamente, parecía que algo les había pasado en aquel lugar y después aparecían muertos en el límite de este. 

Ese día Norberto llegó hasta ese sendero, y se detuvo a observar unas huellas muy curiosas que había en él. Observándolas llego a una conclusión, pero se negó a aceptarlas. Creyó que su mente, influenciada por algunos cuentos que le narraran, estaba identificando mal unas marcas que se veían en el suelo arenoso del sendero, porque le habían contado que de noche por allí rondaban algunos esqueletos. 

No creía que fuera eso, pero eso parecían, huellas de pies huesudos. Norberto negaba con la cabeza, sonriendo, cuando vio que del otro lado del sendero había una liebre enorme, la más grande que había visto en su vida. El animal lo vio también y se alejó por entre unos matorrales. No iba a perder a un animal de ese tamaño por unos cuentos.

Empezó a seguir a la liebre. Cuando la divisaba y levantaba el caño, esta se perdía detrás de alguna maraña y él tenía que avanzar. Cuando finalmente la tuvo a tiro, desapareció, ahora desvaneciéndose como algo irreal. 

Cuando salió de su momentáneo congelamiento, respiró profundamente y meditó un momento lo que debía hacer. Calculó que solo había avanzado menos de cien metros desde el sendero, y sabía que fue en línea recta. Observó cuanto veía desde allí, después giró y observó de nuevo. Lo que había quedado a sus espaldas cuando le apuntó a la liebre falsa, ahora lucía distinto, era un bosque más impenetrable. No dio ni un paso más, se concentró en la respiración y seguidamente analizó aquello.

 Él, aunque cuando cazaba no lo parecía, era un intelectual, un tipo muy instruido, y le tenía una enorme fe a sus capacidades y a su poder de atención, el cual cultivaba desde hacía muchos años con diferentes ejercicios. Recordó que la liebre no había hecho ni un ruido. Eso le había parecido un poco extraño, pero su mente había optado por creer lo que veía, o creía ver. Supuso que, si la liebre solo era una especie de espejismo, también lo eran aquellas enramadas y algunos de los árboles que ahora aparecían por donde había caminado. Pero no podía simplemente atravesarlos a la carrera porque sí había obstáculos reales, ¿obstáculos reales?

Al detectar a su posible presa había avanzado con mucho sigilo y procurando no hacer ruido, y se había sentido muy satisfecho con esa acción, porque no había hecho crujir ni una rama bajo sus pies, ni había agitado el follaje al pasar al lado. Forzó su memoria recordando esa parte de la caminata. Su andar se había sentido bastante mullido, como si caminara sobre tierra blanda.

 Norberto cerró los ojos para sentir mejor la brisa que le acariciaba una mejilla. Sin moverse todavía consultó el reloj. No faltaba mucho para el anochecer. Si no desandaba el camino de forma recta, la noche lo iba a agarrar allí, y no tuvo ninguna duda de que aquel sería su fin, y seguramente sería uno horrible. Sin acercarse observó detenidamente uno de los árboles que le resultaba más improbable que realmente estuviera allí. Parecía tan real. 

No quedaba otra que comprobarlo. Lo tanteó con el caño de la escopeta. Sólido como cualquier otro. La liebre podría haber sido solo una imagen, algo intangible, pero aquel tronco no lo era. El hombre hizo unos cálculos rápidos: si cada pocos metros se desviaba, aunque fuera solo unos grados, pronto perdería el rumbo. Podía intentar compensar la desviación, pero podría perder la orientación más rápido incluso. Y no tenía puntos de referencia. Deseó tener una brújula y se juró que si salía de eso se compraría una.

 Las sombras ya eran mayoritarias en aquel lugar, pero todavía había claridad. No se veía el sol y los haces de luz que caían desde el dosel del bosque tenían varios ángulos. 

