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sábado, 11 de octubre de 2025

En el cementerio

 Hola. A este cuento de terror los escribí hace como diez años. Se añejó y ahora está mejor ¡jaja! Tiene mucha atmósfera, y terror. Lo recomiendo. Gracias.


El carruaje avanzaba por una ciudad gris, bajo un cielo del mismo color, y en el carruaje iba Martínez, sumido en pensamientos también grises. El hombre se dirigía hacia el cementerio e iba muy preocupado; mas no se dirigía hacia allí por ninguno de los motivos que normalmente hacen ir a la gente a ese lugar: él iba rumbo a su trabajo, y le había llegado un mensaje preocupante.

Se bajó del carruaje apresuradamente, sin fijarse dónde lo hacía, y sus zapatos aterrizaron en un pequeño charco. Tuvo toda la intención de maldecir al ver sus zapatos todos salpicados, pero en ese momento iba pasando una familia, entonces lo reprimió, sonrió y saludó levantando un poco galera. El hombre de la familia correspondió con el mismo gesto, pues iba con un sombrero igual de alto, mientras su esposa, que caminaba bajo una pequeña sombrilla, aunque estaba nublado, lo saludó con una inclinación de la cabeza.

 Completaban la familia dos chiquillas que pasaron aguantando apenas una carcajada, porque estas lo habían visto saltar al charco. Cuando le dieron la espalda, Martínez cambió el semblante y quedó serio, y por un momento los vio alejarse mientras pensaba: “Si llego a la Gobernación los voy a desangrar a impuestos a ustedes también”. Después en su cara se vio fastidio y enojo, pues hasta el momento lo único que administraba era el cementerio.

Martínez odiaba su trabajo. A veces le aseguraba a su esposa que desde que estaba allí a la gente se le había dado por morir más solo para fastidiarlo. Y todo era por culpa de su cuñado, Villegas, quien era el Gobernador. Martínez le había presentado a su hermana (según muchos, la más bella de la ciudad), y hablado favorablemente de él ante su padre, aunque sabía que el tipo era un personaje bastante oscuro; y todo eso para qué le sirvió, solo para tener un puesto miserable llevando los papeles del cementerio. 

Villegas le había prometido que si hablaba bien de él y el matrimonio se efectuaba, le iba a dar un buen empleo, uno de peso en la Gobernación, y que se iba a codear con gente poderosa. Después de eso su carrera política dependería de él. Pero desde el cementerio qué carrera iba a impulsar, si los ciudadanos que le llegaban ya estaban muertos, y sus deudos después lo asociaban a él con una experiencia terrible. Por eso odiaba su trabajo.

Y ahora se le había presentado algún problema. Alfonso, el capataz de los enterradores, le había hecho llegar un papel donde decía que había problemas. 

Como no especificaba nada podría tratarse de cualquier cosa. Eso tenía enfadado y preocupado a Martínez. Apenas atravesó el pesado portón vio a Alfonso, el viejo enterrador. El viejo tenía una pala delante de él y la sostenía con las dos manos, así como un cuervo se aferra a una rama, y ciertamente, con aquella ropa negra y una enorme nariz que se torcía hacia abajo, el viejo recordaba bastante a un cuervo. Martínez saludó primero con el sombrero a una persona que pasó, luego le reprochó en voz baja a Alonso:

—¿Necesita andar siempre con esa pala? La gente se impresiona al verlo.

—Es mi herramienta de trabajo, como lo son para usted sus plumas y la tinta.

—Sí pero... en fin. ¿Qué me quería informar? ¿Qué clase de problema surgió?

El viejo movió los ojos espiando disimuladamente sus costados, después dio un paso hacia adelante y susurró:

—Problemas graves. Han profanado algunas tumbas y, están haciendo rituales, magia negra.

—Pero qué me dice, como que rituales de magia negra. Eso son bobadas.

—¿Usted cree que una ofrenda al Diablo son bobadas?

—Hable mas bajo, hombre —y ahora fue Martínez el que miró hacia los lados antes de hablar—. Dice que le están haciendo ofrendas al... 

—Al Diablo —completó la frase el viejo.

—No lo diga de esa forma, y hable mas bajo.

—No sé de qué otra forma decirlo. No tengo la educación que usted tiene. Ahora, ¿va a venir a ver lo que dejaron?

—¿Ir a ver lo que dejaron? —repitió Martínez—. Bueno, supongo que es mi deber.

Y los dos se adentraron en un laberinto de tumbas y panteones. Martínez se detuvo en un entierro, y con la galera en la mano y su cara mas solemne saludó a todos los presentes. El político en su interior no perdía oportunidad. Alonso lo esperó impaciente, apoyado en su pala. De paso el viejo aprovechó para decirle algo a uno de sus enterradores. 

Después de esa interrupción los dos siguieron adentrándose cada vez más en la necrópolis. El cielo se había encapotado de tal manera que no se veía ni un indicio del sol, aunque era muy temprano aún. Martínez pensó, mientras intentaba seguirle el paso al viejo, que su cementerio tal vez era el más grande del país, por lo antiguo que era. Después consideró que aquello no tenía importancia. Era el gobernador de una ciudad de muertos. Y aquella ciudad de moradores silenciosos lo impresionaba mucho.

El lugar le resultaba sumamente lúgubre y siniestro, además, podría jurar que apenas ponía un pie en aquel terreno sembrado de muertos, sentía que su energía era muy diferente a la de la calle, y que era algo muy claro, no una sensación vaga. Aquel era el hogar de la muerte. Aunque hacía un año que trabajaba allí, como lo recorría lo menos posible, arrimándose solo a algunos entierros en la parte mas nueva, pronto Martínez se vio caminando por una zona desconocida para él, la parte vieja, que incluso parecía ser mas extensa que la nueva. Alonso doblaba aquí, luego allá, y miraba cada tanto sobre su hombro como apurando a quien lo seguía.

En aquella parte los pastos ya estaban reclamando casi todo, y se asomaban entre losas rotas y llegaban hasta las puertas de algunos antiguos panteones. A pesar de lo laberíntico del lugar el viejo enterrador avanzaba sin dudar ni un momento, como quien se desplaza por su casa. Detrás iba Martínez, y se pasaba el pañuelo por la frente, y cada pocos pasos miraba de reojo alguna puerta de panteón que se hallaba entornada. También lo inquietaban las estatuas que se alzaban sobre pilares de granito resquebrajado. Si por lo menos hubiera sol, pero aquella tarde hasta el cielo parecía ser parte del cementerio. Cuando estaba por preguntar cuánto faltaba, Alonso se detuvo, giró hacia él y señaló con el brazo:

—Ahí está la ofrenda, mírela usted. Dígame si exagero.

Martínez se tapó la nariz con el pañuelo cuando miró hacia donde el viejo le señaló porque junto con la imagen le llegó un olor nauseabundo. En una vereda entre dos panteones, habían dibujado un enorme círculo, y en él un símbolo extraño y complejo. Rodeaban a este círculo un montón de velas desgastadas, y en el medio resaltaba una especie de amasijo de carne humana en descomposición. Y había algo en aquella desagradable escena que no encajaba. Demoró en darse cuenta pero lo notó de pronto. A pesar del olor nauseabundo de aquel amasijo, no había ni una mosca volando o caminando sobre él. En derredor al círculo se veían muchas pisadas de gente.

Martínez pensó rápido. La clase obrera de la ciudad, ignorante y temerosa de la Iglesia, no se atrevería a hacer algo como aquello. Debía tratarse de otra gente, de algunas personas mas elevadas en la sociedad. Él no quería quedar mal con esos, y mucho menos con el destinatario del ritual. Pensó que era mejor “mirar hacia un costado”, después de todo, no le habían hecho ningún mal a nadie, por lo menos no directamente, allí.

—Dejamos el asunto así entonces. ¿No tocamos nada y no avisamos a las autoridades?  –dijo de pronto Alonso, como si hubiera  estado siguiendo sus pensamientos.

—¿Cómo? —se sorprendió Martínez.

—Digo, como usted se quedó ahí parado sin decir nada, supongo que va a dejar esto como está, ¿no?

—Ah, pues acertó, es mejor no meterse con esto. Parece que normalmente nadie llega hasta aquí, ¿me equivoco? Alonso, ¿habló sobre esto con alguno de sus hombres?

—No señor, nadie anda por aquí, y apenas vi esto me comuniqué con usted, no se lo dije a mas nadie. Es un asunto muy serio.

—Bien, que quede entre nosotros entonces. Vayámonos de aquí.

Mientras regresaban al frente del cementerio Martínez no supo si tomaron otro atajo o si él tenía una orientación tan mala que ni reconocía el lugar por dónde había pasado hacía un rato. Ni un laberinto verdadero le resultaría tan confuso. Y aquel viejo avanzaba por allí como si estuviera en su casa. Ya en la parte nueva el enterrador se apartó y pronto desapareció tras un nicho. Martínez fue derecho a su pequeña oficina. En aquella pequeña pieza, entre los papeles, olvidaba por momentos donde se hallaba, aquello era lo suyo, allí estaba en su elemento: papel, tinta, plumas, montones de documentos, archiveros...

Tuvo que encender el farol y unas velas porque la tarde aportaba muy poca luz. Tenía trabajo acumulado. “Parece que ahora está de moda morirse”, pensaba “Todos esos viejos mohosos que no se morían nunca, ahora que yo estoy acá estiran la pata uno tras otro. ¡Condenado puesto el que tengo!” Y pasó el resto de la tarde sumido en sus papeles y pensamientos así.

Al enderezarse en su asiento frotándose el cuello que sentía algo entumecido, desvió la mirada hacia la ventana y vio que ya estaba de noche. Se disgustó mucho al ver la hora que marcaba el reloj de la pared. Ya había pasado su hora de retirarse, y no le pagaban horas extras ni nada que se le pareciera. Además, si el cementerio lo inquietaba de día, de noche era mucho peor.

 Se iba a levantar cuando de pronto sintió que había algo detrás de él. Inmediatamente le recorrió la espalda un profundo escalofrío. Cuando abrió la boca para gritar, se apagaron las velas y el farol, entonces, en aquella oscuridad, inmediatamente sintió que una mano fría lo agarraba por el cuello. Luego, oscuridad y silencio, se desmayó de terror.

Cuando volvió en si estaba acostado boca arriba. El aire frío le indicó que no se encontraba en su oficina. Se incorporó a medias con un sobresalto. Estaba sobre pasto. Miró en derredor; aquello era la parte vieja del cementerio. ¿Quién lo había dejado allí, y para qué? Al recordar el contacto con la mano que lo tomó del cuello, se lo limpió con la manga del abrigo, asqueado. Una enorme luna llena estaba congelada sobre el cementerio y lo mostraba mucho más pálido y aterrador que durante el día. 

Martínez no supo hacia dónde ir. Alguien lo había llevado hasta el lugar, ¿andaría por allí, espiándolo? Se tanteó la ropa. Tenía todo su dinero, no se trataba de un robo. ¿Cómo salía de aquel lugar ahora? La sola idea de vagar por el cementerio de noche hasta encontrar la salida le resultó aterradora. Si por lo menos supiera hacia dónde estaba la salida, eso le restaría tiempo a la horrible caminata que debía realizar.

En ese momento sonaron las campanas de la iglesia de la ciudad, y así se ubicó. Solo debía seguir recto. Empezó a avanzar. Unos abetos enormes casi aullaban por un viento frío que barría el lugar. Subió el cuello del abrigo y metió las manos en los bolsillos. Las puertas entornadas de los viejos panteones empezaron a traquetear con el viento, y parecía que las intentaban abrir del todo desde el interior. 

El aterrorizado administrador del cementerio se sobresaltaba, giraba de golpe, aceleraba el paso, y sus pies se enredaban en los pastos que hacían pedazos las veredas. Ahora las estatuas se encontraban todas vueltas hacia él, y exhibían una leve sonrisa que no había advertido durante el día. Por el rabillo del ojo más de una vez le pareció ver que las estatuas se movían lentamente, pero cuando giraba hacia ellas, estaban inmóviles, aunque con posturas extrañas. Los sonidos del viento le parecían susurros, y al pasar frente a las puertas de los panteones se sentía observado.

Seguía caminando temblorosamente cuando unos sonidos lo hicieron detenerse. Aquello no era su imaginación interpretando mal los quejidos del viento. Avanzó unos pasos mas y vio cierto resplandor entre unos panteones. “¡Los satanistas!”, pensó alarmado. Si lo notaban seguramente lo iban a matar. Se alejó hacia un costado para rodear el lugar. Estaba convencido que no lo habían notado cuando una voz dijo detrás de él:

—¡Martínez, venga!

