Las escuelas embrujadas. Se dice que la energía de los niños puede atraer a seres del otro mundo. Entes que se alimentan de ella como parásitos, o viejos fantasmas que encuentran un lugar entre sus muros. Si a este ambiente le sumamos un escenario rural, el resultado puede ser algo muy intenso. Fernando lo probó en carne propia.
La Escuela Silenciosa
Fernando era inspector de salubridad. En Uruguay, donde algunos niños almuerzan en las escuelas, su trabajo implicaba revisar cocinas, depósitos y comedores. Aquella tarde debía visitar una escuela rural, perdida entre cerros y campos, toda una hora conduciendo por un camino de tierra, y en malas condiciones.
El auto se le atascó en el barro. Fernando apoyó la cabeza en el volante y respiró hondo. Eso lo iba a retrasar más. Y el clima no le iba a facilitar las cosas. Una tormenta se anunciaba con relámpagos lejanos, y un cielo que iba tomando un tono verdoso, muy preocupante. Cuando logró avanzar, ya caía la noche y los relámpagos iluminaban más, y el campo se sacudía inquieto, y hasta la soledad parecía haber huido hacia otro lado.
Al llegar, la maestra y la cocinera estaban por irse. Le explicaron que no podían quedarse —la tormenta, el camino, la falta de señal— y le señalaron dónde estaba la llave escondida. Se despidieron rápido.
La escuela tenía dos edificios: uno moderno, con el salón principal, y otro más antiguo, una casa de paredes gruesas donde funcionaban la cocina y el comedor. Fernando entró. Se escuchaba la tormenta afuera, pero dentro dominaba un silencio extraño. Primero avanzó algo temeroso. Hizo un esfuerzo para concentrarse y comenzó su inspección. Revisó la cocina, la despensa, tomó notas. Todo estaba en orden. Afuera, la lluvia golpeaba como si quisiera entrar. Las paredes temblaban con los truenos, y fuera el viento aullaba horriblemente en algún lugar.
Cuando se disponía a irse, escuchó ruidos en el ala vieja. Voces tenues, murmullos, donde hacía un momento solo había silencio. Ahora se escuchaba como si una clase estuviera en curso. Había algo inquietante en aquellos sonidos. Parecían venir de allí pero, a la vez sonaban como ecos lejanos y apagados. Dudó. No podía ser, ya se habían ido todos. Pero no podía irse sin investigar. Se acercó. La mano le temblaba cuando abrió la puerta.
Dentro, había niños sentados en pupitres, unos asientos muy antiguos y destartalados, con telas de araña y polvo. Esos niños voltearon hacia él. Entonces notó que no tenían boca. Solo piel lisa donde debía haber labios, dientes, palabras. Al fondo, la maestra. Un cuerpo huesudo, con piel seca como papel y escasos cabellos grises que flotaban de forma fantasmal. Lo miró. Lentamente se llevó un dedo a la boca arrugada y susurró:
—Ssshhh.
Fernando corrió, aterrorizado. No cerró la puerta, solo escapó.
A la mañana siguiente, no podía dejar de pensar en aquella puerta que dejó abierta, con la tormenta feroz que azotaba esos campos. Temía que hubieran estragos, cosas rotas. Se decidió y llamó a la escuela. Antes que él pudiera decir algo, atendieron y susurraron:
—Ssshhh.
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Cuento de escuelas embrujadas. |
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