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domingo, 7 de septiembre de 2025

Pasa La Noche De Halloween En Un Hospital

                                Doctor Halloween

 Adrián estaba por salir a una fiesta de Halloween. Se ponía colonia frente a un espejo, cuando escuchó que en la sala sonó el teléfono. Les gritó a sus padres que atendieran, pero no lo escucharon porque estaban afuera, en el patio. Tuvo que atender él.

Su hermano, Marco, había tenido un accidente. Nada grave, dijeron, pero estaba en observación con algunos traumatismos.

Mientras buscaba un abrigo, vio de reojo el disfraz que dejara sobre la cama. Adiós noche de brujas. Toda la familia fue al hospital.

Marco tenía algunas vendas en la cabeza y la cara, y estaba adormecido por los calmantes. Luego de hablarlo un rato, la familia decidió quién se quedaba a acompañarlo. Primero sería Adrián, que por ser joven podía aguantar bien toda la noche. El acompañante solo tenía una silla al lado de la cama. 

Mientras su hermano dormía, él escuchaba los ecos de la ciudad. El ruido del desfile, fiestas, música aquí y allá. Halloween seguía allá afuera, como si nada.

Se quedó dormido sentado junto a la cama. No supo cuánto tiempo pasó, pero algo lo despertó. De pronto veía unos zapatos negros frente a él. Al levantar la vista, vio a un hombre muy alto, delgado como un poste, con una túnica blanca de doctor. Tenía la piel pálida, nariz y mentón afilados, y una sonrisa tan amplia que parecía dibujada con bisturí. Era calvo y tampoco tenía cejas. 

—Por fin despertaste —dijo el hombre—. Hace rato que te observo. Ahora voy a revisar a tu hermano... a ver si se está por ir al infierno.

Adrián no pudo moverse. El supuesto doctor se acercó a Marco, colocó un estetoscopio sobre su pecho y escuchó, siempre con esa sonrisa congelada.

—Qué lástima —murmuró—. Este todavía está fuerte. Hay dos en la otra sala que ya se fueron al hoyo. Me retiro. Dulces sueños.

Dejó una paleta, un dulce sobre la cama, y salió caminando lentamente. Adrián lo vio cerrar la puerta. Pero, de un instante al otro, estaba mirando al suelo. Levantó la cabeza, confundido. ¿Había soñado todo eso? Se convenció de eso mientras se secaba el sudor frío que le empapaba la frente.

Al amanecer, Marco despertó, balbuceando. Se movió en la cama y algo cayó al suelo. Adrián observó qué era aquello, entonces se horrorizó. Era la paleta, la misma que había dejado el doctor, el que creía parte de una pesadilla.

Para salir de toda duda, preguntó a una enfermera si algún médico había pasado durante la noche, aunque no podía concebir a una persona tan aterradora, y lo que había dicho no era algo propio de un doctor. Ella negó con la cabeza. Nadie hizo rondas, como él ya suponía. Y más tarde se enteró que, en otra habitación, dos pacientes murieron esa noche.

Cuento de terror. Halloween en un hospital.



martes, 19 de agosto de 2025

Cuentos de terror de Halloween

                            Halloween De Terror

         La gente tenía que hablar a los gritos porque además de la música, el ruido de la lluvia estaba muy fuerte. Era la noche de Halloween y se encontraban en un club campestre. En el salón de fiestas todos estaban disfrazados. Había gente con disfraces clásicos, otros con unos más originales, y no faltaban los tan extraños que nadie sabía bien qué eran. Matías vestía como “El Zorro”. Tomando un trago se arrimó al ventanal del salón. 

Con el vaso sobre los labios e intentando ver más allá de la oscuridad y el aguacero, se imaginó su vehículo y pensó que lo había dejado muy lejos. Unos pasos bajo aquel chaparrón y estaría empapado. En el medio del salón el tipo que organizó la fiesta bailaba ridículamente, y les arrancaba carcajadas a sus invitados. 

Matías seguía mirando hacia afuera. Del otro lado había un porche que cubría una vereda donde no había nadie porque la lluvia salpicaba hasta allí. En esa especie de vereda bajo el porche había algunas mesas con vasos y varias bandejas con bocadillos. Más allá, donde la luz empezaba a disminuir, se veían apenas unos árboles, algunos bancos bajo unos techos de paja, y después todo era oscuridad y lluvia torrencial.

Matías todavía miraba por el ventanal cuando se topó con una mirada. Era un tipo que soportaba el aguacero parado y quieto como una estatua en la parte donde la luz empezaba a perder con la oscuridad. Vio sus ojos porque tenían cierto brillo. Matías desvió la mirada hacia el salón. Una gran bola de cristales colgaba sobre la pista y brillaba con fuerza irradiando colores. Pensó que eso era lo que reflejaban los ojos del tipo, no lo consideró mucho, solo volvió a mirarlo. 

