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miércoles, 3 de septiembre de 2025

Visita a unos Parientes y Descubre Que

                                     Ven a La Casa

Cuando Julián llegó al campo, ya era noche cerrada. El camino de tierra estaba más angosto de lo que recordaba, y los árboles parecían haber crecido hacia adentro, como si quisieran tragarse el camino. Llevaba años sin visitar a sus tíos.  Desde que se mudaron a esa zona apartada, donde no llegaba ni señal ni transporte alguno, él solo los había visitado una vez.

Finalmente llegó, ya con el corazón angustiado por la atmósfera extraña del paisaje. La casa estaba ahí, pero no era la misma.  La fachada tenía grietas que parecían cicatrices, y en esas grietas crecían unos curiosos hongos marrones, con forma de trompeta.  

Las ventanas estaban cubiertas con cortinas negras, todas rasgadas, y la luz que salía por debajo de la puerta era de un tono rojizo, que parecía ser de un fuego, pero, no temblaba o vacilaba como lo haría la luz de una llama. 

Golpeó varias veces, cada uno de los golpes con menos energía, porque ya no sabía si querían que lo atendieran. Crecían en él las ganas de largarse, no entendía bien por qué.  

La puerta se abrió sola, con un rechinido largo. Adentro, sus parientes lo esperaban.  Pero no eran sus parientes, ya no.

Su tía Clara tenía los ojos demasiado abiertos, como si no parpadeara desde hace días.  Su tío Ernesto sonreía sin mover los labios.  Y los primos… los primos no hablaban, solo lo miraban, todos al mismo tiempo, como si estuvieran unidos por hilos invisibles.

—¿Julián? —dijo Clara, con una voz que parecía venir de debajo de la casa—. Qué bueno que viniste. Ya casi es la hora.

—¿La hora de qué? —preguntó, con voz temblorosa y sin entrar del todo.

—De que te reconozca la casa.

Julián sintió un escalofrío.  La casa olía a humedad, pero también a algo más… como carne vieja.  En las paredes había fotos familiares, pero los rostros estaban raspados.  Solo quedaban los ojos, y todos los ojos lo miraban.

—¿Dónde está el perro? —preguntó Ernesto, sin mover la boca.

—No traje perro —respondió Julián, aunque no sabía por qué lo decía.

—Siempre traes perro —dijo Clara—. Pero esta vez no. Esta vez viniste solo. Esta vez la casa puede comerte sin testigos. No le gustan los animales.

Julián retrocedió, pero los primos ya estaban detrás de él.  No se movieron, solo estaban ahí, como si hubieran aparecido sin caminar.

—¿¡Qué les pasa!? ¿¿Qué es esto!? —gritó.

—No somos nosotros —dijo Clara—. Somos lo que quedó cuando la casa nos tragó.  

—Y ahora quiere tragarte a vos —agregó Ernesto.

La luz roja se volvió más intensa.  Las cortinas se movieron sin viento, y desde el piso, empezó a subir un murmullo, como si la casa estuviera hablando, como si la casa tuviera hambre.

Julián corrió, pero el camino ya no estaba.  Solo había árboles, y entre los árboles, más casas, todas iguales, todas con luz roja, todas con parientes que no eran parientes.

domingo, 24 de agosto de 2025

Cuentos De Terror Cortos

                                   En La Niebla

Ya era una noche oscura, y la niebla nos envolvió cuando llegamos a una zona baja del camino. Apenas distinguía a mi compañero, aunque iba a mi lado, y por momentos me parecía que era otra persona, por la baja visibilidad. 

Damián y yo regresábamos de una cosecha, a pie, porque el camión nos dejó bastante lejos de la ruta que iba hacia nuestro pueblo. En la ruta puede que consiguiéramos transporte; pero en aquel camino no circulaba nadie, ni se veían luces de casas, y sabíamos dónde salía, pero nunca habíamos andado en él. No teníamos ni una linterna y apenas distinguíamos el camino. Entre aquella niebla caminábamos casi a ciegas. 

Cuando suponíamos que todavía faltaba bastante para llegar a la ruta, a Damián se le ocurrió ir al baño, y me dijo que se iba a apartar unos pasos para no dejar una sorpresa en el camino. Era muy considerado de su parte, pero le dije que no se alejara mucho porque podía caer en alguna barranca o pozo. Apenas si se distinguía algo a un metro de distancia. 

Parecía que estábamos dentro de una nube muy espesa. Yo lo esperaba allí, pero para no perder la noción de dónde estaba el otro, seguimos hablando mientras él hacía lo suyo. Cuando Damián estaba por volver al camino, me dijo que le parecía que había una pared cerca de él. Apenas terminó de decirme eso, escuchamos una voz terrorífica que nos dijo: “Nuestros ojos son huecos llenos de tierra, pero igual podemos ver, y nuestras cabezas sin orejas también escuchan. ¡Fuera de aquí!”

No necesitó repetir eso. Mi amigo me alcanzó y con niebla y todo salimos corriendo. Por suerte un poco más adelante el camino pasaba por una parte más alta y salimos de la niebla. Cuando alcanzamos la ruta se nos fue un poco el terror. Días después de esa noche, le conté lo que nos pasó a un amigo que conocía toda esa zona. Ya estaba presintiendo lo que me dijo. Lo único con muro en esa parte, era el viejo cementerio de un pueblito abandonado que estaba no muy lejos de allí, pero por otro camino.  


                        

                               Colegio Embrujado

El hombre se ve que tenía buenas intenciones, lo supimos después, pero cuando nos dijo aquello nos reímos en su cara. Yo creí que bromeaba, sino jamás hubiera hecho eso. Él era el dueño de un local que íbamos a demoler, un viejo edificio que funcionara durante muchas décadas como colegio, y según el dueño, aquel lugar estaba embrujado. Nos dijo que anduviéramos atentos y que nunca quedáramos solos, que no se apartara nadie en ningún momento. Como tomar en serio algo así. Resultó que era verdad.

Adentro todavía había muchas cosas valiosas, teníamos que aprovechar todo lo que sirviera para después recién demoler el lugar. Entré junto a cuatro compañeros: Rubén, Benito, Diego y Mauricio. Fuera del local el día estaba radiante. Era muy temprano por la mañana y habíamos cruzado por un tramo de campo empapado y brillante de rocío, y por una zona llena de viviendas con grandes jardines llenos de flores; pero apenas entramos a aquel edificio nos pareció que ingresábamos a otro mundo, a uno gris, lleno de sombras y un silencio que a veces se interrumpía con algún ruido de origen incierto. 

Nos detuvimos en un salón grande. ¿Cómo podía haber tan poca luz allí, si las ventanas no estaban tapiadas? Nos acercamos a una ventana baja y Diego pasó un dedo por el vidrio. El dedo quitó algo de polvo, pero la capa no era muy espesa, era algo más lo que velaba el paso de la luz, los vidrios estaban como ahumados.

 —Los vidrios quedan así cuando hay un incendio, ¿no? —me preguntó Diego.

—Sí, creo que sí —le contesté. 

—En los incendios casi siempre revientan —intervino Rubén, que era nuestro capataz—. Aunque pueden quedar así si hubo mucho humo, pero no los alcanzó el fuego; pero esto parece algo más, es como una capa amarillenta.

—Tiene razón —reconocí.

—¿Y si el dueño dijo la verdad? —preguntó Mauricio.