¿Pero cómo podía ser eso? ¿Qué clase de fuerza maligna podía crear árboles, desviar la luz y hasta al viento? Porque la brisa le llegaba de un lado y luego de otro. Pensó en todos los que habían muerto por allí en el correr de los años. Podrían no ser intelectuales como él, pero entre ellos tenía que haber gente más baqueana, mucho más hábil que él en el bosque, e igual no habían podido salvarse, ¿por qué él sí lo haría?

Todo le hacía suponer que no se iba a poder escapar del lugar. La liebre se había detenido allí, porque ya era distancia suficiente para que después no pudiera salir. De nada le iba a servir toda su lógica. Pero sí podía hacer algo y era decidir cómo sería su fin. Aquel lugar o lo que fuera que hubiera en él no iba a tener el placer de verlo tropezar lleno de terror por todo aquel bosque maldito, para al final terminar con una muerte horrible, no señor.

 Le cambió el cartucho a la escopeta, le puso uno que tenía una sola munición, pero grande. Se puso el caño en la boca, completamente decidido, y empezó a hacer presión en el gatillo. Pero el instinto de conservación hacía que aquella presión fuera mínima, insuficiente incluso para activar de golpe un gatillo sensible; mas en cualquier momento igual se iba a disparar. En ese instante terrible le pareció que el tiempo pasaba lentamente, o tal vez pensaba con mucha rapidez. 

“¿Cómo puede haber algo tan poderoso que puede cambiar un bosque en un instante? ¿Bosque? Pero si parece que desde el sendero hasta aquí no hay nada, por eso fui tan furtivo. Pero ahora vuelvo a lo mismo, porque ahora sí hay árboles. A no ser que... a no ser que mi caminata siguiendo a la liebre también fuera una ilusión, como un sueño donde todo parece real. ¡Eso es!”, pensó. Pero en ese momento hubo un pequeño ¡clic! y sus pensamientos se perdieron junto a una tremenda explosión, y cayó muerto en el borde del sendero arenoso, lleno de pisadas de esqueletos.   

jueves, 9 de octubre de 2025

Aventura de turistas

 Hola. Este cuento es más de aventura y supervivencia que de terror. Lo subo aquí porque, quiero ¡jaja! Es un cuento que quiero mucho, uno de mis "hijos" que siempre recuerdo, y es entretenido. Saludos.


                                         En La Isla 

Los cinco estaban en graves problemas: los habían abandonado en una isla remota del Caribe. Enrique sintió que los otros ahora dependían de él porque estaban muy asustados, y aquella situación evidentemente los sobrepasaba.

Enrique no había planificado aquel viaje, ni tenía ganas de andar de turista, pues no pasaba por el mejor momento de su vida debido a una separación. Un matrimonio amigo lo invitó para animarlo. Insistieron tanto que terminó aceptando, aunque con pocas ganas. También iba en el viaje una pareja conocida del matrimonio.

Nuestros turistas eligieron Cuba como destino, y permanecieron unos días allí. A Enrique no lo animó mucho aquel lugar. Ver tantos autos viejos le causaba algo de nostalgia, aunque no sabía por qué. La noche, los bailes, los tragos, no tenían mucha gracia para él porque estaba solo, y no tenía ánimos como para conversar con nadie, aunque ocasiones no le faltaron, porque atrajo a varias lugareñas y a unas turistas; pero todavía no estaba para eso.

Como él no quería incomodar con su estado a sus compañeros de viaje, los abandonaba por la mañana y volvía al hotel por la noche, pero de todas formas estos notaron que no estaba disfrutando. Hablando entre ellos les pareció que un viaje en bote le haría bien a Enrique, pues él era un apasionado de la pesca y la aventura.

Esa idea le pareció buena cuando se la propusieron, y hasta se entusiasmó bastante. Él eligió el bote que alquilaron. Lo timoneaba un viejo de barba blanca y piel castigada por el sol. Aquel hombre era un estereotipo de lo que es un capitán de mar. A Enrique le pareció que parte de la actitud de aquel viejo era actuación, pero supuso que solo sería una estrategia para hacer sentir cómodos a los turistas.