Primero saltó hacia adelante por el susto, después volteó. Quien le había hablado tenía puesta una capa con capucha, se la quitó para que lo reconociera.

—¿Villegas?

—Sí, soy yo. Venga.

—¿Usted está con esta gente?

—Estoy con los poderosos que una vez le prometí que le iba a presentar. Disculpe lo dramática de su pequeña iniciación, pero él lo quiso así.

—¿Él? —preguntó Martínez.

—Sí, mi maestro, el Diablo. Venga a conocerlo, mas bien, a conocerlo de verdad.

Caminaron juntos hasta que alcanzaron las luces de las velas. Ahora todo tenía sentido para Martínez. Su cuñado lo había puesto allí por una razón. Por fin iba a codearse con los poderosos, aunque le preocupó bastante conocer al Diablo. Varias personas con capas estaban formando un círculo, y al verlos se abrieron, y en medio del círculo sonreía malignamente Alonso, apoyado en un tridente que durante el día parecía una pala.

viernes, 10 de octubre de 2025

La mente contra el terror

 Hola. Ahora volvemos al terror. La entrada anterior era es un cuento de otro tema, con una pizca de terror. Este es de un terror más clásico. Gracias por visitar el blog. 

                                 El Bosque De Los Huesos

Norberto estaba por apretar el gatillo cuando la liebre desapareció. No corrió ni se movió rápido, solo desapareció, y de un instante a otro, donde estaba la liebre ahora solo había unas hojas de helecho enmarañadas. 

Norberto quedó como congelado, apuntando la escopeta. En ese momento su mundo interior sufrió una sacudida, después su intelecto quiso desconocer lo que estaba pasando; pero un instinto primario pudo más, y sintió como su atención hacia el entorno se expandía tanto, que le pareció que el cerebro se le había agrandado mucho más allá de su cabeza. Todo eso le pasó por la mente porque la desaparición de la liebre significaba que lo que había escuchado sobre aquella parte del bosque era cierto, no eran solo cuentos de terror. El lugar estaba embrujado.

Cuento de terror. El Bosque de Los Huesos.


Nunca había creído ni siquiera un poco de aquellas historias, aunque sabía que las muertes de las que se hablaba eran reales. Por qué creer en algo sobrenatural, cuando está demostrado que la naturaleza puede matarte de muchas formas. 

Un simple resbalón y después un golpe en la cabeza al caer, una rama pesada que se desprende desde lo alto de un árbol, perder la pisada en una corriente fuerte, rodar en una zona inclinada y romperse el cuello... Y estaba el peligro de los animales. Él estaba muy consciente de esos peligros, y en todas sus andanzas por campos y bosques nunca había visto nada extraño. Norberto tenía que ver para creer, y ahora lo había visto. 

En el bosque donde se hallaba, en el centro de él había una zona bien delimitada por un sendero arenoso, que tenía vasta reputación de embrujada. Cuando en las vueltas de alguna cacería alguien daba con aquel sendero, enseguida retrocedía sin animarse a cruzarlo. Todos los que lo habían hecho, de una forma u otra habían muerto allí, más exactamente, parecía que algo les había pasado en aquel lugar y después aparecían muertos en el límite de este. 

Ese día Norberto llegó hasta ese sendero, y se detuvo a observar unas huellas muy curiosas que había en él. Observándolas llego a una conclusión, pero se negó a aceptarlas. Creyó que su mente, influenciada por algunos cuentos que le narraran, estaba identificando mal unas marcas que se veían en el suelo arenoso del sendero, porque le habían contado que de noche por allí rondaban algunos esqueletos. 

No creía que fuera eso, pero eso parecían, huellas de pies huesudos. Norberto negaba con la cabeza, sonriendo, cuando vio que del otro lado del sendero había una liebre enorme, la más grande que había visto en su vida. El animal lo vio también y se alejó por entre unos matorrales. No iba a perder a un animal de ese tamaño por unos cuentos.

Empezó a seguir a la liebre. Cuando la divisaba y levantaba el caño, esta se perdía detrás de alguna maraña y él tenía que avanzar. Cuando finalmente la tuvo a tiro, desapareció, ahora desvaneciéndose como algo irreal. 

Cuando salió de su momentáneo congelamiento, respiró profundamente y meditó un momento lo que debía hacer. Calculó que solo había avanzado menos de cien metros desde el sendero, y sabía que fue en línea recta. Observó cuanto veía desde allí, después giró y observó de nuevo. Lo que había quedado a sus espaldas cuando le apuntó a la liebre falsa, ahora lucía distinto, era un bosque más impenetrable. No dio ni un paso más, se concentró en la respiración y seguidamente analizó aquello.

 Él, aunque cuando cazaba no lo parecía, era un intelectual, un tipo muy instruido, y le tenía una enorme fe a sus capacidades y a su poder de atención, el cual cultivaba desde hacía muchos años con diferentes ejercicios. Recordó que la liebre no había hecho ni un ruido. Eso le había parecido un poco extraño, pero su mente había optado por creer lo que veía, o creía ver. Supuso que, si la liebre solo era una especie de espejismo, también lo eran aquellas enramadas y algunos de los árboles que ahora aparecían por donde había caminado. Pero no podía simplemente atravesarlos a la carrera porque sí había obstáculos reales, ¿obstáculos reales?

Al detectar a su posible presa había avanzado con mucho sigilo y procurando no hacer ruido, y se había sentido muy satisfecho con esa acción, porque no había hecho crujir ni una rama bajo sus pies, ni había agitado el follaje al pasar al lado. Forzó su memoria recordando esa parte de la caminata. Su andar se había sentido bastante mullido, como si caminara sobre tierra blanda.

 Norberto cerró los ojos para sentir mejor la brisa que le acariciaba una mejilla. Sin moverse todavía consultó el reloj. No faltaba mucho para el anochecer. Si no desandaba el camino de forma recta, la noche lo iba a agarrar allí, y no tuvo ninguna duda de que aquel sería su fin, y seguramente sería uno horrible. Sin acercarse observó detenidamente uno de los árboles que le resultaba más improbable que realmente estuviera allí. Parecía tan real. 

No quedaba otra que comprobarlo. Lo tanteó con el caño de la escopeta. Sólido como cualquier otro. La liebre podría haber sido solo una imagen, algo intangible, pero aquel tronco no lo era. El hombre hizo unos cálculos rápidos: si cada pocos metros se desviaba, aunque fuera solo unos grados, pronto perdería el rumbo. Podía intentar compensar la desviación, pero podría perder la orientación más rápido incluso. Y no tenía puntos de referencia. Deseó tener una brújula y se juró que si salía de eso se compraría una.

 Las sombras ya eran mayoritarias en aquel lugar, pero todavía había claridad. No se veía el sol y los haces de luz que caían desde el dosel del bosque tenían varios ángulos. 

¿Pero cómo podía ser eso? ¿Qué clase de fuerza maligna podía crear árboles, desviar la luz y hasta al viento? Porque la brisa le llegaba de un lado y luego de otro. Pensó en todos los que habían muerto por allí en el correr de los años. Podrían no ser intelectuales como él, pero entre ellos tenía que haber gente más baqueana, mucho más hábil que él en el bosque, e igual no habían podido salvarse, ¿por qué él sí lo haría?

Todo le hacía suponer que no se iba a poder escapar del lugar. La liebre se había detenido allí, porque ya era distancia suficiente para que después no pudiera salir. De nada le iba a servir toda su lógica. Pero sí podía hacer algo y era decidir cómo sería su fin. Aquel lugar o lo que fuera que hubiera en él no iba a tener el placer de verlo tropezar lleno de terror por todo aquel bosque maldito, para al final terminar con una muerte horrible, no señor.

 Le cambió el cartucho a la escopeta, le puso uno que tenía una sola munición, pero grande. Se puso el caño en la boca, completamente decidido, y empezó a hacer presión en el gatillo. Pero el instinto de conservación hacía que aquella presión fuera mínima, insuficiente incluso para activar de golpe un gatillo sensible; mas en cualquier momento igual se iba a disparar. En ese instante terrible le pareció que el tiempo pasaba lentamente, o tal vez pensaba con mucha rapidez. 

“¿Cómo puede haber algo tan poderoso que puede cambiar un bosque en un instante? ¿Bosque? Pero si parece que desde el sendero hasta aquí no hay nada, por eso fui tan furtivo. Pero ahora vuelvo a lo mismo, porque ahora sí hay árboles. A no ser que... a no ser que mi caminata siguiendo a la liebre también fuera una ilusión, como un sueño donde todo parece real. ¡Eso es!”, pensó. Pero en ese momento hubo un pequeño ¡clic! y sus pensamientos se perdieron junto a una tremenda explosión, y cayó muerto en el borde del sendero arenoso, lleno de pisadas de esqueletos.   

jueves, 9 de octubre de 2025

Aventura de turistas

 Hola. Este cuento es más de aventura y supervivencia que de terror. Lo subo aquí porque, quiero ¡jaja! Es un cuento que quiero mucho, uno de mis "hijos" que siempre recuerdo, y es entretenido. Saludos.


                                         En La Isla 

Los cinco estaban en graves problemas: los habían abandonado en una isla remota del Caribe. Enrique sintió que los otros ahora dependían de él porque estaban muy asustados, y aquella situación evidentemente los sobrepasaba.

Enrique no había planificado aquel viaje, ni tenía ganas de andar de turista, pues no pasaba por el mejor momento de su vida debido a una separación. Un matrimonio amigo lo invitó para animarlo. Insistieron tanto que terminó aceptando, aunque con pocas ganas. También iba en el viaje una pareja conocida del matrimonio.

Nuestros turistas eligieron Cuba como destino, y permanecieron unos días allí. A Enrique no lo animó mucho aquel lugar. Ver tantos autos viejos le causaba algo de nostalgia, aunque no sabía por qué. La noche, los bailes, los tragos, no tenían mucha gracia para él porque estaba solo, y no tenía ánimos como para conversar con nadie, aunque ocasiones no le faltaron, porque atrajo a varias lugareñas y a unas turistas; pero todavía no estaba para eso.

Como él no quería incomodar con su estado a sus compañeros de viaje, los abandonaba por la mañana y volvía al hotel por la noche, pero de todas formas estos notaron que no estaba disfrutando. Hablando entre ellos les pareció que un viaje en bote le haría bien a Enrique, pues él era un apasionado de la pesca y la aventura.

Esa idea le pareció buena cuando se la propusieron, y hasta se entusiasmó bastante. Él eligió el bote que alquilaron. Lo timoneaba un viejo de barba blanca y piel castigada por el sol. Aquel hombre era un estereotipo de lo que es un capitán de mar. A Enrique le pareció que parte de la actitud de aquel viejo era actuación, pero supuso que solo sería una estrategia para hacer sentir cómodos a los turistas.

Partieron en el bote temprano por la mañana, y no mucho después solo veían mar hacia donde miraran. Enrique enseguida se abocó a pescar; los otros a disfrutar del sol tendidos en reposeras sobre la cubierta. Soplaba bastante viento y el bote se hamacaba, subía y bajaba al pasar sobre las olas, pero nada de eso importunaba a los veraneantes, estaban de vacaciones. 

Un grupo de gaviotas los había seguido desde el puerto, y planeando en el aire o equilibrándose en la barandilla vigilaban la pesca de Enrique, y este, para no decepcionarlas, cortó en trozos uno de los pescados que atrapó y se los arrojó; las gaviotas se los disputaron entre un terrible griterío.

El costo del viaje incluía un almuerzo, pero pasado el mediodía el capitán aún no los llamaba. Cuando le preguntaron, dijo que lo había olvidado en el muelle, y se disculpó muchas veces.

—¿Cómo pudo olvidarlo? —protestó Maximiliano, el hombre de la pareja que Enrique acababa de conocer en ese viaje.  

—Tranquilo, todos cometemos errores —comentó Pablo, el amigo de Enrique.  

—Es cierto —dijo la esposa de Pablo—, además, seguro que algo más para comer tiene, ¿no?  

—A ver… no, nada —le contestó el capitán, después de haberse revuelto la barba del mentón con los dedos como si tuviera el inventario de lo que llevaba en el bote en ella.  

—Entonces demos la vuelta —propuso la esposa de Maximiliano.

Los otros asintieron, la idea les parecía buena. El viejo los miraba con los ojos hundidos en sus arrugas, como si estuviera aguzando la vista para ver hasta sus almas. Enrique notó aquella mirada y no le gustó nada, pero creyó que eran las mañas de un viejo ambicioso que solo quería sacarle más ganancias al viaje. Como la pesca todavía era buena y quería quedarse, hizo una propuesta, mostrando lo que acababa de quitarle al mar.