Por lo que se distinguía de él: pelo largo, barba desprolija, un saco de hombros caídos, desalineado, se deducía que era un vagabundo. “Pobre tipo”, pensó Matías “Debe estar mirando la comida. Se la voy a dar antes de que alguien más lo vea y haga que lo corran”. Primero miró en derredor con disimulo para ver si alguien más lo había notado. Todos bailaban y tomaban. 

Salió al corredor exterior, se arrimó a las mesas y echando algunas miradas hacia adentro, tomó la bandeja más grande que vio y empezó a poner en ella los bocadillos que había en las otras. No eran sobras, eran cosas que nadie había tocado, pero seguramente iban a terminar en la basura. 

Para él eso no era aceptable que se desperdiciara eso, habiendo un necesitado allí. De solo imaginarse el frío y las ganas de comer que debía tener aquel hombre, dejó de importarle que lo vieran y aumentó el montón de bocadillos. Cuando giró hacia el vagabundo, ya no se encontraba en el mismo lugar. 

Lo buscó con la vista y lo halló al final del corredor, en un lugar donde no podían verlo desde las ventanas. Fue hasta el sujeto y se metió un par de bocadillos en la boca, para animarlo y demostrarle que no eran sobras. 

—¡Hola! Sírvase, están muy buenos —le dijo Matías al terminar de tragar. 

El sujeto no dijo nada, solo lo examinó un momento con la vista, después miró el contenido de la bandeja, y estiró una mano hacia él para tomar un bocadillo.

—Tome toda la bandeja —lo animó Matías—. Las de adentro también están llenas. La gente solo está bailando y tomando. Empezó muy tarde la fiesta y seguro todos ya habían cenado. 

—Gracias —le dijo el sujeto con una voz profunda, y bajó levemente la cabeza con un gesto de agradecimiento.

—De nada. En aquellos bancos estaría protegido de la lluvia.

El otro asintió con la cabeza, dejó el porche y la lluvia volvió a castigarlo mientras caminaba lentamente. Matías pensó que tenía que haberle dado otra bandeja para que tapara las cosas. Dio unas zancadas hasta las mesas y al mirar hacia el punto donde suponía que iría el vagabundo, se extrañó al no hallarlo. 

En ese momento se intensificó la lluvia y estallaron unos truenos. Dedujo que el tipo había corrido hacia un lugar resguardado, pero le resultó raro que fuera tan rápido. Volvió a la fiesta. Una Gatúbela muy sonriente lo miraba, y él le correspondía la sonrisa, cuando se apagaron las luces y quedaron a oscuras. 

Y como afuera no había relámpagos, solo lluvia y algunos truenos, la oscuridad era absoluta. Se escuchó una exclamación general y varias voces dijeron lo obvio, que se había cortado la luz. Los que tenían el vaso lleno se quedaron quietos; los que lo habían dejado sobre las mesas, temiendo que aquello durara mucho y le fuera a dar sed, buscaron los suyos a tientas y, naturalmente, algunos cayeron al suelo.

 Otros se creyeron más afortunados, pero al tomar un trago descubrieron que no era su vaso, al sentirle gusto a pintura de labios o al notar que era otra bebida. El que organizó la fiesta se puso a gritar que todo estaba bien, que solo se quedaran quietos, porque en cualquier momento volvería la luz.

 Los presentes sentían la fea sensación de las pupilas dilatadas al máximo buscando algo de luz. Por pedido del anfitrión, la fiesta era libre de humo, por lo que nadie andaba con encendedores, por eso, solo algunos celulares desafiaron la oscuridad. Eran pocos celulares, porque muchos los habían dejado en una pieza junto con los abrigos. 

Un tipo con celular se ofreció para hacer de guía, pero de pronto aquella luz se apagó y el sujeto dejó de responder. En aquella terrible oscuridad, el estallido de un vaso contra el suelo hizo gritar a una mujer, y seguidamente gritó otra. “Algún avivado que metió mano”, pensó sonriendo Matías. 

Mas después se escuchó el grito de un hombre, y de otro, y la luz del último celular se apagó de golpe. Muchas voces inquietas empezaron a preguntar cosas y tras un nuevo grito la histeria se propagó como una electricidad. Ahora casi todos gritaban y en medio de eso sonaban cristales, mesas que caían y golpes sordos que eran la gente cayendo contra el piso. A Matías lo pechó algo y tanteó que era una cosa peluda. 

El susto lo hizo reaccionar agresivamente y le propinó a aquello un golpe tipo cachetada que, para desgracia del tipo que se había disfrazado de hombre lobo, le dio con la base de la palma justo en la oreja. En plena confusión, Matías llegó a recordar y asoció lo que tocó al disfraz de hombre lobo que había visto. 