Partieron en el bote temprano por la mañana, y no mucho después solo veían mar hacia donde miraran. Enrique enseguida se abocó a pescar; los otros a disfrutar del sol tendidos en reposeras sobre la cubierta. Soplaba bastante viento y el bote se hamacaba, subía y bajaba al pasar sobre las olas, pero nada de eso importunaba a los veraneantes, estaban de vacaciones. 

Un grupo de gaviotas los había seguido desde el puerto, y planeando en el aire o equilibrándose en la barandilla vigilaban la pesca de Enrique, y este, para no decepcionarlas, cortó en trozos uno de los pescados que atrapó y se los arrojó; las gaviotas se los disputaron entre un terrible griterío.

El costo del viaje incluía un almuerzo, pero pasado el mediodía el capitán aún no los llamaba. Cuando le preguntaron, dijo que lo había olvidado en el muelle, y se disculpó muchas veces.

—¿Cómo pudo olvidarlo? —protestó Maximiliano, el hombre de la pareja que Enrique acababa de conocer en ese viaje.  

—Tranquilo, todos cometemos errores —comentó Pablo, el amigo de Enrique.  

—Es cierto —dijo la esposa de Pablo—, además, seguro que algo más para comer tiene, ¿no?  

—A ver… no, nada —le contestó el capitán, después de haberse revuelto la barba del mentón con los dedos como si tuviera el inventario de lo que llevaba en el bote en ella.  

—Entonces demos la vuelta —propuso la esposa de Maximiliano.

Los otros asintieron, la idea les parecía buena. El viejo los miraba con los ojos hundidos en sus arrugas, como si estuviera aguzando la vista para ver hasta sus almas. Enrique notó aquella mirada y no le gustó nada, pero creyó que eran las mañas de un viejo ambicioso que solo quería sacarle más ganancias al viaje. Como la pesca todavía era buena y quería quedarse, hizo una propuesta, mostrando lo que acababa de quitarle al mar.

—Tranquilos todos —intervino Enrique—. Aquí tengo un enorme pescado. Capitán, supongo que tiene dónde hacerlo, me parece que vi una cocina.  

—¡Ah! Excelente. Claro que tengo dónde prepararlo. Disculpen de nuevo, ya se los preparo —y el capitán bajó a la cubierta inferior con una gran sonrisa, agitando en una mano el pescado que le diera Enrique. 

Un rato después a Enrique le pareció escuchar que el viejo estaba hablando por el radio. Pasaban los minutos y no se sentía olor a pescado. Bajó para ver qué estaba haciendo el viejo. Lo encontró empinando una botella. Ni había limpiado el pescado.

—¿Necesita ayuda, capitán?  

—No, gracias, vuelva a su pesca nomás ¡Jaja! Lo preparo en un rato.

Aquello ya le pareció sospechoso. ¿Y si había estado ignorando lo que le decía su instinto? Empezó a creer que había subestimado al viejo. Tal vez era algo más que un encantador de turistas ambicioso. Cuando vio un bote en el horizonte presintió algo malo.

Como a Enrique no le parecía muy inteligente exponerse mucho al sol, andaba de pantalón, aunque se lo había arremangado hasta las rodillas. Haciendo caso a un presentimiento-deducción, tomó una bolsita con anzuelos, la envolvió bien y la escondió en el pliegue del pantalón, y se lo arremangó más para que no se le cayera. En la otra pierna escondió un encendedor, y tras su rodilla una navaja multiuso que acababa de comprar para esa pesca. Lo hizo justo a tiempo.

El otro bote se les acercó rápidamente. Era un grupo de hombres armados. El capitán de la otra nave hizo unas maniobras y los ubicó al lado. Los modernos piratas saltaron a cubierta. Las dos mujeres gritaron, y en la cara de sus esposos se veía el desconcierto y el miedo. Enrique ya era dominado por el instinto de supervivencia, y evaluaba todo con mucha frialdad. Si pensaban matarlos allí iba a luchar como pudiera. Pero aquellos piratas solo eran ladrones, no querían ensuciarse las manos directamente, no era necesario.