—Tranquilos todos —intervino Enrique—. Aquí tengo un enorme pescado. Capitán, supongo que tiene dónde hacerlo, me parece que vi una cocina.  

—¡Ah! Excelente. Claro que tengo dónde prepararlo. Disculpen de nuevo, ya se los preparo —y el capitán bajó a la cubierta inferior con una gran sonrisa, agitando en una mano el pescado que le diera Enrique. 

Un rato después a Enrique le pareció escuchar que el viejo estaba hablando por el radio. Pasaban los minutos y no se sentía olor a pescado. Bajó para ver qué estaba haciendo el viejo. Lo encontró empinando una botella. Ni había limpiado el pescado.

—¿Necesita ayuda, capitán?  

—No, gracias, vuelva a su pesca nomás ¡Jaja! Lo preparo en un rato.

Aquello ya le pareció sospechoso. ¿Y si había estado ignorando lo que le decía su instinto? Empezó a creer que había subestimado al viejo. Tal vez era algo más que un encantador de turistas ambicioso. Cuando vio un bote en el horizonte presintió algo malo.

Como a Enrique no le parecía muy inteligente exponerse mucho al sol, andaba de pantalón, aunque se lo había arremangado hasta las rodillas. Haciendo caso a un presentimiento-deducción, tomó una bolsita con anzuelos, la envolvió bien y la escondió en el pliegue del pantalón, y se lo arremangó más para que no se le cayera. En la otra pierna escondió un encendedor, y tras su rodilla una navaja multiuso que acababa de comprar para esa pesca. Lo hizo justo a tiempo.

El otro bote se les acercó rápidamente. Era un grupo de hombres armados. El capitán de la otra nave hizo unas maniobras y los ubicó al lado. Los modernos piratas saltaron a cubierta. Las dos mujeres gritaron, y en la cara de sus esposos se veía el desconcierto y el miedo. Enrique ya era dominado por el instinto de supervivencia, y evaluaba todo con mucha frialdad. Si pensaban matarlos allí iba a luchar como pudiera. Pero aquellos piratas solo eran ladrones, no querían ensuciarse las manos directamente, no era necesario.

El capitán del bote asaltado intentó lucir sorprendido; para Enrique el asunto estaba claro, el viejo era cómplice. Les robaron todo: billeteras, relojes, anillos, el dinero que llevaban en los bolsos, los bolsos, y a Enrique le quitaron hasta los zapatos deportivos. Había obrado bien, de esconder algo en los deportivos lo hubieran descubierto.

El dueño del bote fingió cooperar con ellos a la fuerza, y enderezó la nave hacia una isla. Mientras duró el viaje los piratas miraron a nuestros turistas por encima del cañón de sus armas. Cerca de la isla comenzaron a sonreír asquerosamente.

—¡Arrójense al mar! —les ordenó uno—. Les reservamos una isla tropical solo para ustedes ¡Jajaja! —les dijo en tono de burla, y los otros se echaron a reír.

Tuvieron que obedecer. Saltaron al agua y comenzaron a nadar. Aún les faltaba bastante para llegar a tierra cuando hicieron pie, era una playa poco profunda. Cuando voltearon, los dos botes ya eran unos puntos en el mar. En ese momento se sintieron aliviados, pero solo habían salido de un peligro para caer en otro.

En el horizonte se estaba levantando una tormenta, y los relámpagos que la acompañaban prometían que iba a ser grande.

Los cinco turistas quedaron en la playa, tratando de asimilar lo que les había pasado. Enrique se sintió culpable; él había elegido el bote, y desde un principio notó algo raro en el capitán. Su poder de observación se lo insinuó, pero como todavía estaba muy apenado por su situación sentimental, no escuchó a su instinto hasta que ya fue demasiado tarde. Tenía que haber alquilado otro bote. Pero eso ahora ya no tenía arreglo. Por lo menos había ocultado algunas cosas que les serían muy útiles.

Sacó de los dobladillos del pantalón lo que ocultó a los piratas: la bolsita con anzuelos, el encendedor y la navaja multiuso. Al encendedor lo puso junto con los anzuelos para que no se mojara. Encender fuego con palitos, aunque es algo posible con mucha práctica, siempre resulta muy difícil, a no ser que se esté en medio de un desierto reseco, y aquel no era el caso. Guardó las cosas en los bolsillos y miró el horizonte. La tormenta crecía a cada momento.

Tenía que calmar a los otros y hacer que trabajaran. Los hombres estaban sin camisa y con shorts, y sus esposas con mallas. Si llovía toda la noche se iban a enfriar peligrosamente. Ya se escuchaban algunos truenos.

—Amigos —les dijo Enrique—. Hay que buscar cualquier cosa que sirva para cubrirnos. Esa tormenta ya está cerca. Estas playas siempre están repletas de basura que el mar arrastra hasta ellas. Busquen bolsas plásticas, maderas planas, trozos de espuma plástica, cualquier cosa que sirva para poner en el suelo; hay que construir un refugio, o por lo menos conseguir algo para cubrirnos.

—¿Y si buscamos gente? Alguien tiene que vivir por aquí —propuso Silvia. Ella aún temblaba un poco y estaba abrazada a Pablo, su esposo.

—No creo que haya gente por aquí —le dijo Enrique—. Esos piratas seguro conocen bien estas islas. Si nos dejaron acá es porque no hay nadie, pero como nuestro capitán, que seguramente es cómplice de los piratas, fingió hasta último momento, deduzco que deben pasar cerca de esta isla algunas embarcaciones, y que hay posibilidad de que nos rescaten; si no fuera así el viejo no hubiera ocultado su complicidad. Nos dejaron a nuestra suerte.

—¿Ese viejo sería cómplice? —preguntó Maximiliano.

—Por supuesto, por eso ni se molestó en darnos de comer —opinó Estela, la esposa de Maximiliano, y su cara mostró el desagrado que le producía ahora recordar al viejo.

—Gente, hay que moverse, la tormenta ya está ahí —les recordó Enrique—. Mejor nos dividimos. Ustedes busquen por aquel lado y yo por este. Vamos.

En esa parte la playa formaba una V ancha, y después de unos metros de arena y piedras comenzaba una selva alta y oscura. Pronto Enrique perdió de vista a los otros. Como él suponía, la basura no faltaba allí. Los mejores “tesoros” estaban contra la selva. Algunas bolsas se mezclaban entre leña retorcida, trozos de bambú y maderas que en algún momento fueron parte de estructuras.

El mar se estaba oscureciendo y el cielo lucía terriblemente amenazador, mientras los truenos sonaban cada vez más cerca. La selva cercana estaba muda, pero se balanceaba inquieta, pronta para luchar contra el viento y la lluvia.

Algunas bolsas plásticas se rasgaban al tirar de ellas para liberarlas de la arena o del peso de alguna madera, otras aguantaban. Enrique sacudía un poco las que servían y buscaba otras.

Hizo un buen hallazgo: una tapa grande de una conservadora, le iba a servir para el suelo. Los truenos lo apuraban.

En el otro extremo de la playa las dos parejas buscaban muy tímidamente, algo asqueados por revisar entre cosas que estaban tiradas desde hacía mucho tiempo, y todo estaba sucio, con arena, y cuando levantaban algo quedaban escurriendo líquidos asquerosos. Ninguno de ellos había hecho algo así jamás, y no terminaban de entender lo apremiante de su situación.

Enrique apareció desde el otro extremo. Traía un montón de bolsas bajo un brazo y la tapa de la conservadora en el otro. Enseguida vio que la playa de sus compañeros era mucho más rica en recursos, pero estos no habían juntado prácticamente nada. Tenía que remediar eso. A esa altura de la tarde la tormenta podía volcarse en cualquier momento.

—Pablo, Maximiliano, tiren de ese plástico que asoma ahí, puede servir para poner en el suelo, tenemos que estar lo más aislados posibles. Muchachas, junten esas cuerdas y aquellos restos de redes. Nos queda poco tiempo. No tengan asco, mucho peor va a ser el frío, créanme. Sacudan lo que tenga arena y ya. Si las bolsas tienen algo podrido, laven rápido en el mar, mojadas igual nos van a servir. ¿Qué es aquello? ¿Ya revisaron? Es algo grande.

Sus compañeros ni lo habían notado. Estaba bajo restos de hojas de palmeras y arena: era un bote inflable bastante grande. Enrique lo sacó arrastrando. Estaba desinflado y cuarteado por todos lados, pero si bien ya no servía como bote, les iba a ser muy útil como cobertizo. Era un golpe de suerte en una desgracia. Empezó a cortarlo con la navaja para aprovechar al máximo su superficie. Mientras cortaba el bote de goma vio que había muchas cosas allí. Con el tiempo suficiente podría hacer un buen refugio para los cinco, pero eso sería después de soportar aquella tormenta.

Ya estaba lloviendo sobre el mar, y uno tras otro los relámpagos tocaban la superficie. También iba aumentando el viento.

Desde donde estaban se podía ver una formación rocosa que se elevaba como dos metros entre la selva. Esas rocas podrían ayudar contra el viento, y el terreno estaba lo suficientemente elevado como para que el mar no llegara hasta allí. Enrique hizo que lo siguieran. “Perfecto”, pensó al llegar al lugar. Tras las rocas había una zona bastante plana, los árboles eran jóvenes y delgados, lo que los hacía buenos para resistir el viento y, por lo tanto, el peligro de que cayeran era mínimo.

—Escarben una zanja dibujando un rectángulo aquí, que vaya de ahí hasta acá —les indicó Enrique—. Y que tenga una salida rumbo a esa parte más baja.  

—¿Para qué? —le preguntó Pablo—. ¿Y cómo vamos a escarbar?  

—Escarben con cualquier palo, van rayando el suelo así. Es para que el agua corra por ahí y no bajo nosotros. Muchachas, vayan armando un piso con esos pedazos de plástico. Gente, en cualquier momento empieza a llover con todo, de milagro no lo ha hecho todavía. Voy por un travesaño.

Volvió con un palo largo y recto que cortó con la sierra de la navaja. El surco que estaban haciendo los hombres era insuficiente, y las mujeres estaban ordenando los plásticos como quien arma un rompecabezas. En esa situación eran poco más que unos inútiles.

Tras colocar el travesaño entre los dos troncos que había elegido, terminó de amarrarlo bien fuerte con las cuerdas y restos de redes que encontraron en la playa. Después ahondó y ensanchó la zanja que sus compañeros habían dibujado apenas, acomodó mejor los plásticos en el suelo y, terminada esa tarea, arrojó sobre el travesaño los restos del bote de goma. 

Armó una especie de carpa militar de las de antes, afirmando los bordes de la goma con piedras. Terminó justo a tiempo. La lluvia se precipitó sobre ellos con la fuerza de una ola. Las enormes goteras repiqueteaban en la goma con estruendo, y la selva se agitó violentamente.

La tormenta arremetió con todo contra la isla. Los cinco turistas soportaban el diluvio, acurrucados dentro del refugio que improvisó Enrique.

La noche se iluminaba cada pocos segundos con los relámpagos, y cuando todo quedaba claro se veían árboles inclinados por el viento. El mar lucía furioso bajo aquellas luces fugaces, y se veían olas blancas levantándose por doquier. El agua embravecida había avanzado por la playa y jugaba a destrozar maderas y palos contra las primeras palmeras y árboles de la selva. Era como si el mar quisiera devorar a la isla, y el cielo colaboraba volcando en ella un aguacero diluviano.

Las palmeras aullaban, el mar rugía, y los truenos hacían temblar toda la isla. Aquella situación no era lo que habían imaginado al viajar. Ahora las dos parejas no tenían aprensión ninguna hacia las bolsas que juntaran en la playa; el frío podía más. Se las acomodaban sobre los hombros y se cubrían las piernas. 

Enrique estaba en un extremo del refugio, y aunque la lluvia lo salpicaba un poco no se quejaba, ya había pasado por situaciones difíciles anteriormente. Le preocupaban más sus compañeros de desventura. Cuando llegara el día debía procurarles comida. Habían recuperado muchas cuerdas en la playa, si las deshilachaba podría fabricar varias líneas para pescar. Pero la noche aún no terminaba, y aquella isla escondía un oscuro secreto.

La tormenta eléctrica se intensificó y los relámpagos iluminaban todo casi continuamente. En un momento de claridad apareció de pronto la figura de un hombre como a diez metros de ellos. 

Primero lo vio Enrique y una de las mujeres. Él tuvo que taparle la boca con la mano para que ella no gritara. La apariencia del tipo ciertamente daba para alarmarse, porque era la típica imagen que uno asocia con un pirata, hasta tenía un sable en la cintura. Pero no era un pirata como los que se toparon durante el día, este lucía como los de las películas. Eso le pareció raro a Enrique, y enseguida sospechó algo. Enteró a los que tenía al lado palmeándolos, y les dijo que hicieran silencio. Los otros también se sobresaltaron al ver al pirata.

