Ven a La Casa
Cuando Julián llegó al campo, ya era noche cerrada. El camino de tierra estaba más angosto de lo que recordaba, y los árboles parecían haber crecido hacia adentro, como si quisieran tragarse el camino. Llevaba años sin visitar a sus tíos. Desde que se mudaron a esa zona apartada, donde no llegaba ni señal ni transporte alguno, él solo los había visitado una vez.
Finalmente llegó, ya con el corazón angustiado por la atmósfera extraña del paisaje. La casa estaba ahí, pero no era la misma. La fachada tenía grietas que parecían cicatrices, y en esas grietas crecían unos curiosos hongos marrones, con forma de trompeta.
Las ventanas estaban cubiertas con cortinas negras, todas rasgadas, y la luz que salía por debajo de la puerta era de un tono rojizo, que parecía ser de un fuego, pero, no temblaba o vacilaba como lo haría la luz de una llama.
Golpeó varias veces, cada uno de los golpes con menos energía, porque ya no sabía si querían que lo atendieran. Crecían en él las ganas de largarse, no entendía bien por qué.
La puerta se abrió sola, con un rechinido largo. Adentro, sus parientes lo esperaban. Pero no eran sus parientes, ya no.
Su tía Clara tenía los ojos demasiado abiertos, como si no parpadeara desde hace días. Su tío Ernesto sonreía sin mover los labios. Y los primos… los primos no hablaban, solo lo miraban, todos al mismo tiempo, como si estuvieran unidos por hilos invisibles.
—¿Julián? —dijo Clara, con una voz que parecía venir de debajo de la casa—. Qué bueno que viniste. Ya casi es la hora.
—¿La hora de qué? —preguntó, con voz temblorosa y sin entrar del todo.
—De que te reconozca la casa.
Julián sintió un escalofrío. La casa olía a humedad, pero también a algo más… como carne vieja. En las paredes había fotos familiares, pero los rostros estaban raspados. Solo quedaban los ojos, y todos los ojos lo miraban.
—¿Dónde está el perro? —preguntó Ernesto, sin mover la boca.
—No traje perro —respondió Julián, aunque no sabía por qué lo decía.
—Siempre traes perro —dijo Clara—. Pero esta vez no. Esta vez viniste solo. Esta vez la casa puede comerte sin testigos. No le gustan los animales.
Julián retrocedió, pero los primos ya estaban detrás de él. No se movieron, solo estaban ahí, como si hubieran aparecido sin caminar.
—¿¡Qué les pasa!? ¿¿Qué es esto!? —gritó.
—No somos nosotros —dijo Clara—. Somos lo que quedó cuando la casa nos tragó.
—Y ahora quiere tragarte a vos —agregó Ernesto.
La luz roja se volvió más intensa. Las cortinas se movieron sin viento, y desde el piso, empezó a subir un murmullo, como si la casa estuviera hablando, como si la casa tuviera hambre.
Julián corrió, pero el camino ya no estaba. Solo había árboles, y entre los árboles, más casas, todas iguales, todas con luz roja, todas con parientes que no eran parientes.
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