El capitán del bote asaltado intentó lucir sorprendido; para Enrique el asunto estaba claro, el viejo era cómplice. Les robaron todo: billeteras, relojes, anillos, el dinero que llevaban en los bolsos, los bolsos, y a Enrique le quitaron hasta los zapatos deportivos. Había obrado bien, de esconder algo en los deportivos lo hubieran descubierto.

El dueño del bote fingió cooperar con ellos a la fuerza, y enderezó la nave hacia una isla. Mientras duró el viaje los piratas miraron a nuestros turistas por encima del cañón de sus armas. Cerca de la isla comenzaron a sonreír asquerosamente.

—¡Arrójense al mar! —les ordenó uno—. Les reservamos una isla tropical solo para ustedes ¡Jajaja! —les dijo en tono de burla, y los otros se echaron a reír.

Tuvieron que obedecer. Saltaron al agua y comenzaron a nadar. Aún les faltaba bastante para llegar a tierra cuando hicieron pie, era una playa poco profunda. Cuando voltearon, los dos botes ya eran unos puntos en el mar. En ese momento se sintieron aliviados, pero solo habían salido de un peligro para caer en otro.

En el horizonte se estaba levantando una tormenta, y los relámpagos que la acompañaban prometían que iba a ser grande.

Los cinco turistas quedaron en la playa, tratando de asimilar lo que les había pasado. Enrique se sintió culpable; él había elegido el bote, y desde un principio notó algo raro en el capitán. Su poder de observación se lo insinuó, pero como todavía estaba muy apenado por su situación sentimental, no escuchó a su instinto hasta que ya fue demasiado tarde. Tenía que haber alquilado otro bote. Pero eso ahora ya no tenía arreglo. Por lo menos había ocultado algunas cosas que les serían muy útiles.

Sacó de los dobladillos del pantalón lo que ocultó a los piratas: la bolsita con anzuelos, el encendedor y la navaja multiuso. Al encendedor lo puso junto con los anzuelos para que no se mojara. Encender fuego con palitos, aunque es algo posible con mucha práctica, siempre resulta muy difícil, a no ser que se esté en medio de un desierto reseco, y aquel no era el caso. Guardó las cosas en los bolsillos y miró el horizonte. La tormenta crecía a cada momento.

Tenía que calmar a los otros y hacer que trabajaran. Los hombres estaban sin camisa y con shorts, y sus esposas con mallas. Si llovía toda la noche se iban a enfriar peligrosamente. Ya se escuchaban algunos truenos.

—Amigos —les dijo Enrique—. Hay que buscar cualquier cosa que sirva para cubrirnos. Esa tormenta ya está cerca. Estas playas siempre están repletas de basura que el mar arrastra hasta ellas. Busquen bolsas plásticas, maderas planas, trozos de espuma plástica, cualquier cosa que sirva para poner en el suelo; hay que construir un refugio, o por lo menos conseguir algo para cubrirnos.

—¿Y si buscamos gente? Alguien tiene que vivir por aquí —propuso Silvia. Ella aún temblaba un poco y estaba abrazada a Pablo, su esposo.

—No creo que haya gente por aquí —le dijo Enrique—. Esos piratas seguro conocen bien estas islas. Si nos dejaron acá es porque no hay nadie, pero como nuestro capitán, que seguramente es cómplice de los piratas, fingió hasta último momento, deduzco que deben pasar cerca de esta isla algunas embarcaciones, y que hay posibilidad de que nos rescaten; si no fuera así el viejo no hubiera ocultado su complicidad. Nos dejaron a nuestra suerte.

—¿Ese viejo sería cómplice? —preguntó Maximiliano.