Estaba muy cerca como para no ver el refugio, sin embargo, no detuvo la mirada en ningún momento en aquella dirección, aunque parecía buscar en derredor. Los relámpagos seguían mostrando todo, y los momentos de oscuridad ahora eran los menos.

El hombre estuvo un momento allí, escudriñando la selva, y después giró levemente el cuerpo e hizo un gesto con el brazo que le indicaba a alguien que se acercara. Entonces aparecieron dos piratas más, y estos cargaban un cofre que parecía ser muy pesado. Al dejar el cofre en el suelo estos también echaron un vistazo en derredor, y tampoco parecieron notar el refugio. Nuestros turistas más asustados creyeron que tuvieron suerte, pero Enrique no creyó eso, era algo más, estaba casi seguro, pero por las dudas aún no se movía.

Los piratas comenzaron a cavar. Por momentos desaparecían en la oscuridad, después los relámpagos los mostraban encorvados, ensimismados en hacer un pozo. Parecía que la lluvia torrencial no les molestaba en lo más mínimo, y tampoco el viento. En ese detalle reparó Enrique. Aquellos piratas pertenecían al pasado. Eran unas apariciones que volvían porfiadas al mismo lugar; la codicia los retenía en este mundo incluso después de la muerte. 

Apenas el tesoro del cofre quedó sepultado, el que llegó primero arremetió contra uno, hundiéndole el sable en el abdomen. Las mujeres dejaron escapar un grito en el refugio. 

El segundo bribón tuvo tiempo de defenderse, y los sables chocaron varias veces. El primer pirata parecía ser más hábil, y su sable encontró al otro, aunque al confiarse ganador, se descuidó un instante después y el herido lo alcanzó también con sus últimas fuerzas. Los tres quedaron tirados en el suelo. Después, tras un momento de oscuridad, ya no estaban.

Los compañeros de Enrique quedaron profundamente impresionados, y no entendían qué había pasado. Las horas que le restaban a la noche fueron horribles, y la tormenta siguió rugiendo todo el tiempo.

La claridad del día abrió las nubes, y cuando el sol terminó de emerger en el horizonte el cielo quedó limpio. El mar se calmó con rapidez, y en la playa volvieron a depositarse con suavidad las olas.

Enrique fue hasta el lugar donde lucharan los piratas, no había ningún rastro, y la tierra donde cavaron el hoyo estaba como si nunca la hubieran removido, tal como él sospechaba.


—¿A dónde se fueron? —le preguntó Maximiliano—. ¿Qué no estaban muertos? ¿Cómo desaparecieron así?  

—Desaparecieron porque ya estaban muertos, eran apariciones —le contestó Enrique.  

—¿Apariciones…? —comentó Estela, que aún estaba encapuchada con bolsas de nylon.  

—Sí, y si no queremos verlos de nuevo, mejor ayúdenme a cambiar el refugio de lugar. También tenemos que juntar agua dulce. Este temporal, ahora que lo pasamos, en realidad fue una bendición, gente. Bueno, a moverse.  

—¿Una bendición esto? —dijo Pablo.  

—Sí, podría ser mucho peor. Ahora vamos con el refugio.

El suelo de la isla era de roca en muchas partes, y en las depresiones se había acumulado agua de lluvia. Como no faltaban botellas plásticas en aquellas playas pudieron aprovisionarse de bastante agua. Al contar con más tiempo armaron mejor el refugio, y lo hicieron lejos del lugar de las apariciones.

La isla resultó ser más generosa de lo que aparentó en la tormenta. Descubrieron unos bananos en el interior, y hasta un árbol de peras, y abundaban las palmeras. Una vez armadas algunas líneas, Enrique comprobó lo ricas que eran aquellas aguas en peces. Con el correr de los días sus compañeros se fueron adaptando y haciéndose más útiles. Por las noches conversaban en torno a una fogata, donde siempre había algún pescado asándose.

Había transcurrido una semana y media desde que pisaron aquella isla, cuando un bote pasó por allí. Se marcharon de la isla con una enorme alegría.

Regresaron un tiempo después, en un bote que Enrique compró. Valía la pena invertir en un bote.  Excavaron en el lugar donde vieron a las apariciones, y, al descubrir un cofre y abrirlo se echaron a reír emocionados. Los piratas les habían robado algunas pertenencias y hecho pasar unos momentos malos, pero gracias a ellos habían vivido una gran aventura, y ahora eran millonarios.

martes, 30 de septiembre de 2025

Cazador De Fantasmas

                           Un encuentro en el monte

Sentí de pronto que no me hallaba solo en aquella parte del monte. Entonces miré hacia todos lados: estaba seguro de que alguien o algo me observaba. Ya había experimentado esa sensación, aunque en casos muy aislados en el tiempo. En una de esas experiencias, caminaba por una calle solitaria por la noche cuando de repente ese presentimiento me hizo voltear hacia lo alto de un muro, y quedé mirando de frente a un gato que me observaba fijamente (en ese momento lo creí un gato, ahora estoy seguro de que era otra cosa, aunque no puedo asegurar qué cosa era). Otra experiencia también me pasó en la calle, de noche, y fue mucho más fuerte.

 Cuando experimenté la misma sensación, giré la cabeza y vi que una mujer me espiaba desde la ventana de una casona; al ser descubierta se hundió en la oscuridad de la habitación en donde se hallaba. Lo extraño de esa situación fue que, aunque la mujer me miraba desde una distancia corta, pues la casa se encontraba muy cerca de la calle, no recuerdo ni un solo rasgo de su cara, la impresión del momento fue que no los tenía, solo su larga cabellera y el contorno de los hombros indicaban que era una mujer.

 Ahora sentía lo mismo y me encontraba en medio de un bosque nativo, y además de la sensación, había pruebas de que alguien había rondado en el lugar, y probablemente no con buenas intenciones. Entre las sombras espesas de los árboles descendían rayos de luz que llegaban hasta las raíces retorcidas del monte, o iluminaban porciones de suelo negro regado de hojas humedecidas. Al prestar atención me di cuenta de que todos los sonidos venían desde lejos. Cantaban tristemente unas palomas, le hacían la competencia unos zorzales, y sonaban misteriosos algunos sabiá, pero todo era lejos de allí, desde distintos puntos del monte.

Escuchando, pude imaginarme la superficie que abarcaba aquella parte silenciosa; mas no hallé una explicación de por qué estaba así, pues el lugar era igual de frondoso y variado que otras partes; pero era un hecho que allí ni las cigarras estaban cantando. Se me ocurrió que la vida evitaba esa parte de la fronda. Enseguida sonreí por haber pensado algo tan absurdo. Igual volví a echar un vistazo girando hacia un lado y luego hacia el otro, pues algo había sentido. 

En ese momento creí escuchar una risa apagada, como disimulada, y me invadió un estremecimiento interior que fue acompañado por un súbito incremento de la atención hacia mi entorno. Inmediatamente después de ese sonido, o probablemente cuando este todavía se mantenía, sopló una ráfaga de viento bastante fuerte y desde las copas que se agitaron llegaron mil rumores, por lo que no estuve seguro de qué era lo que había escuchado.   

Gracias a un fin de semana largo, hacía dos días que me encontraba en la fronda practicando supervivencia deportiva; a esa zona había llegado por la mañana, y era la primera vez que acampaba allí. Pasar unos días en el monte sin mucho equipo y con poca comida, algo nada extremo, pero sí muy vigorizante para el espíritu. Es una forma de revivir el pasado del hombre, cuando dependíamos directamente de la naturaleza para subsistir. 

Pequeñas aventuras que, al diferir completamente con la rutina de la ciudad, dejan grandes recuerdos y hacen más interesante la vida. De esa aventura el recuerdo es terror puro, porque siempre me siento mal al pensar en eso, incluso ahora que ya he pasado por muchas situaciones así.

En esa ocasión había colocado varias trampas primitivas apenas llegué al lugar. Al revisarlas descubrí que todas estaban vacías pero activadas. En cada una de las trampas había un palo o vara colgando del lazo, evidencia de que alguien lo había hecho. Me las habían saboteado, ¿quién, y por qué?, era un misterio. Lo primero que pensé fue en otro cazador, por eso después de observar mi entorno bajé la mirada para buscar huellas. No es raro que los cazadores deportivos no toleren ningún tipo de trampa, aunque considero que cazar para comer es mas natural que lo que hacen ellos, pues muchas veces desperdician las piezas por capturar de mas.

Tras buscar huellas sin suerte volví a donde tenía las trampas. “Si es un cazador el tipo es mas sigiloso que yo, y no deja huellas, o sabe borrarlas bien”, pensé. A la risa disimulada la descarté porque creí que fue el viento, algún chirrido de ramas que mi imaginación algo exaltada en ese momento tomó por risa humana.

De la caza ya no podía esperar nada ese día, pero para obtener comida también tenía otros recursos. Desarmé las trampas, guardé las curdas y los gatillos en mi bolso de cuero, y salí cautelosamente rumbo al campamento. La naturaleza ahora parecía expectante, todo se encontraba quieto. Acampaba en la orilla de un arroyo que corría por el monte. En aquel agua turbia había dejado varias líneas con anzuelos. Al llegar, una de las líneas estaba hacia un costado y la jalaban dando tirones cortos. En el otro extremo se encontraba enganchado un bagre de buen tamaño. Lo maté rápidamente y lo preparé para asar.

Agregué leña y a soplidos reviví la casi extinguida fogata que había encendido a mediodía. Mientras esperaba que el bagre se aprontara pensé de nuevo en el saboteador de las trampas. ¿Andaría por allí o habría huido? Si no se había ido tal vez buscaba problemas. Era raro que pasara algo así pero era perfectamente posible. El mundo está lleno de locos. Razonando eso lamenté no andar con un arma de fuego. Después pensé que estaba exagerando, que tal vez solo había sido alguien que pasó por el lugar he hizo una broma pesada, o un tipo que demostró su disconformidad con ese tipo de caza.

 Mas igual quedé alerta. Cuando estuvo pronto el bagre, lo comí mientras vigilaba disimuladamente los alrededores, el oído atento al menor ruido. A medida que la fronda se ensombrecía se iban callando los cantos lejanos de la mayoría de las aves. Con el aumento de las sombras el silencio de la zona se iba haciendo más profundo.

Cuando arrojé el espinazo del bagre a las cenizas al día le quedaba ya muy poco, y empezaron a anunciarlo a los gritos varios grupos de pavas del monte que desafinaban a buena distancia de mi campamento. En ese momento sentí muchas ganas de irme, mas a esa hora era algo insensato porque debía atravesar mucho monte, varios pajonales medio inundados y después un tramo largo entre acacias llenas de espinas. Y apenas le quedaban unos minutos a la luz del día.

 Atravesar zonas así de noche es un verdadero calvario y puede resultar peligroso. Ahora tenía que aguantar la noche allí, aunque algo me decía que me largara. Experimenté una lucha interior entre hacer caso a mi instinto y huir de un peligro incierto, o quedarme para evitar peligros reales, los de la caminata. Decidí quedarme. Tal vez en realidad no tenía opción, creo que algunas fuerzas ya estaban influyendo en mí.

Aproveché los últimos rayos del sol para juntar mas leña. No pensaba dormir en aquel lugar. Iba a esperar el día sentado al lado del fuego, por eso necesitaba mucha leña, toda la que pudiera juntar. Normalmente hacía fogatas pequeñas, solo lo necesario para cocinar algo o calentar agua. Aquella ocasión era especial porque sentía que entre los árboles rondaba algo.

El arroyo que corría al lado de mi campamento reflejó los últimos rayos del sol y el agua quedó dorada y llena de destellos. Por la tarde había divisado un árbol seco cerca del campamento. Como contra el reloj, quebré y corté rápidamente todas las ramas que pude. Volví con un atado grande sobre el hombro. De a poco la fronda entera enmudeció. Dejaron de gritar las pavas del monte y todo quedó inmóvil, porque hasta el viento se retiró hacia otra parte. 

Rompía el silencio del ocaso algún esporádico silbido de pato que llegaba desde arriba, bandadas de aves que cruzaban en formación por el cielo gris. Cuando la noche desterró del todo a la claridad del día, las llamas de mi fogata arrojaron una luz temblorosa sobre los árboles más próximos; el resto del monte desapareció en una oscuridad casi absoluta, y algo se escondía en esa oscuridad, y seguramente me miraba desde las sombras.