Los cuatro nos volvimos hacia él, yo pensando “La boca se te haga a un lado”, y creo que los otros también pensaban algo así, por el gesto de sus caras. Teníamos que trabajar allí, lo último que queríamos era que realmente fuera un colegio embrujado. Teníamos un croquis del lugar (un plano hecho a mano) y guiándonos con eso nos internamos más en aquel lugar de atmósfera amarillenta y atemorizante.

 Cargábamos nuestras cajas de herramientas, y llevábamos varias cosas en nuestros cinturones. Entramos a un corredor que estaba más oscuro todavía. Tuvimos que echar mano a las linternas. En ese corredor había puertas a ambos lados, ahí estaban los salones de clases. Las puertas se encontraban cerradas y por el momento no queríamos ver qué había allí.

 Entre una atmósfera como de “sepia”, o más oscura todavía llegamos a los baños. Los grifos antiguos del lugar, grandes y de bronce, eran valiosos para los coleccionistas. Los lavamanos igualmente eran valiosos si los sacábamos enteros. Viendo todo aquello todavía intacto, se me ocurrió que la creencia de que el lugar estaba embrujado tenía que ser muy difundida, porque de otra forma ya se hubieran robado todo aquello. Pero traté de no pensar más en eso.

El baño estaba como todo, bajo una luz crepuscular amarillenta. Como igual se iba a demoler el lugar, y como no pudimos abrir las ventanas por las buenas, decidimos romperlas para tener más luz. Mauricio tomó un martillo, se ubicó en un costado de la ventana, y cubriéndose la cara con la otra mano enguantada, le dio fuerte al vidrio. Cuando el martillo rebotó sin conseguir su cometido nos echamos a reír. Mauricio lo intentó de nuevo. 

El golpe fue más fuerte todavía pero el vidrio nada de romperse. Rubén se lo quitó de las manos; Mauricio quedó con la boca abierta, sorprendido. Tampoco pudo romperlo, aunque le dio varios golpes. Entonces fui yo con una maceta. Nada, no le hice ni una mísera grieta, y aquello supuestamente era un vidrio común.

 No tenía sentido que hubieran puesto un vidrio especial en un edificio que estaba abandonado desde hacía muchos años, y cuando funcionaba no había esos materiales. Era raro. Nos miramos sorprendidos y ya desconfiando del lugar. Entonces Rubén me pidió que fuera a traer el equipo electrógeno pequeño para iluminar el baño, porque con aquella media luz no podríamos hacer bien nuestro trabajo y no era seguro. Y allá fui, solo, a pesar de la advertencia del dueño.

Cuando entramos al colegio abandonado, todas las puertas del corredor estaban cerradas; ahora que tenía que atravesarlo solo, ¡una de las puertas estaba abierta! Inevitablemente miré hacia el interior del salón y vi algo espantoso. Frente a la puerta había un escritorio, y sentada frente a él había una mujer, más bien, la aparición de una mujer que volvió la cabeza hacia mí sonriendo con una boca que le llegaba hasta las orejas. Tenía el rostro muy arrugado, pero no como una persona vieja, era como si la piel se le arrugara porque no tenía carne debajo; la cabeza era una calavera con piel y cabello, y aquella sonrisa como de sapo era aterradora. Quedé como hipnotizado de terror. Entonces la aparición se levantó y empezó a caminar lentamente hacia mí.

 Estaba por alcanzar la puerta cuando mis compañeros aparecieron corriendo. Rubén me había mandado solo porque había quedado tan impresionado con lo del vidrio que no se rompía, que lo hizo casi sin pensarlo. Corrían rumbo a mi cuando me vieron paralizado mirando hacia el interior de un salón. Al alcanzarme también vieron a la aparición, pero al estar todos juntos esta retrocedió rápidamente y la puerta se cerró. 

Salir de allí se sintió tan bien. Rubén se comunicó con nuestro jefe, este con el dueño del edificio (que ya se había marchado en ese momento), y al final lo demolimos, así como estaba, sin rescatar nada porque no volvimos a poner un pie en el interior del colegio embrujado. 

                                           Regreso A Casa

José escudriñó la oscuridad haciendo un esfuerzo enorme. ¿Aquello que veía adelante era el montículo de piedra que buscaba como referencia? La noche lo asfixiaba de tan oscura que estaba y le producía cierta angustia. Al distinguirlo mejor, ya a un par de pasos del montículo la memoria se le refrescó y se orientó. 

Avanzó hacia la izquierda abandonando el camino y se encontró en el sendero que conducía a su antiguo hogar. Marchaba hacia la incertidumbre. ¿Su familia todavía viviría allí? ¿Cómo podían recibirlo después de que él los abandonara durante años? Era muy probable que su esposa se hubiera casado de nuevo, y tal vez ahora lo recibiría un hombre mirándolo por encima de una escopeta, todo podía ser. Igual enderezaba hacia la casa porque ya no le quedaba absolutamente nada. Si lo esperaba una negativa, solo reproches justificados, una paliza o la muerte, lo mismo le daba.

Tiempo atrás, después de mantener unos años con mucho trabajo a una esposa y a un hijo, concluyó que ellos eran la causa de su miseria, que solo le iba a ir mejor. Y se marchó a pesar de las súplicas de la mujer y del llanto del niño. Se había convencido de que no los dejaba absolutamente sin nada y que se iban a desenvolver sin él. 

Tenían una huerta casi siempre reseca y una vaca siempre flaca. Él se fue, viajó mucho, trabajó en muchas cosas, y tuvo sus épocas buenas. Pero en vez de ahorrar despilfarró todo, y cuando empezó a caer ya no pudo parar, solo llegaba a frenar su inminente ruina. Y cuando estaba peor se cruzó con la enfermedad y esta se le subió a las espaldas y ya no lo soltó. Ahí aprendió la importancia de la familia.

 Emprendió un regreso largo y terriblemente solitario. Sabía que se ignora a los vagabundos, pero nunca pensó que se sintiera tan solo en el camino. “Ahora soy un paria entre parias”, pensaba cuando la soledad lo angustiaba más, hasta el punto de casi ahogarlo. Solo los perros le prestaban atención, pero era para ladrarle furiosamente tratando de ahuyentarlo. Cruzó por muchos jinetes, carretas y hasta con alguna gente de a pie: nadie lo miraba con compasión ni por un instante. 

El sendero por el que iba ahora estaba mal trecho y casi todo cubierto de pasto. Temió ir hacia una vivienda vacía; necesitaba espantar de una vez la soledad que le pesaba. A duras penas y haciendo otro gran esfuerzo distinguió el negro contorno de la vivienda de la oscuridad general que se extendía uniforme por toda la región. Quedó un buen rato frente a la puerta sin atreverse a llamar.  Ni una luz se filtraba desde el interior de la vivienda. Llamó al fin haciendo otro esfuerzo de voluntad. 

—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer desde el interior. Él reconoció que era su esposa.

—Soy yo, el José —le contestó él. Hubo un momento de silencio absoluto.

En el interior creció una luz débil que se asomó por debajo de la puerta y después esta se abrió. Dentro estaba su mujer. La iluminaba pobremente la luz mortecina de un farol que sostenía en una mano. Detrás de ella se asomaba tímidamente una figura más pequeña y ensombrecida que era su hijo.

—Volví —les dijo él.

—No quiero hablar —lo cortó ella—. Allí está tu cuarto, por si no lo recuerdas.