—Por supuesto, por eso ni se molestó en darnos de comer —opinó Estela, la esposa de Maximiliano, y su cara mostró el desagrado que le producía ahora recordar al viejo.

—Gente, hay que moverse, la tormenta ya está ahí —les recordó Enrique—. Mejor nos dividimos. Ustedes busquen por aquel lado y yo por este. Vamos.

En esa parte la playa formaba una V ancha, y después de unos metros de arena y piedras comenzaba una selva alta y oscura. Pronto Enrique perdió de vista a los otros. Como él suponía, la basura no faltaba allí. Los mejores “tesoros” estaban contra la selva. Algunas bolsas se mezclaban entre leña retorcida, trozos de bambú y maderas que en algún momento fueron parte de estructuras.

El mar se estaba oscureciendo y el cielo lucía terriblemente amenazador, mientras los truenos sonaban cada vez más cerca. La selva cercana estaba muda, pero se balanceaba inquieta, pronta para luchar contra el viento y la lluvia.

Algunas bolsas plásticas se rasgaban al tirar de ellas para liberarlas de la arena o del peso de alguna madera, otras aguantaban. Enrique sacudía un poco las que servían y buscaba otras.

Hizo un buen hallazgo: una tapa grande de una conservadora, le iba a servir para el suelo. Los truenos lo apuraban.

En el otro extremo de la playa las dos parejas buscaban muy tímidamente, algo asqueados por revisar entre cosas que estaban tiradas desde hacía mucho tiempo, y todo estaba sucio, con arena, y cuando levantaban algo quedaban escurriendo líquidos asquerosos. Ninguno de ellos había hecho algo así jamás, y no terminaban de entender lo apremiante de su situación.

Enrique apareció desde el otro extremo. Traía un montón de bolsas bajo un brazo y la tapa de la conservadora en el otro. Enseguida vio que la playa de sus compañeros era mucho más rica en recursos, pero estos no habían juntado prácticamente nada. Tenía que remediar eso. A esa altura de la tarde la tormenta podía volcarse en cualquier momento.

—Pablo, Maximiliano, tiren de ese plástico que asoma ahí, puede servir para poner en el suelo, tenemos que estar lo más aislados posibles. Muchachas, junten esas cuerdas y aquellos restos de redes. Nos queda poco tiempo. No tengan asco, mucho peor va a ser el frío, créanme. Sacudan lo que tenga arena y ya. Si las bolsas tienen algo podrido, laven rápido en el mar, mojadas igual nos van a servir. ¿Qué es aquello? ¿Ya revisaron? Es algo grande.

Sus compañeros ni lo habían notado. Estaba bajo restos de hojas de palmeras y arena: era un bote inflable bastante grande. Enrique lo sacó arrastrando. Estaba desinflado y cuarteado por todos lados, pero si bien ya no servía como bote, les iba a ser muy útil como cobertizo. Era un golpe de suerte en una desgracia. Empezó a cortarlo con la navaja para aprovechar al máximo su superficie. Mientras cortaba el bote de goma vio que había muchas cosas allí. Con el tiempo suficiente podría hacer un buen refugio para los cinco, pero eso sería después de soportar aquella tormenta.

Ya estaba lloviendo sobre el mar, y uno tras otro los relámpagos tocaban la superficie. También iba aumentando el viento.

Desde donde estaban se podía ver una formación rocosa que se elevaba como dos metros entre la selva. Esas rocas podrían ayudar contra el viento, y el terreno estaba lo suficientemente elevado como para que el mar no llegara hasta allí. Enrique hizo que lo siguieran. “Perfecto”, pensó al llegar al lugar. Tras las rocas había una zona bastante plana, los árboles eran jóvenes y delgados, lo que los hacía buenos para resistir el viento y, por lo tanto, el peligro de que cayeran era mínimo.

—Escarben una zanja dibujando un rectángulo aquí, que vaya de ahí hasta acá —les indicó Enrique—. Y que tenga una salida rumbo a esa parte más baja.  