En la naturaleza las noches parecen mucho mas largas aunque se ande acompañado, y eso se acentúa si uno está solo, y para peor, en esa ocasión me sentía observado. Inmóvil frente al fuego, escuchaba con suma atención, y cada tanto encendía la linterna y la apuntaba hacia el origen de algún crujido. Estaba usando una linterna grande y en el bolsillo tenía una pequeña de respaldo que era una linterna táctica muy resistente; a esa, además de usarla en el monte, la llevaba también en el trabajo, era una herramienta obligada en mi viejo oficio. 

Hacía quince años que era vigilante en varios lugares. Aquella linterna, aunque era pequeña, me daba cierta seguridad porque además del uso obvio también servía como objeto contundente si se la empuñaba bien, y había hecho varios cursos de defensa y control de rivales donde se empleaban objetos así. También tenía un cuchillo, mas esa linterna era mi preferida, era una fiel compañera de trabajo. Mas adelante cobró más importancia todavía, porque se convirtió en una herramienta fundamental para hacer algo que jamás imaginé que haría.  

Estando atento en aquel monte de pronto escuché algo: «¡Maldito cazador!», dijeron desde la espesura. Me puse en pie de un salto. Era una voz cavernosa, sonaba muy agresiva, tenía algo de arrastrada, como acompañada de un siseo «¡Tendría que destriparte como a un animal!», dijo después «¡Habría que colgarte del cuello!». Lo más aterrador de aquellas amenazas era que la voz se desplazaba rápidamente por el monte cercano, pero no escuchaba pasos, y circulaba por zonas donde una persona no podría hacerlo por lo tupida de la vegetación.

 Lo que andaba allí atravesaba ramas y troncos sin hacer ruido. La voz hizo que se me erizara la piel, y después un escalofrío recorrió mi espalda subiendo lentamente desde la base de la columna. Lo que me amenazaba iba de un lado para el otro, la voz se desplazaba como si atravesara todo, y así era. No cabía otra explicación, era un fantasma. Repentinamente una cara asomó entre la espesura de unas ramas justo cuando las estaba iluminando. No tenía cuerpo.

 Era un rostro humano pálido y sin cabello que me miraba con un profundo odio. «¡No deberías andar por aquí, asesino!», afirmó el fantasma.    Mi cuerpo reaccionó ante la presencia sobrenatural que me miraba malignamente desde el follaje; podía sentir como mis cabellos estaban erizados, el corazón quería descontrolarse, daba unas palpitaciones fuertes, después otras mas suaves y lentas, y entre ellas volvían algunos golpes fuertes; me latía de forma muy irregular. El fantasma parecía sentir como se me alocaba el corazón, porque con los latidos mas irregulares sonreía con malicia.  Entonces comprendí que podía morir de terror.

Mi fuerte instinto de supervivencia tomó el control. Ante una amenaza real se puede huir o pelear, nuestro instinto decide, aunque si la voz de este no es muy fuerte uno puede quedar paralizado. ¿Pero qué hacer ante un fantasma? Como él me hablaba, creí que lo mejor era enfrentarlo con palabras; en ese momento me pareció algo muy lógico, como si ya lo supiera. El terror había cedido de pronto ante un tipo de coraje, el que surge cuando la vida está en peligro, y al miedo lo substituyó un estado mental profundamente concentrado, tan intenso que era nuevo para mí. Respiré hondo unas veces y después grité:

—¡El que no tendría que estar aquí eres tú! ¡Los muertos no deben andar molestando a los vivos! ¡Vete de aquí!

—¡Maldito cazador! —me respondió el fantasma—. ¡Habría que despellejarlos a todos, así como ustedes despellejan a los animales!

—¡Lo que yo hago es lo mas natural, es parte del siclo de la vida! ¡En la naturaleza los animales se cazan unos a otros, y los seres humanos somos animales! ¡No existiríamos como especie si no fuera por la cacería! ¡Los que destruyen la naturaleza no son cazadores como yo!

—¡Todos ustedes están contra la naturaleza! —exclamó retorciendo su cara horriblemente— ¡Está en armonía con ella quien no daña a ningún ser vivo!

—¡No! —objeté—. ¡Los que piensan así nunca están conectados con la naturaleza, carecen de instinto, por eso la cacería les parece algo antinatural! ¡Y por eso, aunque estén años explorando un ecosistema, nunca dejan de depender de ex cazadores y guarda parques! ¡Ustedes se creen superiores a los animales, los que cazamos, no! ¿¡Y si estabas en armonía con la naturaleza, por qué moriste aquí!? ¡Y ahora eres una cosa antinatural que espanta a los seres vivos! ¿¡No ves como todo se aleja de esta zona!? ¡Tú no deberías estar aquí, tu presencia contamina el lugar, ya no eres de este mundo! ¡Vete de aquí!

Aquella cara sin cuerpo hizo un gesto de asombro y luego desapareció como si algo la hubiera succionado. Permanecí en estado de alerta máxima no sé cuánto tiempo. Cuando escuché a unos pájaros nocturnos cantando cerca estuve seguro de que el fantasma ya no me iba a molestar mas. Partí apenas amaneció.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Visita a unos Parientes y Descubre Que

                                     Ven a La Casa

Cuando Julián llegó al campo, ya era noche cerrada. El camino de tierra estaba más angosto de lo que recordaba, y los árboles parecían haber crecido hacia adentro, como si quisieran tragarse el camino. Llevaba años sin visitar a sus tíos.  Desde que se mudaron a esa zona apartada, donde no llegaba ni señal ni transporte alguno, él solo los había visitado una vez.

Finalmente llegó, ya con el corazón angustiado por la atmósfera extraña del paisaje. La casa estaba ahí, pero no era la misma.  La fachada tenía grietas que parecían cicatrices, y en esas grietas crecían unos curiosos hongos marrones, con forma de trompeta.  

Las ventanas estaban cubiertas con cortinas negras, todas rasgadas, y la luz que salía por debajo de la puerta era de un tono rojizo, que parecía ser de un fuego, pero, no temblaba o vacilaba como lo haría la luz de una llama. 

Golpeó varias veces, cada uno de los golpes con menos energía, porque ya no sabía si querían que lo atendieran. Crecían en él las ganas de largarse, no entendía bien por qué.  

La puerta se abrió sola, con un rechinido largo. Adentro, sus parientes lo esperaban.  Pero no eran sus parientes, ya no.

Su tía Clara tenía los ojos demasiado abiertos, como si no parpadeara desde hace días.  Su tío Ernesto sonreía sin mover los labios.  Y los primos… los primos no hablaban, solo lo miraban, todos al mismo tiempo, como si estuvieran unidos por hilos invisibles.

—¿Julián? —dijo Clara, con una voz que parecía venir de debajo de la casa—. Qué bueno que viniste. Ya casi es la hora.

—¿La hora de qué? —preguntó, con voz temblorosa y sin entrar del todo.

—De que te reconozca la casa.

Julián sintió un escalofrío.  La casa olía a humedad, pero también a algo más… como carne vieja.  En las paredes había fotos familiares, pero los rostros estaban raspados.  Solo quedaban los ojos, y todos los ojos lo miraban.

—¿Dónde está el perro? —preguntó Ernesto, sin mover la boca.

—No traje perro —respondió Julián, aunque no sabía por qué lo decía.

—Siempre traes perro —dijo Clara—. Pero esta vez no. Esta vez viniste solo. Esta vez la casa puede comerte sin testigos. No le gustan los animales.

Julián retrocedió, pero los primos ya estaban detrás de él.  No se movieron, solo estaban ahí, como si hubieran aparecido sin caminar.

—¿¡Qué les pasa!? ¿¿Qué es esto!? —gritó.

—No somos nosotros —dijo Clara—. Somos lo que quedó cuando la casa nos tragó.  

—Y ahora quiere tragarte a vos —agregó Ernesto.

La luz roja se volvió más intensa.  Las cortinas se movieron sin viento, y desde el piso, empezó a subir un murmullo, como si la casa estuviera hablando, como si la casa tuviera hambre.

Julián corrió, pero el camino ya no estaba.  Solo había árboles, y entre los árboles, más casas, todas iguales, todas con luz roja, todas con parientes que no eran parientes.

martes, 2 de septiembre de 2025

Cuento sobre una escuela aterradora

 Las escuelas embrujadas. Se dice que la energía de los niños puede atraer a seres del otro mundo. Entes que se alimentan de ella como parásitos, o viejos fantasmas que encuentran un lugar entre sus muros. Si a este ambiente le sumamos un escenario rural, el resultado puede ser algo muy intenso. Fernando lo probó en carne propia.

                                    La Escuela Silenciosa  

Fernando era inspector de salubridad. En Uruguay, donde algunos niños almuerzan en las escuelas, su trabajo implicaba revisar cocinas, depósitos y comedores. Aquella tarde debía visitar una escuela rural, perdida entre cerros y campos, toda una hora conduciendo por un camino de tierra, y en malas condiciones.

El auto se le atascó en el barro. Fernando apoyó la cabeza en el volante y respiró hondo. Eso lo iba a retrasar más. Y el clima no le iba a facilitar las cosas. Una tormenta se anunciaba con relámpagos lejanos, y un cielo que iba tomando un tono verdoso, muy preocupante. Cuando logró avanzar, ya caía la noche y los relámpagos iluminaban más, y el campo se sacudía inquieto, y hasta la soledad parecía haber huido hacia otro lado. 

Al llegar, la maestra y la cocinera estaban por irse. Le explicaron que no podían quedarse —la tormenta, el camino, la falta de señal— y le señalaron dónde estaba la llave escondida. Se despidieron rápido.

La escuela tenía dos edificios: uno moderno, con el salón principal, y otro más antiguo, una casa de paredes gruesas donde funcionaban la cocina y el comedor. Fernando entró. Se escuchaba la tormenta afuera, pero dentro dominaba un silencio extraño. Primero avanzó algo temeroso. Hizo un esfuerzo para concentrarse y comenzó su inspección. Revisó la cocina, la despensa, tomó notas. Todo estaba en orden. Afuera, la lluvia golpeaba como si quisiera entrar. Las paredes temblaban con los truenos, y fuera el viento aullaba horriblemente en algún lugar. 

Cuando se disponía a irse, escuchó ruidos en el ala vieja. Voces tenues, murmullos, donde hacía un momento solo había silencio. Ahora se escuchaba como si una clase estuviera en curso. Había algo inquietante en aquellos sonidos. Parecían venir de allí pero, a la vez sonaban como ecos lejanos y apagados. Dudó. No podía ser, ya se habían ido todos. Pero no podía irse sin investigar. Se acercó. La mano le temblaba cuando abrió la puerta.

Dentro, había niños sentados en pupitres, unos asientos muy antiguos y destartalados, con telas de araña y polvo. Esos niños voltearon hacia él. Entonces notó que no tenían boca. Solo piel lisa donde debía haber labios, dientes, palabras. Al fondo, la maestra. Un cuerpo huesudo, con piel seca como papel y escasos cabellos grises que flotaban de forma fantasmal. Lo miró. Lentamente se llevó un dedo a la boca arrugada y susurró:

—Ssshhh.

Fernando corrió, aterrorizado. No cerró la puerta, solo escapó.

A la mañana siguiente, no podía dejar de pensar en aquella puerta que dejó abierta, con la tormenta feroz que azotaba esos campos. Temía que hubieran estragos, cosas rotas. Se decidió y llamó a la escuela. Antes que él pudiera decir algo, atendieron y susurraron:

—Ssshhh.

Cuento de escuelas embrujadas. 


domingo, 17 de agosto de 2025

Miedo a Los Hospitales

 ¡Hola gente! Es siguiente cuento de terror va de hospitales embrujados, o podríamos decir solo hospitales, porque creo que todos deben estar embrujados 😜 Aquí les transmito un miedo personal, de los pocos que tengo. Tampoco me agradan los payasos 😱 Pero claro, cuando hay que ir se va. Por favor, no dejen de asistir al médico. Solo no se desvíen por pasillos solitarios. 😁 


                          El Último Hospital

Me alimento de forma sana, hago caminatas, y algún que otro malestar que he tenido a lo largo de los años, me lo he curado con remedios naturales, con plantas. El día que tenga una enfermedad complicada, moriré; porque mientras me quede algo de fuerza y mi familia cumpla mis deseos, no voy a volver a pisar un hospital.

 Tomé esa decisión hace muchos años, cuando me pasó algo aterrador en uno de esos lugares. Por esas fechas yo era muy joven, y hacía un par de años que me había mudado a una ciudad junto a mis tíos, que eran una pareja ya veterana y sin hijos.

 Un día mi tío tuvo un accidente en el trabajo, un accidente muy serio, y fue a parar al maldito hospital aquel. Mientras estuvo grave no tenía caso visitarlo, no estaba consciente. Mi tía, una mujer muy menuda y arrugada, pero trabajadora como pocas, iba y venía de la casa al hospital, aunque iba allí solo para quedarse sentada esperando alguna buena noticia, y temiendo la peor. 