José no quiso decir más nada temiendo que eso la enojara. Peores situaciones se había imaginado, esa no le resultaba muy mala. Ella quedó parada y lo siguió con la mirada hasta que él fue tragado por las sombras. Se orientó como pudo por el cuarto hasta que alcanzó la cama. Había viajado mucho pero no sabía si aquello que lo aplastaba, era cansancio o una mezcla de desgano, angustia y un hondo pesar. 

La noche fue larga, le pareció interminable, pero al fin el día empezó a entrar por la ventana. Cuando todo quedó claro se levantó y miró hacia afuera. ¿¡Pero qué era aquello!? Sintió algo horrible, todo el mundo se le vino abajo. Allí afuera, no a muchos metros de la casi derruida vivienda, había dos tumbas simples con unas cruces de palo, y tallados toscamente en unas maderas habían escrito el nombre de su esposa y su hijo. 

Quiso escapar de allí y los encontró sonriendo extrañamente en la sala. Ahora los veía bien. Ella estaba un poco más vieja y flaca que la última vez que la viera; y el niño había crecido un poco. Estaba ante dos apariciones. Cuando fue a huir quedó paralizado frente a la puerta, no podía dar un paso más, una fuerza muy grande se lo impedía. Se volvió para ver si eran ellos, pero seguían sonriendo en el mismo lugar. 

—Y vos que dijiste que no ibas a volver más, y ahora estás atrapado para siempre aquí —le dijo la mujer con una mirada llena de malicia—. ¿Qué, no lo sabes? ¡Estás tan muerto como nosotros!

José comprendió entonces. Por eso nadie lo había mirado y los perros lo presentían y trataban de ahuyentarlo. Como murió en un campo y no lo enterraron, se convirtió en un fantasma errante; pero al volver a la casa quedó atrapado en ella para siempre. 

                             

                                           Desaparecido

Gustavo caminaba por las sombras de un milenario bosque de pinos. Estaba buscando hongos comestibles, pero además de mirar hacia el suelo, no descuidaba su entorno porque el bosque era muy grande y no quería desorientarse.

 En la mano izquierda cargaba un canasto que cubría con un paño, allí llevaba los hongos. Cuando no iba a cazar le encantaba recolectar hongos. Los había juntado muchos años junto a su padre, y como con él hablaban y bromeaban todo el tiempo, le quedó la costumbre de hablar cuando hallaba alguno y lo siguió haciendo, aunque anduviera solo: “Ah, pero que precioso hongo eres, ven aquí”, o decía “Esta vez te salvaste, todavía eres muy pequeño”, “Vaya, creciste al lado de uno venenoso, ¿acaso querías engañarme? ¡Jaja!”, y así seguía por el bosque llenando su canasto.

En una de las ocasiones que recorrió los árboles con la mirada para orientarse, vio a un hombre que se movía no muy lejos de él. Se detuvo y quedó mirando en esa dirección. Ya no lo vio. ¿El tipo se había escondido? De haber seguido caminando lo hubiera notado. La única explicación alternativa era que uno de los troncos lo hubiera ocultado cuando se alejaba. Evocó la imagen del hombre. 

Llevaba un chaleco de cazador, aunque parecía no tener ningún arma. Esperó otro momento y decidió no seguir. Su canasta ya estaba casi llena. Pero no iba a volver por el mismo lugar, tomaría otro sendero para recolectar algún otro hongo de paso y así se alejaba más de aquella zona; en el mundo andan tantos locos...

Como siempre el viento suspiraba entre los pinos produciendo ese rumor tan característico. Algunas palomas ocultas levantaban vuelo de pronto con el golpeteo seco del batir de sus alas, y después se quedaba balanceando la rama en donde habían estado posadas. Eso pasaba siempre pero ahora lo inquietaba un poco. “¿Por qué andaría tan furtivo el tipo aquel?”, pensó. 

Mas enseguida razonó que andaba así porque se encontraba cazando. ¿Pero cazando qué, si no andaba con un arma? Su inquietud se justificó cuando el sujeto apareció caminando oblicuamente hacia él, como para cortarle el paso. Además de la pequeña navaja Opinel que usaba para cortar los hongos, llevaba una más grande y robusta en el bolsillo. Disimuladamente la dejó más a mano acomodándola en el bolsillo. 

Empezó a caminar más lento para encontrarse de una vez con el desconocido. Bien podía ser alguien que anduviera perdido y necesitaba ayuda. ¡Y vaya que si era alguien perdido! Cuando iba a unos metros lo reconoció. Se detuvo y el otro siguió caminando lentamente hacia él y sonriendo amigablemente.

—¡Gustavo, que alegría verte! —lo saludó el tipo.

—¿Facundo? Pero... pero... No, tú no eres Facundo —dijo con un temblor en la voz Gustavo. 

—Sí, soy yo. He vuelto. Sé que hace mucho que estaba perdido pero regresé.

—¡Pero eso fue hace más de veinte años! ¡Y no has cambiado nada!

Facundo era un conocido. Solían encontrarse en el bosque, a veces en la ciudad, y donde fuera hablaban brevemente de lo mismo, de caza o del tiempo, si estaba lloviendo mucho, poco, y como eso afectaba a esa actividad. Eran encuentros de apenas conocidos pero se dieron durante varios años. Gustavo lo recordaba bien porque la repentina desaparición de Facundo fue todo un suceso. Un día salió a cazar en aquel bosque y no volvieron a saber más nada de él. 

Se organizaron varias búsquedas sin resultados. Tanto la prensa como la gente de la ciudad lanzaron mil hipótesis, pero lo único concreto fue que desapareció sin dejar rastros. Y ahora estaba allí, parado frente a él y luciendo como estaba más de veinte años atrás. Gustavo miró en derredor. ¿Qué era aquello, una broma de mal gusto? Sabía que no era una aparición porque había escuchado sus pisadas y lo vio apartar una rama. 

—No puedes ser él —dijo finalmente Gustavo después de un silencio desconcertante. 

—Lo soy. Sé que es increíble, pero es así. Te preguntarás cómo me mantuve joven. Para los que me llevaron esto no es nada. Los seres humanos son una civilización muy primitiva comparada con la de ellos. 

—¿Estás hablando de extraterrestres?

—Esa palabra no les gusta, pero sí, eso son.

—¿Y cómo volviste, te liberaron?

—Nunca fui un prisionero. Vine como una especie de intermediario para que tu extracción no sea tan... para que sea menos desagradable.

—Pues a mí no me van a llevar, no quiero. No te acerques ni un paso más. ¡Aléjate!

—No puedes escapar. Lo siento, pero ya verás que no es nada malo... Por lo menos después no, cuando te acostumbres.

—¡Ya veremos! —gritó Gustavo, miró frenéticamente hacia todos lados, principalmente hacia arriba, y salió corriendo como un loco.

No había visto nada asomando entre las copas, pero apenas dio unos pasos sintió una sensación muy extraña en todo el cuerpo, y sus pies se elevaron del suelo. Antes de perder la consciencia lo último que pensó fue que en cuánto pudiera se iba a matar. Esperó despertar en la jaula de una nave extraterrestre o en algún tipo de laboratorio, pero seguía en el bosque, se hallaba acostado sobre las agujas de pino. Facundo estaba a su lado y le dijo:

—Tranquilo, no te van a llevar, no le sirves. Ojalá yo hubiera tenido tu determinación. Pero realmente no es algo malo, una vez que te cambian. Levántate, estás a salvo. Ya me tengo que ir, me llaman —Facundo se alejó unos pasos y se detuvo, y echándole una mirada al bosque le preguntó como en los viejos tiempos—. ¿Cómo ha estado el tiempo?