—¿Para qué? —le preguntó Pablo—. ¿Y cómo vamos a escarbar?  

—Escarben con cualquier palo, van rayando el suelo así. Es para que el agua corra por ahí y no bajo nosotros. Muchachas, vayan armando un piso con esos pedazos de plástico. Gente, en cualquier momento empieza a llover con todo, de milagro no lo ha hecho todavía. Voy por un travesaño.

Volvió con un palo largo y recto que cortó con la sierra de la navaja. El surco que estaban haciendo los hombres era insuficiente, y las mujeres estaban ordenando los plásticos como quien arma un rompecabezas. En esa situación eran poco más que unos inútiles.

Tras colocar el travesaño entre los dos troncos que había elegido, terminó de amarrarlo bien fuerte con las cuerdas y restos de redes que encontraron en la playa. Después ahondó y ensanchó la zanja que sus compañeros habían dibujado apenas, acomodó mejor los plásticos en el suelo y, terminada esa tarea, arrojó sobre el travesaño los restos del bote de goma. 

Armó una especie de carpa militar de las de antes, afirmando los bordes de la goma con piedras. Terminó justo a tiempo. La lluvia se precipitó sobre ellos con la fuerza de una ola. Las enormes goteras repiqueteaban en la goma con estruendo, y la selva se agitó violentamente.

La tormenta arremetió con todo contra la isla. Los cinco turistas soportaban el diluvio, acurrucados dentro del refugio que improvisó Enrique.

La noche se iluminaba cada pocos segundos con los relámpagos, y cuando todo quedaba claro se veían árboles inclinados por el viento. El mar lucía furioso bajo aquellas luces fugaces, y se veían olas blancas levantándose por doquier. El agua embravecida había avanzado por la playa y jugaba a destrozar maderas y palos contra las primeras palmeras y árboles de la selva. Era como si el mar quisiera devorar a la isla, y el cielo colaboraba volcando en ella un aguacero diluviano.

Las palmeras aullaban, el mar rugía, y los truenos hacían temblar toda la isla. Aquella situación no era lo que habían imaginado al viajar. Ahora las dos parejas no tenían aprensión ninguna hacia las bolsas que juntaran en la playa; el frío podía más. Se las acomodaban sobre los hombros y se cubrían las piernas. 

Enrique estaba en un extremo del refugio, y aunque la lluvia lo salpicaba un poco no se quejaba, ya había pasado por situaciones difíciles anteriormente. Le preocupaban más sus compañeros de desventura. Cuando llegara el día debía procurarles comida. Habían recuperado muchas cuerdas en la playa, si las deshilachaba podría fabricar varias líneas para pescar. Pero la noche aún no terminaba, y aquella isla escondía un oscuro secreto.

La tormenta eléctrica se intensificó y los relámpagos iluminaban todo casi continuamente. En un momento de claridad apareció de pronto la figura de un hombre como a diez metros de ellos. 

Primero lo vio Enrique y una de las mujeres. Él tuvo que taparle la boca con la mano para que ella no gritara. La apariencia del tipo ciertamente daba para alarmarse, porque era la típica imagen que uno asocia con un pirata, hasta tenía un sable en la cintura. Pero no era un pirata como los que se toparon durante el día, este lucía como los de las películas. Eso le pareció raro a Enrique, y enseguida sospechó algo. Enteró a los que tenía al lado palmeándolos, y les dijo que hicieran silencio. Los otros también se sobresaltaron al ver al pirata.

Estaba muy cerca como para no ver el refugio, sin embargo, no detuvo la mirada en ningún momento en aquella dirección, aunque parecía buscar en derredor. Los relámpagos seguían mostrando todo, y los momentos de oscuridad ahora eran los menos.