Cuando lo pasaron a otra sala, estando ya un poco mejor, ella empezó a cuidarlo por las noches. Yo no lo iba a visitar porque mi tía decía que aquello era un caos, además de un lugar muy deprimente, y que yo tenía que concentrarme solo en los estudios.

 Aunque hacía algunas tareas de la casa, además de estudiar, sentía que estaba haciendo poco, por eso insistí que podía cuidarlo algunas noches. Finalmente ella, cuando ya no pudo disimular su cansancio, aceptó. Mucho les debo a mis tíos, pero ojalá que no me hubiera ofrecido. Iba a pasar la primera noche en el hospital, un edificio muy viejo y grande que solo había visto desde afuera. 

Como todo el día había estado nublado. Mi tía, buscando en un rincón oculto de su cartera, sacó unos billetes arrugados y me los tendió diciendo que tomara un taxi. Me negué, no era una época para estar gastando en taxis. Salí al atardecer, bajo amenaza de mal tiempo. Ahí el clima era muy seco, pero cuando llovía lo hacía con ganas. Y la lluvia no vino sola, vino con mucho viento. 

Apenas empezó a caer un verdadero diluvio, la ciudad se oscureció tanto que se encendieron las luces. Enseguida, en los bordes de las calles se formaron arroyos amarillentos, y los autos pasaban salpicando agua hacia los costados, casi como si fueran lanchas. El viento se ensañó con mi paraguas, lo volteó y después me lo arrancó de las manos, y allá salió volando como llevado por un fantasma burlón, y desapareció detrás de unas casas. 

Entré al hospital empapado. Creí que iba a llamar la atención, pero entre esa pobre gente no desentonaba ni un poco. Toda una escena se desarrollaba bajo la luz blanca de unos tubos que pestañeaban como amenazando apagarse. Era una sala de espera grande con bancos a todo lo largo de las paredes. Algunos apenas levantaron la vista para mirarme, con ojos cansados parecía, y volvieron a estar cabizbajos, seguramente pensando en sus problemas. 

Había charcos bajo los pies, y algunos se iban uniendo en uno más grande que iba hacia el centro de la sala; y unos niños pequeños jugaban peligrosamente a pasar encima de éste, y hacían rezongar a sus madres. Varias personas tosían, otras hablaban en voz baja con quien tenían al lado, y una muchacha, que a las claras también había sido víctima de la lluvia, peinaba su cabellera larga como si estuviera en su baño. Un niño que tenía al lado le quería decir algo, pero ella no le daba importancia. 

Todo esto envuelto en ese olor que tienen los hospitales. El compromiso que sentía con mis tíos apenas fue más que las ganas de largarme de allí. Atravesé esa sala de espera, y enseguida hallé una ventanilla donde daban información. Mi tía me había explicado dónde estaba la sala, pero quería estar seguro. 

Hice bien, porque una señora me indicó algo diferente. El lugar era grande y casi laberíntico, y los tubos de luz pestañeaban y zumbaban con su amenaza de apagarse. Y yo que doblaba aquí, después allá, apareciendo siempre en un nuevo pasillo, y confundiendo mi sentido de orientación, que nunca fue muy bueno.

 Finalmente, al doblar en otro corredor hallé a un policía. Le dije que venía a cuidar a alguien; éste, sentado en un banco y sin dejar de sorber su café, me señaló hacia donde ir con el pulgar. Entré a la habitación. Había varias camas y todas estaban ocupadas. Lo buscaba con la mirada cuando vi a mi tío levantándome la mano. Lo noté bien de ánimo, a pesar de tener una pierna y un brazo enyesados.

 “Esto me pasó por bobo”, me dijo señalando con la mirada sus yesos. Sí, tienes razón, le dije para bromear. Él se rio, pero algo que le dolió lo hizo parar y arrugó un poco más su frente. Al lado de cada cama había una silla. Hablamos en voz baja, y de forma entrecortada, porque se dormía por momentos. 

Cuando vino una enfermera a avisar que estaban por apagar la luz, mi tío dijo que saliera al corredor, que el banco que había en el iba a ser más cómodo, que él estaba bien, y que de nada servía que me quedara en aquella silla escuchándolo roncar. Salí al corredor y probé el banco. No iba a poder dormir allí, pero iba a estar más cómodo. 

Ahí el tiempo parece que empezó a dilatarse. Fuera seguía la tormenta. Cada tanto retumbaba un trueno, o rayo lejano. La lluvia quería entrar por una ventana alta que tenía a mis espaldas, y golpeaba el vidrio casi como si fuera granizo. Deseaba que alguien pasara por allí para preguntarle la hora. Nunca usé reloj, y esto pasó mucho antes de la época de los celulares, además quería hablar con alguien. 

Y la noche que parecía eterna. Llegué a entretenerme algo con el retumbar de los truenos. Ahora viene uno, ahora, ahora... ahí está, y el inmenso edificio temblaba. Y de pronto todo empeoró, se apagó la luz del corredor. Casi se me corta también la respiración, contuve el aliento un instante. Expectante, esperaba que de un momento a otro volviera la luz. 

Entonces supe que a la tormenta se le sumaban ahora relámpagos. Cada pocos segundos aparecía frente a mí un gran cuadrado de luz en la pared, también había otros a lo largo del corredor. Aparecían un instante dibujándose claros en la pared y aportando algo de luz al corredor, y después volvía la más absoluta oscuridad. Hallé raro que no tuvieran un generador de emergencia.

 Después pensé que tal vez un hospital tan pobre, sí tenía algún generador chico, en caso de corte de luz lo usaban solo para algunas partes esenciales del lugar. Entonces tenía que quedar en aquella oscuridad hasta que volviera la energía eléctrica, pero eso cuándo sería. 

Consideré que en esas condiciones algunas enfermeras tenían que hacer una ronda. Como respondiendo a ese pensamiento, otro relámpago que dibujó cuadrados de luz en la pared me mostró efímeramente a una mujer que venía por el pasillo. Por el perfil me pareció que era una enfermera. Mas lo raro era que no llevaba una linterna ni nada luminoso para ver por dónde iba. Cuando volvió la oscuridad absoluta y desapareció en ella, hice un esfuerzo por escuchar sus pasos.

 Nada, solo los ruidos de la tormenta allá afuera. De repente, otro relámpago, y la vi pasando frente a mí. No pareció notarme, solo siguió avanzando con pasos rígidos y muy lentos. Ahora contuve el aliento, pero intencionalmente. No fuera a ser que aquello girara hacia mí. 

Después de una nueva oscuridad, por cómo se movía la imaginé a solo unos metros de mí; pero un nuevo fogonazo de la tormenta la mostró mucho más lejos, ya a punto de doblar en otro corredor y desaparecer. Lamento decir, que en ese momento me olvidé del tío. Necesitaba salir de allí. Aquello era muy raro. 

Al ponerme de pie, deseé tener alguna fuente de luz, y no depender solamente de los aislados relámpagos. Me di con la palma en la frente. Siempre andaba con un encendedor y no lo había recordado. Con la llama inquieta de mi encendedor abriendo camino en las tinieblas, quise recorrer los mismos pasillos que me llevaron hasta la sala de mi tío, pero ahora en sentido contrario. Pero esta vez no encontré al policía, de hecho, girando con la llama adelantada, me pareció que no era el mismo lugar.

 Pero después de unos pasos más creí reconocer el pasillo. Hice una pausa en la oscuridad porque el encendedor ya estaba calentando mucho. No entendí cómo no pasaba alguien por mí, aunque al instante pensé, que si iba a ser como aquella extraña enfermera, o fantasma de enfermera, mejor que no pasara nadie. 

Reanudé la marcha. En encendedor todavía estaba algo caliente pero lo soportaba. Ahora de nuevo me parecía un lugar diferente. ¿Qué pasaba allí? Parecía que avanzaba por un edificio abandonado. ¿Y la gente, y los ruidos? Seguí caminando ya sintiéndome completamente perdido. Halle una puerta. Después de un momento de indecisión la atravesé. 

Era una habitación pequeña, seguramente donde tomaban una pausa las enfermeras o los doctores, porque había una cafetera, tazas, varios frascos y una cocina chica. Temí que me encontraran allí, porque evidentemente era un lugar reservado solo para los que trabajaban en el lugar. En el otro extremo había otra puerta.

 Decidí seguir avanzando porque atrás solo estaban los confusos corredores que no quería volver a recorrer. La segunda puerta también se encontraba abierta. Me sentí como un ladrón andando donde no debía. Atravesé otro pasillo corto, hasta que me topé con una nueva puerta. Antes de abrirla hice otra pausa porque ya sentía mucho calor en los dedos. Cuando intenté iluminar la oscuridad de nuevo, el encendedor ya no prendió.

 Pero la piedra todavía daba chispazos, y con esa minúscula luz tan fugaz, fui a dar a otra sala. Unos relámpagos entraron por dos ventanas altas. Por un instante, vi unas hileras de camas, o cosas que parecían serlo, y tuve la impresión de que todas estaban ocupadas. 

Pensé que había ingresado a una sala como la de mi tío, pero más amplia. Otro relámpago y otra visión fugaz. En el otro extremo había una puerta grande dividida al medio y con una ventana en cada parte. No quería despertar a nadie y que se alarmaran, mas no iba a volver, prefería atravesar el lugar y ver dónde salía. La oscuridad ahora era total. 

Esperé otra serie de fogonazos de la tormenta, para no alertar a nadie con los chispazos de mi encendedor. No fueran a pensar que un loco andaba allí queriendo prenderle fuego a algo. Pero la luz esperada no vino. No podía avanzar así. Si me desviaba solo un poco podía chocar contra una cama. Estando en esa oscuridad de repente me sobresaltó una voz como de anciano: “¿Qué estás haciendo aquí, joven?”, me interrogó esa voz quejosa.

 Me dio un susto tremendo. Supuse que me había visto con los primeros relámpagos. Temí que al hablar despertara a otros; mas si no le contestaba el viejo podía alarmarse más y gritar o algo, así que le hable en voz baja, esperando que el anciano igual pudiera escucharme: 

—Ay corte de luz, don, y buscando la salida me perdí en un pasillo. 

—No es bueno que estés aquí. Vete ahora—me dijo con un tono como de consejo. 

—Que se quede con nosotros—sonó de pronto otra voz, esta de anciana, y me pareció que con mucha malicia.

 —Sí, que se quede. Ven aquí—intervino ahora otro hombre, éste con un tono grave y autoritario. 

La cosa se estaba complicando, aquella no era la reacción de unos enfermos corrientes. Se me ocurrió que me había metido en psiquiatría, aunque era raro que estuvieran todos juntos; pero enseguida recordé la pobreza del hospital. 

Cuando volvieron los relámpagos noté que algunos ya se estaban irguiendo en sus camas. Tenía que largarme de esa sala. Regresó la oscuridad absoluta. Con la imagen de la salida todavía fresca en mi retina, di unas zancadas hacia ella ya algo desesperado. Por eso grité cuando una mano fría me tocó la cara, y sentí que otras manos me arañaban la camisa y un brazo.

 Entonces el instinto de conservación tomó el control de mis acciones, y empecé a tirarle golpes a la oscuridad. Esto es muy acertado, porque no le di a nada sólido. En ese momento el más puro terror se hizo presente. ¡¿Acaso esos locos veían en la oscuridad?! ¿Cómo pudieron apartarse a tiempo?

 Desde que di el grito al sentir la mano fría, hasta que empecé a preguntarme sobre la naturaleza de los que me rodeaban en la oscuridad, debe haber pasado solo un momento muy corto, pero mis sentidos estaban alterados, porque me hallaba en modo supervivencia, por eso cada segundo me parecía un minuto, y de terror. 

De repente me encandiló una luz, una que venía de una ventana de la salida, y no era un relámpago. La luz me seguía examinando, entonces, interponiendo mis manos para que no me encandilara más, avancé hacia ella, empujé la puerta saliendo abruptamente del otro lado, y al hacerlo por poco no me matan.

 Ahora eran dos luces las que me daban en la cara, y pude distinguir que eran las linternas de dos policías. Los tipos, apuntándome con sus armas y gritándome con unas voces agudizadas, evidentemente por el miedo, me ordenaron que no avanzara más. Levanté las manos inmediatamente.

 Las luces me siguieron examinando, se acercó uno al otro y susurraron algo, y finalmente uno me preguntó: 

—¿Qué estabas haciendo ahí dentro? 