—Muy lluvioso. Bueno para los hongos, pero no para la caza.

—Ya veo. Adiós.

—Adiós. 

Y lo que ahora era Facundo caminó entre los árboles y desapareció. 

miércoles, 13 de agosto de 2025

La Luna del Cazador

 En una noche de luna llena, el campo parecía empapado de plata. El rocío brillaba bajo la pálida luz lunar. Umberto, curtido cazador de jabalíes, caminaba sigiloso y medio encorvado entre los matorrales, con su rifle de mira nocturna al hombro y los sentidos afilados como cuchillas, echando miradas furtivas a un lado y otro, y haciendo algunas pausas para quedar inmóvil y escuchar. después seguía con el mismo sigilo, rompiendo las gotas de plata que adornaban los pastos.

Había seguido rastros frescos hasta un claro donde un grupo de jabalíes escarbaba la tierra con el hocico. Se agachó, contuvo la respiración y apuntó. Pero justo cuando iba a disparar, un escalofrío le recorrió la espalda. sintió que los vellos se le erizaban. Algo no estaba bien.

Los jabalíes levantaron las cabezas, alarmados, y al notar algo se dispersaron de golpe, gruñendo y chillando mientras huían, perdiéndose pronto en un monte cercano. Umberto giró lentamente, sintiendo que no estaba solo. Entonces lo vio.

Desde la sombra de los árboles emergió una criatura imposible: un jabalí gigantesco, de más de dos metros, caminando sobre dos patas. Su pelaje, que parecía hecho de hilos de acero, estaba todo revuelto. le brillaban los ojos casi como si estuvieran encendidos, y sus colmillos curvados parecían cuchillas de marfil. Respiraba con un gruñido profundo, que resonaba hasta en el suelo.

Umberto retrocedió, tropezando con una raíz. El monstruo avanzó, lento pero firme, hamacando sus brazos-patas, y al abrir y cerrar la boca los colmillos producían un sonido aterrador. El cazador levantó su rifle, pero sus manos temblaban. Disparó una vez, errando. Disparó otra, y el proyectil rozó el hombro de la bestia, que soltó un chillido infernal, que el monte cercano y los cerros de más allá repitieron horriblemente junto a los estampidos de los disparos.

Aprovechando la distracción, Umberto corrió como nunca antes. Atravesó el bosque, saltó cercas, cayó, se levantó, hasta que llegó a su camioneta. No miró atrás. No quiso saber si lo seguía. Pensó que si veía a aquella cosa corriendo detrás de él, podía enloquecer de terror.

Esa noche no durmió, la pasó sentado frente a la hoguera de la chimenea, echando repetidas veces temerosas miradas hacia la ventana y la puerta. 

Solo días después se atrevió a hablar de eso. Como era de esperarse, muchos no le creyeron. 

Umberto dejó de cazar jabalíes, no volvió ni a pescar. Algunos conocidos a veces lo invitaban a ir al campo o al monte a cazar, solo para reírse de él. Umberto les sonreía. Ya van a ver ustedes si les pasa algo como a mí, pensaba.

Y cada luna llena, se encerraba en su casa con las ventanas cerradas, trancadas con maderas, y el rifle a mano. Porque él sabía que allá afuera, entre los árboles, el Colmillo (así llamó al monstruo) seguía acechando.



martes, 12 de agosto de 2025

Cuentos Rurales De Terror

 ¡Saludos gente buena! Hoy subo unos cuentitos de terror rural. Los campos y bosques se prestan para que surjan historias de misterio y terror, reales o no. Vamos a ellos.


                                       Campamento De Terror

Mi habilidad de despertarme a voluntad durante un mal sueño, me hizo pasar un momento de puro terror en aquel campamento.

Esa vez éramos siete campistas y surcamos el río en tres lanchas. El viaje fue completamente normal. Los surcos que las lanchas dejaban en el agua se iban ensanchando, y después golpeaban las orillas o agitaban marañas de camalotes. En ambas riveras se levantaban oscuros montes, y en las playas deambulaban garzas que partían volando cuando nos acercábamos, mientras en el cielo cruzaban todo tipo de bandadas.

Llegamos al campamento. Era la primera vez que íbamos allí. Llevábamos, para mi gusto, demasiadas cosas. Cuando terminamos de bajar todo, ya el sol había descendido hasta un horizonte rojo que se extendía sobre el monte de la otra orilla. Y todavía había que armar la carpa, una grande que daba para los siete. Todos ayudamos a preparar la cena y encender la fogata.

Ya con algo de hambre y bastante cansado, ni intenté pescar, lo dejé para cuando amaneciera. La cena fue, como siempre, muy amena y abundante. Después de cenar nos sentamos rodeando la fogata, y diferentes conversaciones avanzaban, se desviaban y casi siempre terminaban en risas. Todo muy agradable. Solo había algo que me incomodaba un poco. Por la falta de tiempo no había explorado la zona como acostumbro.

El lugar del campamento era bastante reducido. Enseguida de ese pequeño puerto despejado, empezaba un monte enmarañado que apenas tenía algunas entradas, tal vez unos comienzos de senderos que llevaban quién sabe a dónde, o eran simples aperturas que terminaban a pocos metros, no lo sabíamos.

El frío ya se estaba haciendo incómodo cuando todos decidimos acostarnos. Como habíamos llevado bastante leña y de la buena, alimentamos la fogata. No fuera a ser que algún animal se arrimara hasta allí a merodear, atraído por el olor a la comida.

Mis compañeros se metieron en sobres de dormir, yo quedé sobre el, porque sabía que de madrugada me iba a dar calor.

Nos encontrábamos en un área bastante remota, muy alejada del caserío más cercano, y el monte que empezaba allí tenía seguramente varios kilómetros de ancho. Por eso el silencio era casi absoluto. Solo cada tanto cantaba algún pájaro nocturno, algunos grillos o croaban los sapos. Más avanzada la noche, fuera no se escuchaba nada. Dentro de la carpa algunos roncaban y otros resoplaban pesadamente. Me dormí. Empecé a soñar y no eran sueños agradables. Íbamos, como por la tarde, surcando el río en las lanchas, pero de pronto se detuvieron, como frenadas por algo. Seguidamente se escucharon chapoteos en las orillas, giramos las cabezas hacia esos ruidos y vimos que eran cocodrilos gigantescos que se tiraban en dirección nuestra, y desaparecían en el agua, o se veían sus enormes lomos moviéndose en nuestra dirección.

Cocodrilos en Uruguay. La situación me resultó irrisoria, porque sabía que era un sueño. Es normal para mí tener muchos sueños lúcidos, y los que no empiezan así, en algún momento tomo consciencia y pasan a ser lúcidos también. Durante este pensé quedarme y enfrentar a los cocodrilos junto a mis amigos, pero noté que en el bote no había nada con que defenderme, y aunque hice un esfuerzo, no pude hacer que apareciera algún arma. Mejor me despertaba.