Temió haber matado al otro invitado, y pensó que aquella locura tenía que parar, sino se iban a hacer mucho daño. Gritó pidiendo calma, pero fue inútil. Ahora, a los gritos de histeria se sumaban unos que parecían ser de dolor y terror. ¿Qué estaba pasando allí? No era solo gente cayendo y pechándose entre si, había, ¡intrusos! ¡Había intrusos que estaban matando a la invitados! 

Empezaron a escucharse sonidos guturales ahogados, como de alguien que se ahoga en su sangre y, ¡otros que sonaban como fuelles que eran la respiración de gente sin cabeza! Todos esos ruidos causaban un terror indescriptible en los que seguían vivos. Alguien gritó ronco al lado de Matías, pero desde una posición más alta, porque lo estaban levantando en peso mientras le apretaban el cuello. Matías intentó ayudarlo y dio unos manotazos en la oscuridad. 

Una de sus manos encontró una cara y al tocar aquello, por lo que tanteó se imaginó que el otro tenía cara de cerdo. En realidad, eran rasgos de murciélago. Los había atacado un grupo de vampiros. El vampiro tenía una mano libre, y con esa apresó la garganta de Matías, pero en ese momento se escuchó una voz profunda que ordenó: ¡A ese no! Entonces lo soltaron y cayó hacia atrás.

 Ya casi enloquecido de terror, como los pocos que aún vivían, se arrastró por el piso hasta que dio con una pared y allí se acoquinó en la oscuridad protegiéndose con los antebrazos y las rodillas. Después escuchó varias veces aquella orden ¡A ese no! Su mente terminó escapando de aquel terror, se desvaneció, y cuando volvió en si ya estaba amaneciendo y el día le mostró que estaba rodeado de cadáveres pálidos.

Algo similar había pasado en cantidad de lugares. Las criaturas de la noche habían decidido festejar así todos los Halloween. Después de ese la noche, Halloween fue verdaderamente de terror.                 


              

                            En Una Morgue

Mi trabajo como guardia de seguridad en un hospital, había sido bastante fácil hasta esa noche. Contra la pared tenía un banco que cada vez me resultaba más duro; a mi derecha el corredor seguía unos cuarenta metros tal vez hasta que doblaba hacia la izquierda. En la pared que tenía a mi espalda, había una serie de ventanas muy altas y pequeñas. Del otro lado, tres puertas: una daba a una escalera que conducía hacia el segundo piso del hospital, escalera que nadie usaba ya. Detrás de otra de las puertas había una habitación pequeña donde guardaban todo tipo de cosas, y la última, nunca supe hacia dónde iba. 

Y esta era la mejor parte del corredor, porque a mi izquierda estaba la gran puerta de la morgue, y nada más. Sin quererlo, tal vez por pasar tanto tiempo en un corredor casi vacío, leí una y otra vez aquel letrero que indicaba que había más allá, y por eso llegué a odiarlo. Casi todo el tiempo estaba solo, y los sonidos del hospital apenas llegaban hasta allí, y lo que llegaba se escuchaba como rumores indefinidos. 

Y cuando pasaba gente, casi siempre iban con una carga que no quera ver. A veces en el corredor quedaba un olor, que se quedaba un rato retorciéndome las tripas. En algunas ocasiones algún doctor me pedía que ayudara a pasar un cuerpo muy pesado de la camilla a la mesa. Creo que por un buen tiempo salía de allí pálido. Pero uno se va acostumbrando, incluso a cosas así.

 Solo una vez, antes de la noche que les voy a contar, pasé allí una situación fea, de miedo. La puerta de dos hojas se abrió y dos médicos casi se pecharon al salir. Tenían los ojos grandes, parecían asustados, y mientras me hablaron no dejaron de mirar de reojo hacia la puerta. Allí atrás estaba el cuerpo de un criminal muy peligroso que la policía había baleado, y el cuerpo del desgraciado se había movido tanto que los médicos pensaron que estaba vivo. 

Ellos todavía no lo habían revisado, y no sería la primera vez que alguien se equivoca al dar a alguien por muerto. Al traerlo, un policía les había hablado sobre lo peligroso que era, y parece que estaban impresionados. Si ellos, acostumbrados a cuerpos, se habían asustado, por qué tenía que ir yo a ver si todavía aquel no se iba al infierno.

 Más bien, yo tenía que comprobar que no estuviera muy vivo. A los doctores les preocupaba que hubiera llegado allí fingiendo su muerte. Como fuera, allá fui yo, disimulando el temblor en mis piernas. A diferencia de los doctores, no me asustaba que estuviera vivo, me asustaba que se moviera no estándolo, creo que se entiende. 