—Después del corte de luz busqué la salida y me perdí—les dije con toda sinceridad, y continué— Fui a dar a esa sala de casualidad, solo buscaba la salida, y al atravesarla los locos, digo... los pacientes me quisieron atacar. 

—¿Pacientes? Muchacho, ahí no hay pacientes. Pero en una noche así, y conociendo la fama de este lugar, te creo que intentaron atacarte. Mira dónde estabas —me dijo finalmente, y apuntó el haz de luz de su linterna hacia un cartel que estaba encima de la puerta. 

Volteé, y allí decía: Morgue. Ahí el terror me mordió con más fuerza todavía. No quería, pero debía asegurarme. Uno de los policías me prestó su linterna y espié por la ventana. La luz pasó por varias camillas que tenían muertos embolsados o cubiertos por sábanas. Me acompañaron hasta la salida. Mientras avanzaba empapado por la tormenta me hice ese juramento. Nunca más pisaría un hospital.




martes, 12 de agosto de 2025

Cuentos Rurales De Terror

 ¡Saludos gente buena! Hoy subo unos cuentitos de terror rural. Los campos y bosques se prestan para que surjan historias de misterio y terror, reales o no. Vamos a ellos.


                              Campamento De Terror

Mi habilidad de despertarme a voluntad durante un mal sueño, me hizo pasar un momento de puro terror en aquel campamento.

Esa vez éramos siete campistas y surcamos el río en tres lanchas. El viaje fue completamente normal. Los surcos que las lanchas dejaban en el agua se iban ensanchando, y después golpeaban las orillas o agitaban marañas de camalotes. En ambas riveras se levantaban oscuros montes, y en las playas deambulaban garzas que partían volando cuando nos acercábamos, mientras en el cielo cruzaban todo tipo de bandadas.

Llegamos al campamento. Era la primera vez que íbamos allí. Llevábamos, para mi gusto, demasiadas cosas. Cuando terminamos de bajar todo, ya el sol había descendido hasta un horizonte rojo que se extendía sobre el monte de la otra orilla. Y todavía había que armar la carpa, una grande que daba para los siete. Todos ayudamos a preparar la cena y encender la fogata.

Ya con algo de hambre y bastante cansado, ni intenté pescar, lo dejé para cuando amaneciera. La cena fue, como siempre, muy amena y abundante. Después de cenar nos sentamos rodeando la fogata, y diferentes conversaciones avanzaban, se desviaban y casi siempre terminaban en risas. Todo muy agradable. Solo había algo que me incomodaba un poco. Por la falta de tiempo no había explorado la zona como acostumbro.

El lugar del campamento era bastante reducido. Enseguida de ese pequeño puerto despejado, empezaba un monte enmarañado que apenas tenía algunas entradas, tal vez unos comienzos de senderos que llevaban quién sabe a dónde, o eran simples aperturas que terminaban a pocos metros, no lo sabíamos.

El frío ya se estaba haciendo incómodo cuando todos decidimos acostarnos. Como habíamos llevado bastante leña y de la buena, alimentamos la fogata. No fuera a ser que algún animal se arrimara hasta allí a merodear, atraído por el olor a la comida.

Mis compañeros se metieron en sobres de dormir, yo quedé sobre el, porque sabía que de madrugada me iba a dar calor.

Nos encontrábamos en un área bastante remota, muy alejada del caserío más cercano, y el monte que empezaba allí tenía seguramente varios kilómetros de ancho. Por eso el silencio era casi absoluto. Solo cada tanto cantaba algún pájaro nocturno, algunos grillos o croaban los sapos. Más avanzada la noche, fuera no se escuchaba nada. Dentro de la carpa algunos roncaban y otros resoplaban pesadamente. Me dormí. Empecé a soñar y no eran sueños agradables. Íbamos, como por la tarde, surcando el río en las lanchas, pero de pronto se detuvieron, como frenadas por algo. Seguidamente se escucharon chapoteos en las orillas, giramos las cabezas hacia esos ruidos y vimos que eran cocodrilos gigantescos que se tiraban en dirección nuestra, y desaparecían en el agua, o se veían sus enormes lomos moviéndose en nuestra dirección.

Cocodrilos en Uruguay. La situación me resultó irrisoria, porque sabía que era un sueño. Es normal para mí tener muchos sueños lúcidos, y los que no empiezan así, en algún momento tomo consciencia y pasan a ser lúcidos también. Durante este pensé quedarme y enfrentar a los cocodrilos junto a mis amigos, pero noté que en el bote no había nada con que defenderme, y aunque hice un esfuerzo, no pude hacer que apareciera algún arma. Mejor me despertaba.

Desde niño, en los sueños, podía despertarme a voluntad. Creo que a temprana edad casi todos pueden hacerlo, mas después se pierde esa habilidad. Pero ahora hice un esfuerzo, y nada. El agua explotó alrededor de las lanchas y emergieron las cabezas monstruosas de los cocodrilos. En un instante solo veía dientes y el interior de la boca de uno de los reptiles de aquella pesadilla. Entonces usé toda mi voluntad, y al fin pude despertarme.

En la oscuridad de la carpa todos dormían respirando pesadamente, como inquietos, me dio la impresión. Me enderecé hasta quedar sentado, ahora tendiendo mis sentidos hacia afuera. Allí había un grupo que parecía estar jugando entre risas agudas y chillonas. Alarmado, observé el interior de la carpa. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y confirmé que estaban todos. Además aquellas risitas eran muy chillonas.

La carpa tenía una especie de ventana baja de material transparente. Anduve sobre mis manos y rodillas hasta asomarme furtivamente. Eran, creí en un primer momento, cuatro niños bastante pequeños que jugaban en derredor de la fogata. Juego no sería la palabra exacta, porque blandiendo ramas encendidas a modo de garrotes, se golpeaban con ellas mientras se movían con rapidez, saltando de un lado al otro y chillando.

De repente quedaron quietos y voltearon hacia mí a la vez, y pude ver, horrorizado, que parecían ancianos deformes, con algunos rasgos de animales, principalmente las orejas. Entonces, de la nada, uno de ellos apareció frente a la ventana, muy cerca de mi cara.

Le agradecí después a mis trotes diarios. Si mi corazón no estuviera sano no hubiera soportado tanto terror. Sí me desmayé, volviendo a la consciencia no sé cuánto rato después. Fuera ya no se escuchaba nada y mis amigos parecían dormir mejor. Esperé el amanecer.


Lo que sucedió después solo confirma que lo que vi fue real. La fogata, ya apenas humeando, estaba toda desordenada y había leña a medio quemar por todo el campamento. El desconcierto fue grande para mis amigos, porque nos conocíamos hacía mucho, y nadie creía que alguien del grupo fuera capaz de hacer algo tan irresponsable y peligroso. Después empeoró, cuando uno de ellos recordó la horrible pesadilla que tuvo, una pesadilla con cocodrilos en aquel río, y enseguida todos dijeron soñar con lo mismo. 

Nos fuimos apresuradamente de aquel campamento de terror. Para mí fue peor. Hubiera preferido solo sufrir la pesadilla, y no haber perturbado a aquellos seres endemoniados.



                             El Fantasma De La Laguna

La luna estaba quieta en la superficie del agua, y el pescador que se encontraba sentado en la orilla estaba igual de inmóvil. El arroyo allí formaba una pequeña laguna que estaba rodeada de árboles. La orilla opuesta a donde esperaba inmóvil el pescador, era una barranca alta que en un costado tenía un sendero angosto e inclinado que permitía llegar hasta el agua. Todo estaba envuelto en luz lunar y en quietud, quietud de noche calurosa y agobiante. 

Ni un grillo cantaba esa noche y ni una rama se agitaba, como si la luz de la luna paralizara todo. El pescador se encontraba sentado entre dos árboles y detrás de él palidecía un campo vasto que parecía reflexionar en silencio como todo en esa noche. 

El pescador estaba concentrado en una boya que flotaba inmóvil cerca del reflejo de la luna. El final del sendero que subía por la barranca, no se veía desde la ubicación del pescador, porque allí el tronco de un árbol que había crecido peligrosamente contra el borde le obstruía la vista.

 En ese lugar, detrás de ese tronco se movió algo que lo hizo apartar la vista de la boya. El movimiento era una cabeza de hombre asomándose detrás del árbol. Se asomó un poco más y espió toda la laguna moviendo lentamente la cara. Después apareció el resto del cuerpo y empezó a bajar con cuidad por el sendero. No tenía calzado ni camisa, solo vestía con un pantalón corto.

 El pescador supuso que el tipo había dejado el resto de la ropa arriba de la barranca. No le agradó la idea de que alguien viniera a importunarlo, el lugar era muy pequeño y le iba a espantar los peces. Estaba por decirle algo pero quedó callado al notar una cosa. El tipo sin camisa volvió a mirar todo pero pareció no notarlo aunque su mirada pasó por donde él se encontraba. Tenía que notarlo perfectamente entre los dos troncos de los árboles.

 ¡Y si aquel era un fantasma! Había escuchado que un tipo había muerto ahogado hacía unos años allí mismo, y sabía, por algunos relatos y cuentos, que hay noches donde los fantasmas repiten lo que hicieron antes de morir.

 Pero el que estaba del otro lado no se tiró al agua, se abrazó como si de pronto sintiera frío, volvió a mirar hacia todos lados y después subió raudamente la barranca. No lo vio llegar pero ahora sí lo divisó alejarse del arroyo. No era un fantasma. El pescador volvió a mirar la boya y la noche siguió serena y misteriosa.

El tipo que había ido hasta aquella orilla, se alejó del lugar sacudiendo la cabeza y pensando que intentar bañarse allí, de noche, fue una muy mala idea. Se contaba que en el lugar habían muerto dos personas: una ahogada, y otra, un pescador, fue hallado muerto en la orilla.

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                                        El Misterio Del Lago

Cuando al fin llegamos a nuestro destino miré la extensión del lago y enseguida me eché a reír frente a la cara de Eduardo. El sonreía y asentía con la cabeza como diciendo, bien, ríete nomás pero ya vas a ver. Habíamos recorrido un monte tupido e intrincado plagado de tábanos y mosquitos

Entre arbustos con espinas y suelo lodoso, varias veces vimos a una víbora desapareciendo entre las raíces expuestas de algún matorral, o veíamos alguna deslizándose en espiral entre las ramas. Y por el camino casi nos topamos con una piara de jabalíes. Gracias al susto que nos dio escuchar a aquella tropa quebrando monte hacia nosotros, nos subimos a un árbol como monos y desde arriba vimos pasar a jabalíes de todos los tamaños. 

Y después de todos esos inconvenientes el tal lago resultaba ser una laguna de no más de doscientos metros en la parte más larga. 

Pensé que aparte de algunos peces lo más que podría haber allí eran sapos y ranas grandes, si es que había. Eduardo, aún sonriendo, sacó un enorme rollo de piola de su mochila, después le agregó una plomada grande en uno de sus extremos y tras revolear varias veces aquello lo arrojó al agua lo más lejos que pudo.

La plomada cayó pesadamente en la superficie, la piola se hundió y los rollos empezaron a desaparecer. Dejé de reír y después se me terminó hasta la sonrisa cuando aumentó mi sorpresa. Ahora era Eduardo el que dejaba escapar una risita. Los rollos de piola siguieron desapareciendo y desapareciendo. Era absurdo que fuera tan profundo pero la prueba era contundente. 

La línea hubiera desaparecido toda en el agua si Eduardo no hubiera pisado el otro extremo con el pie, y medía setenta metros y por cómo quedó la piola, no llegó a tocar el fondo. Ahora miré el agua con algo de preocupación. 

Ya no me parecía tan improbable que allí viviera un animal gigante y desconocido. Eduardo había encontrado ese lugar de casualidad. Se perdió en aquel monte mientras estaba cazando y buscando una salida desembocó allí. En ese sitio se subió a un sauce alto que estaba bien contra la orilla, y desde la altura divisó un cerro lejano que lo ayudó a orientarse. 

Como no se había apartado tanto como creía y el lugar le pareció muy lindo decidió probar su suerte y pescar en él un rato. Le gustaba salir bien preparado y siempre llevaba algún aparejo. Se impresionó al ver que el aparejo no tocaba el fondo. Cuando estaba mirando la extensión del lago de repente algo enorme rompió la superficie y se elevó desplazando y salpicando una enorme cantidad de agua. 

Aunque aquello era gigantesco no llegó a verlo bien porque cuando el agua explotó al subir la cosa él por reflejo se agachó cubriéndose la cabeza con las manos, y enseguida el instinto de supervivencia lo dominó y se alejó corriendo hacia el monte. Aunque se asustó mucho ese encuentro se tornó una obsesión para él y retornó varias veces pero no volvió a ver al gigante. Y naturalmente, nadie le creía. Yo fui el único lo suficientemente curioso como para acompañarlo. Él me invitó porque yo tenía una cámara que filmaba bajo el agua. 