Desde niño, en los sueños, podía despertarme a voluntad. Creo que a temprana edad casi todos pueden hacerlo, mas después se pierde esa habilidad. Pero ahora hice un esfuerzo, y nada. El agua explotó alrededor de las lanchas y emergieron las cabezas monstruosas de los cocodrilos. En un instante solo veía dientes y el interior de la boca de uno de los reptiles de aquella pesadilla. Entonces usé toda mi voluntad, y al fin pude despertarme.

En la oscuridad de la carpa todos dormían respirando pesadamente, como inquietos, me dio la impresión. Me enderecé hasta quedar sentado, ahora tendiendo mis sentidos hacia afuera. Allí había un grupo que parecía estar jugando entre risas agudas y chillonas. Alarmado, observé el interior de la carpa. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y confirmé que estaban todos. Además aquellas risitas eran muy chillonas.

La carpa tenía una especie de ventana baja de material transparente. Anduve sobre mis manos y rodillas hasta asomarme furtivamente. Eran, creí en un primer momento, cuatro niños bastante pequeños que jugaban en derredor de la fogata. Juego no sería la palabra exacta, porque blandiendo ramas encendidas a modo de garrotes, se golpeaban con ellas mientras se movían con rapidez, saltando de un lado al otro y chillando.

De repente quedaron quietos y voltearon hacia mí a la vez, y pude ver, horrorizado, que parecían ancianos deformes, con algunos rasgos de animales, principalmente las orejas. Entonces, de la nada, uno de ellos apareció frente a la ventana, muy cerca de mi cara.

Le agradecí después a mis trotes diarios. Si mi corazón no estuviera sano no hubiera soportado tanto terror. Sí me desmayé, volviendo a la consciencia no sé cuánto rato después. Fuera ya no se escuchaba nada y mis amigos parecían dormir mejor. Esperé el amanecer.


Lo que sucedió después solo confirma que lo que vi fue real. La fogata, ya apenas humeando, estaba toda desordenada y había leña a medio quemar por todo el campamento. El desconcierto fue grande para mis amigos, porque nos conocíamos hacía mucho, y nadie creía que alguien del grupo fuera capaz de hacer algo tan irresponsable y peligroso. Después empeoró, cuando uno de ellos recordó la horrible pesadilla que tuvo, una pesadilla con cocodrilos en aquel río, y enseguida todos dijeron soñar con lo mismo. 

Nos fuimos apresuradamente de aquel campamento de terror. Para mí fue peor. Hubiera preferido solo sufrir la pesadilla, y no haber perturbado a aquellos seres endemoniados.



                             El Fantasma De La Laguna

La luna estaba quieta en la superficie del agua, y el pescador que se encontraba sentado en la orilla estaba igual de inmóvil. El arroyo allí formaba una pequeña laguna que estaba rodeada de árboles. La orilla opuesta a donde esperaba inmóvil el pescador, era una barranca alta que en un costado tenía un sendero angosto e inclinado que permitía llegar hasta el agua. Todo estaba envuelto en luz lunar y en quietud, quietud de noche calurosa y agobiante. 

Ni un grillo cantaba esa noche y ni una rama se agitaba, como si la luz de la luna paralizara todo. El pescador se encontraba sentado entre dos árboles y detrás de él palidecía un campo vasto que parecía reflexionar en silencio como todo en esa noche. 

El pescador estaba concentrado en una boya que flotaba inmóvil cerca del reflejo de la luna. El final del sendero que subía por la barranca, no se veía desde la ubicación del pescador, porque allí el tronco de un árbol que había crecido peligrosamente contra el borde le obstruía la vista.

 En ese lugar, detrás de ese tronco se movió algo que lo hizo apartar la vista de la boya. El movimiento era una cabeza de hombre asomándose detrás del árbol. Se asomó un poco más y espió toda la laguna moviendo lentamente la cara. Después apareció el resto del cuerpo y empezó a bajar con cuidad por el sendero. No tenía calzado ni camisa, solo vestía con un pantalón corto.

 El pescador supuso que el tipo había dejado el resto de la ropa arriba de la barranca. No le agradó la idea de que alguien viniera a importunarlo, el lugar era muy pequeño y le iba a espantar los peces. Estaba por decirle algo pero quedó callado al notar una cosa. El tipo sin camisa volvió a mirar todo pero pareció no notarlo aunque su mirada pasó por donde él se encontraba. Tenía que notarlo perfectamente entre los dos troncos de los árboles.

 ¡Y si aquel era un fantasma! Había escuchado que un tipo había muerto ahogado hacía unos años allí mismo, y sabía, por algunos relatos y cuentos, que hay noches donde los fantasmas repiten lo que hicieron antes de morir.

 Pero el que estaba del otro lado no se tiró al agua, se abrazó como si de pronto sintiera frío, volvió a mirar hacia todos lados y después subió raudamente la barranca. No lo vio llegar pero ahora sí lo divisó alejarse del arroyo. No era un fantasma. El pescador volvió a mirar la boya y la noche siguió serena y misteriosa.

El tipo que había ido hasta aquella orilla, se alejó del lugar sacudiendo la cabeza y pensando que intentar bañarse allí, de noche, fue una muy mala idea. Se contaba que en el lugar habían muerto dos personas: una ahogada, y otra, un pescador, fue hallado muerto en la orilla.

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                                        El Misterio Del Lago

Cuando al fin llegamos a nuestro destino miré la extensión del lago y enseguida me eché a reír frente a la cara de Eduardo. El sonreía y asentía con la cabeza como diciendo, bien, ríete nomás pero ya vas a ver. Habíamos recorrido un monte tupido e intrincado plagado de tábanos y mosquitos. 

Entre arbustos con espinas y suelo lodoso, varias veces vimos a una víbora desapareciendo entre las raíces expuestas de algún matorral, o veíamos alguna deslizándose en espiral entre las ramas. Y por el camino casi nos topamos con una piara de jabalíes. Gracias al susto que nos dio escuchar a aquella tropa quebrando monte hacia nosotros, nos subimos a un árbol como monos y desde arriba vimos pasar a jabalíes de todos los tamaños. 

Y después de todos esos inconvenientes el tal lago resultaba ser una laguna de no más de doscientos metros en la parte más larga. 

Pensé que aparte de algunos peces lo más que podría haber allí eran sapos y ranas grandes, si es que había. Eduardo, aún sonriendo, sacó un enorme rollo de piola de su mochila, después le agregó una plomada grande en uno de sus extremos y tras revolear varias veces aquello lo arrojó al agua lo más lejos que pudo.

La plomada cayó pesadamente en la superficie, la piola se hundió y los rollos empezaron a desaparecer. Dejé de reír y después se me terminó hasta la sonrisa cuando aumentó mi sorpresa. Ahora era Eduardo el que dejaba escapar una risita. Los rollos de piola siguieron desapareciendo y desapareciendo. Era absurdo que fuera tan profundo pero la prueba era contundente. 

La línea hubiera desaparecido toda en el agua si Eduardo no hubiera pisado el otro extremo con el pie, y medía setenta metros y por cómo quedó la piola, no llegó a tocar el fondo. Ahora miré el agua con algo de preocupación. 

Ya no me parecía tan improbable que allí viviera un animal gigante y desconocido. Eduardo había encontrado ese lugar de casualidad. Se perdió en aquel monte mientras estaba cazando y buscando una salida desembocó allí. En ese sitio se subió a un sauce alto que estaba bien contra la orilla, y desde la altura divisó un cerro lejano que lo ayudó a orientarse. 