El hombre estuvo un momento allí, escudriñando la selva, y después giró levemente el cuerpo e hizo un gesto con el brazo que le indicaba a alguien que se acercara. Entonces aparecieron dos piratas más, y estos cargaban un cofre que parecía ser muy pesado. Al dejar el cofre en el suelo estos también echaron un vistazo en derredor, y tampoco parecieron notar el refugio. Nuestros turistas más asustados creyeron que tuvieron suerte, pero Enrique no creyó eso, era algo más, estaba casi seguro, pero por las dudas aún no se movía.

Los piratas comenzaron a cavar. Por momentos desaparecían en la oscuridad, después los relámpagos los mostraban encorvados, ensimismados en hacer un pozo. Parecía que la lluvia torrencial no les molestaba en lo más mínimo, y tampoco el viento. En ese detalle reparó Enrique. Aquellos piratas pertenecían al pasado. Eran unas apariciones que volvían porfiadas al mismo lugar; la codicia los retenía en este mundo incluso después de la muerte. 

Apenas el tesoro del cofre quedó sepultado, el que llegó primero arremetió contra uno, hundiéndole el sable en el abdomen. Las mujeres dejaron escapar un grito en el refugio. 

El segundo bribón tuvo tiempo de defenderse, y los sables chocaron varias veces. El primer pirata parecía ser más hábil, y su sable encontró al otro, aunque al confiarse ganador, se descuidó un instante después y el herido lo alcanzó también con sus últimas fuerzas. Los tres quedaron tirados en el suelo. Después, tras un momento de oscuridad, ya no estaban.

Los compañeros de Enrique quedaron profundamente impresionados, y no entendían qué había pasado. Las horas que le restaban a la noche fueron horribles, y la tormenta siguió rugiendo todo el tiempo.

La claridad del día abrió las nubes, y cuando el sol terminó de emerger en el horizonte el cielo quedó limpio. El mar se calmó con rapidez, y en la playa volvieron a depositarse con suavidad las olas.

Enrique fue hasta el lugar donde lucharan los piratas, no había ningún rastro, y la tierra donde cavaron el hoyo estaba como si nunca la hubieran removido, tal como él sospechaba.


—¿A dónde se fueron? —le preguntó Maximiliano—. ¿Qué no estaban muertos? ¿Cómo desaparecieron así?  

—Desaparecieron porque ya estaban muertos, eran apariciones —le contestó Enrique.  

—¿Apariciones…? —comentó Estela, que aún estaba encapuchada con bolsas de nylon.  

—Sí, y si no queremos verlos de nuevo, mejor ayúdenme a cambiar el refugio de lugar. También tenemos que juntar agua dulce. Este temporal, ahora que lo pasamos, en realidad fue una bendición, gente. Bueno, a moverse.  

—¿Una bendición esto? —dijo Pablo.  

—Sí, podría ser mucho peor. Ahora vamos con el refugio.

El suelo de la isla era de roca en muchas partes, y en las depresiones se había acumulado agua de lluvia. Como no faltaban botellas plásticas en aquellas playas pudieron aprovisionarse de bastante agua. Al contar con más tiempo armaron mejor el refugio, y lo hicieron lejos del lugar de las apariciones.

La isla resultó ser más generosa de lo que aparentó en la tormenta. Descubrieron unos bananos en el interior, y hasta un árbol de peras, y abundaban las palmeras. Una vez armadas algunas líneas, Enrique comprobó lo ricas que eran aquellas aguas en peces. Con el correr de los días sus compañeros se fueron adaptando y haciéndose más útiles. Por las noches conversaban en torno a una fogata, donde siempre había algún pescado asándose.

Había transcurrido una semana y media desde que pisaron aquella isla, cuando un bote pasó por allí. Se marcharon de la isla con una enorme alegría.

Regresaron un tiempo después, en un bote que Enrique compró. Valía la pena invertir en un bote.  Excavaron en el lugar donde vieron a las apariciones, y, al descubrir un cofre y abrirlo se echaron a reír emocionados. Los piratas les habían robado algunas pertenencias y hecho pasar unos momentos malos, pero gracias a ellos habían vivido una gran aventura, y ahora eran millonarios.