—Saca el bote y vamos a empezar a inflarlo —me dijo después de aquella prueba.

—Espera, espera. Francamente no te creía que fuera tan profundo, y mucho menos que hubiera algo gigante aquí. Pero ahora, no sé... un pequeño lago como este no puede tener esta profundidad.

—¡Aja! Así que ahora sí me crees. Te lo dije, este lugar no es uno cualquiera.

—Sí, bien, reconozco que algo muy grande perfectamente puede vivir aquí; pero algo tan grande como dices qué podría comer aquí. Digo, peces hay sin dudas, pero se los acabaría en poco tiempo. Para algo gigante esto sería solo un pozo.

—Por eso se me ocurrió una cosa. Tal vez esto es solo la salida de un lago subterráneo inmenso y más abajo hay más recursos, tal vez otros animales grandes. He investigado y resulta que los lagos y ríos subterráneos son mucho más grandes que los de la superficie. Por qué la vida, que conquista todos los rincones que puede, no va a aprovechar esos lugares llenos del vital elemento, ¿por qué? Ya se ha demostrado que la falta de sol no es un problema para la vida.

—Puede ser —reconocí—. Ahora tengo menos ganas de meterme ahí. Es más no me voy a meter. Dejemos esto para otra gente.

—¿Y quién nos va a hacer caso sin pruebas? 

—Igual, no voy. Si quieres te ayudo a inflar el bote. 

—Vaya, vaya, de escéptico pasaste a miedoso ¡Jaja! Bueno, ayúdame y enséñame bien cómo se usa tu cámara.

Por suerte no llegó a hacerlo. Cuando terminamos de inflar el bote y él estaba por hacer esa locura, el agua empezó a golpear en las orillas como su hubiera oleaje y en el medio del lago se levantó una cosa enorme. No sé cuánto mediría aquella cabeza, pero entre ojo y ojo debía haber como diez metros. Parecía la cabeza de una serpiente de pesadilla.

 Huimos hacia el monte dejando todo nuestro equipo atrás. Decidimos que era mejor no hablar sobre aquel lugar porque quién sabe a qué tipo de seres podrían molestar. Hay misterios que tienen que permanecer así.

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                           Los Caminantes

Hacía dos cosechas y cuatro meses que Alfredo y yo no nos cortábamos el pelo ni nos afeitábamos. Con bolsos viejos, botas de goma ya cuarteadas y ropas todavía menos presentables, creo que hasta los vagabundos nos miraban con desconfianza. Pero a pesar de nuestra apariencia éramos dos estudiantes y sobre todo, gente de bien. 

Habíamos tomado una difícil decisión; dejar los estudios un año y juntar algo de dinero para no pasar otro semestre sin un peso en el bolsillo. Nuestros padres nos ayudaban pero les alcanzaba solo para lo justo. Después de unos meses muy duros trabajando en la construcción, nos fuimos al campo y agarramos dos cosechas seguidas.

 Decididos a ahorrar todo lo que pudiéramos, se nos ocurrió regresar a nuestros hogares a pie. Con la apariencia que andábamos, no quisimos ir por las rutas para no tener problemas con los policías que ven en cada caminante un ladrón. Y pensamos que unos días de caminata sería una gran aventura. A los dos nos gustaba acampar y teníamos mucha experiencia.

Nuestro camino iba a ser la vía del tren. Guiados por las indicaciones de otro peón, tomamos un camino, doblamos en otro lleno de pasto y después de subir una loma empinada divisamos la vía allá abajo. Habíamos partido temprano por la mañana; ya cerca del mediodía no pudimos seguir por el calor. Como atravesábamos una zona donde solo había campo, para escapar del sol tuvimos que armar un cobertizo con un nailon que llevábamos.

 Atamos en nailon sobre unas malezas de tallos delgados y nos quedamos en aquella sombra contemplando la vastedad quieta y muda del campo.

 Comimos un pan de chicharrón rescatado de la última cena en el establecimiento rural. Teníamos planeado cazar o pescar algo por el camino, y en teoría era muy fácil, pero hasta el momento no habíamos tenido ninguna oportunidad. El calor del día y nuestro reducido refugio casi nos obligó a tomar una siesta. Desperté cuando ya había pasado gran parte de la tarde. Mi amigo todavía dormía.

 Enseguida escuché un ruido, un animal escarbando no muy lejos nuestro. Me fui levantando lentamente hasta quedar sobre mis codos. Vi la mitad inferior de un armadillo que estaba concentrado cavando a unos pocos metros nuestro. 

El animal salía del agujero para retirar un poco de tierra y volvía a meterse en él. Cuando el armadillo desapareció casi todo me levanté y salí rumbo a él dando pasos grandes pero silenciosos. Ya sobre la criatura estiré la mano hacia él y esperé que retrocediera para quitar tierra, entonces lo levanté de la cola.

Alfredo se despertó con mi grito, se sentó, y al ver que yo levantaba en alto también lanzó un grito de victoria. El viaje ya se estaba volviendo una aventura y de las buenas. Animados, seguimos caminando porque la temperatura era más soportable. Como media hora después llegamos a un puente que era atravesado por un arroyo que en ambas orillas tenía monte franja. 

Habíamos mantenido al pobre animal vivo, pero allí tuvimos que matarlo. Ya empezábamos a sentir mucha hambre, y cuando el estómago ruge, no se puede tener lástima. Juntar leña entre dos fue fácil, y cuando el sol había vuelto anaranjado al horizonte, ya probábamos unos pedazos pequeños de carne que habíamos ensartado en un palo. 

Creo que nuestro primer error fue empezar a hablar de lo que íbamos a hacer con la plata que teníamos. Naturalmente nos desviamos hacia el tema mujeres. Mejor vestidos y con plata, ese tema lucía bastante mejor ahora. De ahí pasamos a hablar de nuestros hogares, de alguna cosa útil que podíamos comprar, y así nuestra mente quedó muy lejos del lugar donde nos encontrábamos. Inevitablemente sentimos nostalgia, y hablamos de lo bueno que sería llegar cuanto antes a nuestros hogares. Ya no teníamos ganas de estar allí. 

Eso no parece algo malo, pero mi abuelo siempre me había dicho que, al campo o al monte solo fuera cuando realmente tuviera ganas, o que si igual iba que no me distrajera pensando porque en la naturaleza hay que estar atento. Me aconsejó que si perdía las ganas de estar en un campamento, mas valía que me fuera en ese momento.

 Cuando ya se había hecho noche y nos repartimos el resto del armadillo, me puse a pensar en eso. Era obvio que no es agradable estar en un lugar si no se tiene ganas de estar allí, pero más allá de eso no entendía cuál era el inconveniente. A la derecha teníamos la oscura figura del puente, frente a nosotros una corriente mansa, un poco de monte más allá, y hacia la izquierda sombras de árboles, el monte acompañando el arroyo, y sobre todo eso, quietud y silencio. 

Cada tanto se escuchaba un relincho, algún mugido, un pájaro nocturno, peo esos ruidos solo servían para acentuar más el silencio que venía a continuación. 

Entonces entendí que una mente un poco ausente podía inquietarse en un lugar así, y que eso podía generar miedo. ¿Pero un poco de inquietud podría causar algo más? Estábamos por averiguarlo. Un poco más tarde la noche quedó más clara. Había asomado una luna llena. Gracias al armadillo estábamos llenos y por la siesta prolongada no teníamos ganas de dormir. 

Por eso y porque sabíamos que de día no podíamos avanzar mucho por el calor, decidimos aprovechar la luna y seguir de noche. Estábamos casi listos para partir cuando Alfredo me hizo poner atención a algo.

—¿Escucha bien? ¿Será el tren?

—Sí, pero viene lejos. Nos da vara avanzar un buen tramo —le dije.

Atravesamos el puente, hicimos cien metros cuando mucho y vimos la luz. 

—Bueno, parece que no estaba tan lejos —le dije.

—Ya me di cuenta. Vamos a bajar aquí mismo.

Mi amigo dio un paso largo hacia los pastos que había enseguida de los durmientes, y vi que cayó hacia adelante y desapareció en ellos. Eran más largos de lo que parecían, y la zanja entre la vía y el campo, más profunda. Cuando se levantó entre los pastos me empecé a reír, bajé con más cuidado, di un par de pasos y perdí la pisada también. Al levantarme ahora era él el que reía. El ruido del tren ya era fuerte cuando cruzamos el alambrado. Era un tren corto pero muy ruidoso. Ese ruido no pertenecía a aquella naturaleza, y enseguida la distancia lo apagó y la calma volvió a dominarlo todo. El ruido que nos dejó atrás me hizo sentir que estábamos en el medio de la nada.

 Sabíamos que estábamos en una zona rural muy apartada, pero una cosa es ser consciente de eso y otra es sentirlo. Cuando uno va concentrado en el ahora, apenas uno se siente separado de lo que te rodea, pero una mente dispersa, que está en otro lugar, hace sentir que uno es muy pequeño en la vastedad. Mi amigo también experimentaba lo mismo (me lo dijo después), por eso seguimos en silencio. Avanzamos un buen tramo por el campo hasta que un bosque de eucaliptos que llegaba hasta la vía nos cortó el paso. No sabíamos que tan ancho era y en el borde de él vimos que era muy tupido. Lo bordeamos hasta la vía. Ya empezaba a cruzar el alambrado cuando Alfredo me dijo:

—Tengo que ir al baño.

—¿Y que, estás pidiendo permiso? No estamos en la escuela ¡Jajaja!

—¡Ja...ja! Te lo digo para que me esperes.

—Claro, te espero ahí —le dije al terminar de cruzar el alambre.

—¿No podrías quedarte más cerca? No quiero darle la espalda a este bosque, me da mala espina. 

—Hazlo más ahí, al descubierto, aquí no hay nadie más. Pero igual vas a tener que ir hasta ahí por algunas hojas porque no tenemos papel ¡Jaja!

—Por eso, dale, espérame más aquí.

—Bien, bien. Me hubieras dicho esto antes de que cruzara.

Mi amigo ya estaba bastante asustado; yo también pero no quería reconocerlo. Eran las ganas de no estar allí que nos apuraba usando ese miedo incierto que se puede sentir en la naturaleza. Mientras Alfredo hacía lo suyo observé las sombras y partes más claras que la luz lunar formaba aquí y allá. 

De pronto quedé con la vista fija en algo sin saber qué era, pero me causó una impresión muy desagradable. Cuando lo entendí experimenté algo peor. Veía un tronco de árbol y parecía que una persona muy delgada estaba recostada a él, se la veía de lado. En ese momento Alfredo estaba listo para irse, y al notarme con la mirada fija en algo, la siguió y también vio aquello.  Volteé hacia él solo un instante, y a su vez él me miró. Cuando volvimos a fijarnos en aquello ya no estaba. 

No podía haberse movido a otro lado, tenía que estar detrás del tronco, solo así podía desaparecer tan rápido. Bastó otra mirada entre nosotros para hacer lo mismo. Ya teníamos una linterna en el bolsillo. Para darnos valor tanteamos dentro de nuestros bolsos hasta dar con el mango de los cuchillos. Encendimos las linternas apuntando hacia aquel árbol y retrocedimos. Era posible que fuera una persona real pero en ese momento no lo creíamos. 

Aquella actitud era muy extraña. Al alcanzar la vía seguimos iluminando los árboles. Resultó ser solamente una arboleda bastante pequeña. La dejamos atrás. Ni la noche clara ni el lugar abierto pudieron quitarnos aquella sensación tan fea. No mucho después, en una parte donde había pastizales altos en los costados de la vía (lo recuerdo y se me eriza la piel), de repente un hombre que llevaba puesto un sombrero grande salió gateando extrañamente del pastizal y se sentó en uno de los rieles de la vía. ¡Que espantoso! ¡Aquel gatear sobre sus manos y pies era tan extraño! Quedó sentado con la cabeza baja, oculta bajo el sombrero.

 Apareció como a veinte metros de nosotros. Durante unos segundos que parecieron minutos muy largos quedamos con la vista clavada en aquello. Si hubiera hecho algo más nos hubiéramos echado a correr como locos. Salimos de la vía atravesando el pastizal y desde allí ya no lo volvimos a ver. 

El terror que sentimos también fue como una inyección de atención. Al estar más concentrados en el ahora empezamos a tranquilizarnos y después nos pareció que ya nada raro nos podía ocurrir. Por la mañana doblamos en una ruta que atravesaba la vía. Por ahí nos desviábamos bastante pero por suerte una camioneta policial nos arrimó hasta la ciudad.