Como no se había apartado tanto como creía y el lugar le pareció muy lindo decidió probar su suerte y pescar en él un rato. Le gustaba salir bien preparado y siempre llevaba algún aparejo. Se impresionó al ver que el aparejo no tocaba el fondo. Cuando estaba mirando la extensión del lago de repente algo enorme rompió la superficie y se elevó desplazando y salpicando una enorme cantidad de agua. 

Aunque aquello era gigantesco no llegó a verlo bien porque cuando el agua explotó al subir la cosa él por reflejo se agachó cubriéndose la cabeza con las manos, y enseguida el instinto de supervivencia lo dominó y se alejó corriendo hacia el monte. Aunque se asustó mucho ese encuentro se tornó una obsesión para él y retornó varias veces pero no volvió a ver al gigante. Y naturalmente, nadie le creía. Yo fui el único lo suficientemente curioso como para acompañarlo. Él me invitó porque yo tenía una cámara que filmaba bajo el agua. 

—Saca el bote y vamos a empezar a inflarlo —me dijo después de aquella prueba.

—Espera, espera. Francamente no te creía que fuera tan profundo, y mucho menos que hubiera algo gigante aquí. Pero ahora, no sé... un pequeño lago como este no puede tener esta profundidad.

—¡Aja! Así que ahora sí me crees. Te lo dije, este lugar no es uno cualquiera.

—Sí, bien, reconozco que algo muy grande perfectamente puede vivir aquí; pero algo tan grande como dices qué podría comer aquí. Digo, peces hay sin dudas, pero se los acabaría en poco tiempo. Para algo gigante esto sería solo un pozo.

—Por eso se me ocurrió una cosa. Tal vez esto es solo la salida de un lago subterráneo inmenso y más abajo hay más recursos, tal vez otros animales grandes. He investigado y resulta que los lagos y ríos subterráneos son mucho más grandes que los de la superficie. Por qué la vida, que conquista todos los rincones que puede, no va a aprovechar esos lugares llenos del vital elemento, ¿por qué? Ya se ha demostrado que la falta de sol no es un problema para la vida.

—Puede ser —reconocí—. Ahora tengo menos ganas de meterme ahí. Es más no me voy a meter. Dejemos esto para otra gente.

—¿Y quién nos va a hacer caso sin pruebas? 

—Igual, no voy. Si quieres te ayudo a inflar el bote. 

—Vaya, vaya, de escéptico pasaste a miedoso ¡Jaja! Bueno, ayúdame y enséñame bien cómo se usa tu cámara.

Por suerte no llegó a hacerlo. Cuando terminamos de inflar el bote y él estaba por hacer esa locura, el agua empezó a golpear en las orillas como su hubiera oleaje y en el medio del lago se levantó una cosa enorme. No sé cuánto mediría aquella cabeza, pero entre ojo y ojo debía haber como diez metros. Parecía la cabeza de una serpiente de pesadilla.

 Huimos hacia el monte dejando todo nuestro equipo atrás. Decidimos que era mejor no hablar sobre aquel lugar porque quién sabe a qué tipo de seres podrían molestar. Hay misterios que tienen que permanecer así.

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                           Los Caminantes

Hacía dos cosechas y cuatro meses que Alfredo y yo no nos cortábamos el pelo ni nos afeitábamos. Con bolsos viejos, botas de goma ya cuarteadas y ropas todavía menos presentables, creo que hasta los vagabundos nos miraban con desconfianza. Pero a pesar de nuestra apariencia éramos dos estudiantes y sobre todo, gente de bien. 

Habíamos tomado una difícil decisión; dejar los estudios un año y juntar algo de dinero para no pasar otro semestre sin un peso en el bolsillo. Nuestros padres nos ayudaban pero les alcanzaba solo para lo justo. Después de unos meses muy duros trabajando en la construcción, nos fuimos al campo y agarramos dos cosechas seguidas.

 Decididos a ahorrar todo lo que pudiéramos, se nos ocurrió regresar a nuestros hogares a pie. Con la apariencia que andábamos, no quisimos ir por las rutas para no tener problemas con los policías que ven en cada caminante un ladrón. Y pensamos que unos días de caminata sería una gran aventura. A los dos nos gustaba acampar y teníamos mucha experiencia.

Nuestro camino iba a ser la vía del tren. Guiados por las indicaciones de otro peón, tomamos un camino, doblamos en otro lleno de pasto y después de subir una loma empinada divisamos la vía allá abajo. Habíamos partido temprano por la mañana; ya cerca del mediodía no pudimos seguir por el calor. Como atravesábamos una zona donde solo había campo, para escapar del sol tuvimos que armar un cobertizo con un nailon que llevábamos.

 Atamos en nailon sobre unas malezas de tallos delgados y nos quedamos en aquella sombra contemplando la vastedad quieta y muda del campo.

 Comimos un pan de chicharrón rescatado de la última cena en el establecimiento rural. Teníamos planeado cazar o pescar algo por el camino, y en teoría era muy fácil, pero hasta el momento no habíamos tenido ninguna oportunidad. El calor del día y nuestro reducido refugio casi nos obligó a tomar una siesta. Desperté cuando ya había pasado gran parte de la tarde. Mi amigo todavía dormía.

 Enseguida escuché un ruido, un animal escarbando no muy lejos nuestro. Me fui levantando lentamente hasta quedar sobre mis codos. Vi la mitad inferior de un armadillo que estaba concentrado cavando a unos pocos metros nuestro. 

El animal salía del agujero para retirar un poco de tierra y volvía a meterse en él. Cuando el armadillo desapareció casi todo me levanté y salí rumbo a él dando pasos grandes pero silenciosos. Ya sobre la criatura estiré la mano hacia él y esperé que retrocediera para quitar tierra, entonces lo levanté de la cola.

Alfredo se despertó con mi grito, se sentó, y al ver que yo levantaba en alto también lanzó un grito de victoria. El viaje ya se estaba volviendo una aventura y de las buenas. Animados, seguimos caminando porque la temperatura era más soportable. Como media hora después llegamos a un puente que era atravesado por un arroyo que en ambas orillas tenía monte franja. 

Habíamos mantenido al pobre animal vivo, pero allí tuvimos que matarlo. Ya empezábamos a sentir mucha hambre, y cuando el estómago ruge, no se puede tener lástima. Juntar leña entre dos fue fácil, y cuando el sol había vuelto anaranjado al horizonte, ya probábamos unos pedazos pequeños de carne que habíamos ensartado en un palo. 

Creo que nuestro primer error fue empezar a hablar de lo que íbamos a hacer con la plata que teníamos. Naturalmente nos desviamos hacia el tema mujeres. Mejor vestidos y con plata, ese tema lucía bastante mejor ahora. De ahí pasamos a hablar de nuestros hogares, de alguna cosa útil que podíamos comprar, y así nuestra mente quedó muy lejos del lugar donde nos encontrábamos. Inevitablemente sentimos nostalgia, y hablamos de lo bueno que sería llegar cuanto antes a nuestros hogares. Ya no teníamos ganas de estar allí. 

Eso no parece algo malo, pero mi abuelo siempre me había dicho que, al campo o al monte solo fuera cuando realmente tuviera ganas, o que si igual iba que no me distrajera pensando porque en la naturaleza hay que estar atento. Me aconsejó que si perdía las ganas de estar en un campamento, mas valía que me fuera en ese momento.

 Cuando ya se había hecho noche y nos repartimos el resto del armadillo, me puse a pensar en eso. Era obvio que no es agradable estar en un lugar si no se tiene ganas de estar allí, pero más allá de eso no entendía cuál era el inconveniente. A la derecha teníamos la oscura figura del puente, frente a nosotros una corriente mansa, un poco de monte más allá, y hacia la izquierda sombras de árboles, el monte acompañando el arroyo, y sobre todo eso, quietud y silencio. 

Cada tanto se escuchaba un relincho, algún mugido, un pájaro nocturno, peo esos ruidos solo servían para acentuar más el silencio que venía a continuación. 

Entonces entendí que una mente un poco ausente podía inquietarse en un lugar así, y que eso podía generar miedo. ¿Pero un poco de inquietud podría causar algo más? Estábamos por averiguarlo. Un poco más tarde la noche quedó más clara. Había asomado una luna llena. Gracias al armadillo estábamos llenos y por la siesta prolongada no teníamos ganas de dormir. 

Por eso y porque sabíamos que de día no podíamos avanzar mucho por el calor, decidimos aprovechar la luna y seguir de noche. Estábamos casi listos para partir cuando Alfredo me hizo poner atención a algo.

—¿Escucha bien? ¿Será el tren?

—Sí, pero viene lejos. Nos da vara avanzar un buen tramo —le dije.

Atravesamos el puente, hicimos cien metros cuando mucho y vimos la luz. 

—Bueno, parece que no estaba tan lejos —le dije.

—Ya me di cuenta. Vamos a bajar aquí mismo.

Mi amigo dio un paso largo hacia los pastos que había enseguida de los durmientes, y vi que cayó hacia adelante y desapareció en ellos. Eran más largos de lo que parecían, y la zanja entre la vía y el campo, más profunda. Cuando se levantó entre los pastos me empecé a reír, bajé con más cuidado, di un par de pasos y perdí la pisada también. Al levantarme ahora era él el que reía. El ruido del tren ya era fuerte cuando cruzamos el alambrado. Era un tren corto pero muy ruidoso. Ese ruido no pertenecía a aquella naturaleza, y enseguida la distancia lo apagó y la calma volvió a dominarlo todo. El ruido que nos dejó atrás me hizo sentir que estábamos en el medio de la nada.

 Sabíamos que estábamos en una zona rural muy apartada, pero una cosa es ser consciente de eso y otra es sentirlo. Cuando uno va concentrado en el ahora, apenas uno se siente separado de lo que te rodea, pero una mente dispersa, que está en otro lugar, hace sentir que uno es muy pequeño en la vastedad. Mi amigo también experimentaba lo mismo (me lo dijo después), por eso seguimos en silencio. Avanzamos un buen tramo por el campo hasta que un bosque de eucaliptos que llegaba hasta la vía nos cortó el paso. No sabíamos que tan ancho era y en el borde de él vimos que era muy tupido. Lo bordeamos hasta la vía. Ya empezaba a cruzar el alambrado cuando Alfredo me dijo:

—Tengo que ir al baño.

—¿Y que, estás pidiendo permiso? No estamos en la escuela ¡Jajaja!

—¡Ja...ja! Te lo digo para que me esperes.

—Claro, te espero ahí —le dije al terminar de cruzar el alambre.

—¿No podrías quedarte más cerca? No quiero darle la espalda a este bosque, me da mala espina. 

—Hazlo más ahí, al descubierto, aquí no hay nadie más. Pero igual vas a tener que ir hasta ahí por algunas hojas porque no tenemos papel ¡Jaja!

—Por eso, dale, espérame más aquí.

—Bien, bien. Me hubieras dicho esto antes de que cruzara.

Mi amigo ya estaba bastante asustado; yo también pero no quería reconocerlo. Eran las ganas de no estar allí que nos apuraba usando ese miedo incierto que se puede sentir en la naturaleza. Mientras Alfredo hacía lo suyo observé las sombras y partes más claras que la luz lunar formaba aquí y allá. 

De pronto quedé con la vista fija en algo sin saber qué era, pero me causó una impresión muy desagradable. Cuando lo entendí experimenté algo peor. Veía un tronco de árbol y parecía que una persona muy delgada estaba recostada a él, se la veía de lado. En ese momento Alfredo estaba listo para irse, y al notarme con la mirada fija en algo, la siguió y también vio aquello.  Volteé hacia él solo un instante, y a su vez él me miró. Cuando volvimos a fijarnos en aquello ya no estaba. 

No podía haberse movido a otro lado, tenía que estar detrás del tronco, solo así podía desaparecer tan rápido. Bastó otra mirada entre nosotros para hacer lo mismo. Ya teníamos una linterna en el bolsillo. Para darnos valor tanteamos dentro de nuestros bolsos hasta dar con el mango de los cuchillos. Encendimos las linternas apuntando hacia aquel árbol y retrocedimos. Era posible que fuera una persona real pero en ese momento no lo creíamos. 

Aquella actitud era muy extraña. Al alcanzar la vía seguimos iluminando los árboles. Resultó ser solamente una arboleda bastante pequeña. La dejamos atrás. Ni la noche clara ni el lugar abierto pudieron quitarnos aquella sensación tan fea. No mucho después, en una parte donde había pastizales altos en los costados de la vía (lo recuerdo y se me eriza la piel), de repente un hombre que llevaba puesto un sombrero grande salió gateando extrañamente del pastizal y se sentó en uno de los rieles de la vía. ¡Que espantoso! ¡Aquel gatear sobre sus manos y pies era tan extraño! Quedó sentado con la cabeza baja, oculta bajo el sombrero.

 Apareció como a veinte metros de nosotros. Durante unos segundos que parecieron minutos muy largos quedamos con la vista clavada en aquello. Si hubiera hecho algo más nos hubiéramos echado a correr como locos. Salimos de la vía atravesando el pastizal y desde allí ya no lo volvimos a ver. 

El terror que sentimos también fue como una inyección de atención. Al estar más concentrados en el ahora empezamos a tranquilizarnos y después nos pareció que ya nada raro nos podía ocurrir. Por la mañana doblamos en una ruta que atravesaba la vía. Por ahí nos desviábamos bastante pero por suerte una camioneta policial nos arrimó hasta la ciudad.     

lunes, 11 de agosto de 2025

El Misterioso Bosque Milenario

 ¡Saludos gente! Aquí el autor del blog, Jorge Leal. Este cuento, que es de terror cósmico, más o menos, me dio bastante trabajo, y nunca lo usé para nada. Hoy me acordé de él y lo dejé aquí, a ver si finalmente me sirve de algo. Gracias.


Alfredo fue enlenteciendo el paso hasta que se detuvo frente al borde de un bosque, porque creyó ver un rostro donde no tenía que haber uno.

A él le gustaba llamarse un senderista aventurero, porque solía tomar caminos poco transitados. Ahora, con su mochila en la espalda y el bastón de senderismo en una mano, recorría un campo gris, inmóvil y silencioso, que parecía extenderse infinitamente bajo un cielo que se iba nublando. Las nubes se veían muy compactas, casi como islas flotantes, y cada tanto sus sombras pasaban rápidamente por la pradera desolada. 

Estaba por volverse sobre sus pasos, porque aquel paisaje comenzaba a inquietarlo un poco, no sabía por qué, cuando divisó el límite de un bosque oscuro, que se levantaba allá a lo lejos, como una muralla que ponía un alto a la monotonía del campo. Entonces pensó que podía llegar hasta allí en un rato y ver si era interesante.

 Estaba más lejos de lo que juzgó, pero al fin alcanzó el borde, y ahí notó aquello extraño. Estaba en el tronco de un árbol colosal y nudoso. Era un rostro distorsionado, inmenso y grotesco, y lo que lucía como una boca, que aparentemente era una grieta en la corteza, mostraba una sonrisa maliciosa. Alfredo pensó que su mente armaba un rostro donde solo había grietas y nudos en una corteza vieja, y al dar un paso al costado se convenció de eso por un instante porque la forma desapareció; mas al voltear hacia otro árbol, se encontró con algo semejante a dos ojos sobresaliendo en la corteza, y estos lo miraban a él. 

—¿Impresionan, ¿verdad? —dijo de pronto una voz temblorosa de anciano.

 —¿¡Qué!? —preguntó Alfredo, sorprendido, casi impactado.

 El viejo era calvo, tenía una barba muy blanca y espesa, y unos ojos muy pequeños que casi desaparecían entre las arrugas. Vestía unas ropas muy humildes de color gris oscuro, y llevaba un bastón retorcido, lleno de nudos. ¿De dónde había salido, cómo no lo había visto llegar? Concluyó que los árboles lo habían distraído y por eso no notó antes al viejo cuando se acercaba.

 —Esas caras que se marcan en casi todos los troncos —dijo el viejo como si continuara una conversación de hacía rato—Esas caras impresionan por más veces que uno las haya visto. Debe ser que el mito que se cuenta de este bosque debe ser verdad.

—¿Qué mito? —preguntó entonces Alfredo, sintiéndose extraño por conversar así con alguien que había aparecido de pronto, y ni se habían saludado. pero extrañado y todo, ahora sentía mucha curiosidad. 

 —¿Me dice usted —lo interrogó a su vez el viejo, cerrando casi totalmente un ojo y ladeando la cabeza, como desconfiando—...que no conoce el mito de este bosque? Bueno, si, se ve que no es de la región. Se lo cuento entonces.

 Y apoyando las dos manos en el bastón, el viejo se acomodó para relatar una historia como si se lo hubieran pedido. A su vez, aunque algo sorprendido todavía, Alfredo lo escuchó con atención. Pero antes el bosque se agitó repentinamente, el viento silbó entre las ramas, las sacudió, y al volver la calma, una calma inquietante, la misma del campo gris que se extendía atrás, el viejo narró lo siguiente:

 —Voy a contarla a mi modo, pero lo principal es lo que cuentan todos en la región. Fue hace mucho tiempo, ¿cuánto? Creo que nadie lo sabe bien, pero seguramente muchos siglos atrás, y no, no es algo que yo haya vivido, no soy tan viejo ¡jeje! 

"Un pastor de ovejas acampo por aquí una noche de luna llena, debajo de un árbol, el único que había en la zona en esos tiempos. De repente se enderezó bruscamente hasta quedar sentado, y así escuchó y miró hacia todos lados. Lo había despertado el silencio, no un ruido, porque a veces el silencio puede llamar más la atención.

 “Se alarmó al no ver a sus ovejas pastando por allí, y había algo más, pero qué. Antes de levantarse pensó, y miró sobre su hombro derecho. El campo casi resplandecía porque el rocío que empapaba todo brillaba bajo la luz de la luna, y allá, a una distancia que no podía calcular, había dos grandes promontorios. ¿Eran unos peñascos, simples promontorios o cerros lejanos? No recordaba haberlos visto en aquel lugar. 

“Cuando empezaba a creer que más temprano la noche los había ocultado en la sombra, y que ya estaban allí, pero él no los había notado, los promontorios empezaron a crecer. Se elevaron y fueron tomando forma. Uno se parecía a un humano, el otro, aunque se le formaron brazos y se paró sobre dos piernas, de la espalda le sobresalían cosas largas, como esas ramas —observó el viejo señalando un árbol con el bastón—¿Qué eran esos gigantes? Nuestro pastor no tuvo dudas, eran dioses, o más bien, un tipo de dios y un demonio, el de las cosas en la espalda. La existencia de esos seres gigantes no formaba parte de las creencias religiosas del hombre, pero creyó que eran dioses porque podía sentir su energía.

 “Solo podemos especular lo que sintió en ese momento, porque con su lenguaje limitado nunca lo pudo expresar bien, pero seguramente sentía más terror que otra cosa. Y esto debe haber empeorado mucho cuando los dos colosos empezaron a luchar. Por suerte para el hombre, debían estar a varios kilómetros de distancia, aunque su tamaño creaba la ilusión de que estaban más próximos. La primera embestida, que fue del demonio, retumbó e hizo temblar la tierra horriblemente. El hombre cayó hacia atrás, empujado por un viento terrible, y arrastrándose se protegió detrás del tronco, justo antes de un nuevo estremecimiento. Los gigantes eran tan grandes que sus movimientos parecían lentos. Cada vez que chocaban, la tierra temblaba, y el pastor pensó que si seguían así iban a destruir todo, que sería el fin del Mundo. 

“Cuando los estruendos cesaron un instante, el hombre, protegido por el árbol, espió hacia los dioses, y vio que el demonio empezaba a llenarse de grietas luminosas. Se agrietaba por todas partes y su interior era luminoso. Entonces, el que tenía forma humana, levantó un brazo y lo descargó sobre el otro. La reacción fue increíble. El demonio explotó en miles de pedazos que volaron al cielo y se expandieron hacia todas partes. Muchos de esos trozos iban hacia el lugar donde estaba el pastor, por eso este creyó que era su fin.

 “Cuando los pedazos impactaron cerca de él, lo invadió la oscuridad y por quién sabe cuánto tiempo no supo más nada. Volvió en si cuando aún era noche, aunque la luna estaba muy baja. El ser con forma humana ya no estaba, y los pedazos del otro, que habían caído en toda esta zona, parecían haberse integrado al campo o desaparecido. 

“Nuestro pastor llegó al pueblo tambaleando, y creyó que todos también estarían impactados, porque, aunque no hubieran visto a los gigantes, si tenían que haber sentido el temblor de la tierra y las ráfagas como viento huracanado de la batalla; mas todos se comportaban normalmente, no se habían enterado. El hombre no se explicaba cómo, pero de alguna forma la batalla solo había afectado una zona determinada. Sería cuestión de magia, pensó. Y como no quería que lo tomaran por loco, por algunos años no le contó aquello a nadie.

 Mas cuando en la zona del enfrentamiento empezó a crecer rápidamente un extenso bosque muy extraño, con un único tipo de árbol que nadie reconocía, y con esas características que ve ahí, la gente empezó a especular cosas extrañas, y ahí sí el pastor se atrevió a narrar los sucesos de aquella noche. Aunque era un relato difícil de creer, al echar una mirada a estos árboles, así como usted lo hizo. 

Todos se convencieron. Y así se creó ese mito, si es que es eso. Si, puede que estos árboles sean como hijos del demonio, o todos son parte del mismo ser, producto de sus pedazos, y aunque ahora duermen, ¡quién sabe si siempre van a seguir así!”—terminó su historia el viejo.

 Alfredo quedó mirando la oscura fronda, sin saber qué decir después de aquella narración tan increíble. Cuando quiso hablar el viejo ya se retiraba, doblo hacia el bosque y pronto desapareció en él.