Entré. Me habían indicado el lugar del cuerpo. Con tantas cosas afiladas por allí, lo primero que tenía que hacer, a una distancia prudente, era ver sus manos. No tenía nada. Me acerqué un poco. Era un calvo de cara muy ancha. Tenía la boca un poco abierta y se le veían los dientes amarillos. Sí era intimidante pero el desgraciado estaba tieso, y no parecía menos muerto que los otros que se encontraban en el lugar. Llamé a los doctores y estos pasaron a revisarlo. Ya la había quedado, y parece que mucho antes de que lo trajeran.

 Debió tratarse de un movimiento natural nada más, un tipo de contracción que a veces puede ser algo violenta y cosas así, dijeron los médicos, convenciéndose uno al otro. Natural, pero buen susto que les dio, pensé, y a mí también. A parte de eso nunca ocurría nada más desagradable de lo que ahí era normal. Hasta que llegó la noche de brujas.

 Como a la medianoche, los tres doctores que habían trabajado ese turno se retiraron con cara de cansados. El otro turno ya tenía que estar, pero era bastante normal que se demoraran. Cuando quedaba solo trataba de no pensar mucho, de no imaginarme lo que había más allá de la detestable puerta. Por eso solía dibujar garabatos en una libreta que siempre llevaba. Estaba en eso cuando escuché el primer ruido. 

Dejé la libreta a un lado y enseguida mi mente me mostró una imagen de lo que causaba el ruido. Le quitaban bruscamente los frenos a las camillas. Me levanté de un salto. Solo por allí se podía entrar a la morgue, y los únicos que habían estado en el sitio se habían retirado hacía rato. Los únicos vivos, claro, de los otros había un lote. 

Y empezaron los chirridos, chirridos de camillas que se movían. No quería mirar, y ojalá no lo hubiera hecho, pero era mi trabajo. Fui lentamente hacia la puerta y espié por la ventana. Las camillas que tenían cuerpos se movían para adelante y para atrás. Los muertos se movían un poco, pero era por el movimiento de las camillas que iban hacia atrás y hacia adelante bruscamente. Parecía que unos seres invisibles estaban jugando con ellas y sus ocupantes.

Que imagen tan aterradora. Me aparté del vidrio y empecé a retroceder. Topar con cosas del más allá no era parte de mi trabajo. Viendo lo que vi, no sé por qué guardé primero mis cosas, la libreta y un termo, en vez de salir de allí cuanto antes. Fue la costumbre, supongo. Había hecho esto sin darle la espalda a la puerta. 

Adentro pararon los chirridos. Cuando volteé para salir como un viento, ya sin importarme nada, desde adentro de la morgue empezaron a dar golpecitos en la ventana, así como si quisieran que volteara, como llamándome. Seguí alejándome sin hacer caso. Entonces escuché que la puerta se abrió de golpe, sonaron varios pasos que corrían hacia mí, y yo a mi vez me largué a correr.

 Los pasos sonaban como si fuera gente descalza, aunque a la vez se escuchaban como arañazos con cada paso, como si tuvieran garras o uñas muy largas. Fue, obviamente, el momento más aterrador de mi vida. Corrían a unos metros de mí.

 De acercarse más hubiera volteado y, quién sabe, tal vez hubiera muerto del susto si aquellas cosas ya no fueran invisibles. Cuando doble en el otro corredor, dejaron de seguirme. Nunca regresé a ese maldito lugar. ¿Qué eran las cosas que andaban allí? Supongo que brujas divirtiéndose a su modo, dicen que las muy poderosas a veces pueden ser invisibles. FIN 



                               La Visita 

Ese Halloween no podía terminar bien, supongo que eso ya estaba destinado. Si el hecho principal, el aterrador, le hubiera pasado a otro y no a mí, probablemente al escucharlo le buscaría alguna explicación racional. Por eso no voy a decir quién soy ni donde pasó ni nada de eso. 

Que cada uno lo tome como quiera. En ese tiempo había visitas en mi casa. Era un lote de parientes, y de noche se acomodaban hasta en la sala, sobre colchones o camas inflables. Convivir así era un poco molesto, la verdad, pero a la vez lindo, no lo voy a negar. 

Cada comida parecía una fiesta con tanta gente. Y como hizo buen tiempo todos esos días, se comía en el patio del fondo, se unían un par de mesas largas, y si el sol estaba algo fuerte se colocaba una lona como techo. También me gustaba comer así porque podían acompañarme mis dos perros; aunque mis padres me regañaban, porque mis perros eran grandes y andaban dándole latigazos con la cola a todo el mundo. Querían que los llevara para el frente, pero yo no lo hacía.

 Nadie puede molestar en su propia casa. Si los parientes querían venir, pues que se aguantaran algún que otro latigazo de cola. No sabía que la peor visita estaba por venir y no era un pariente.

 Al final, tanta gente amontonada allí como que me saturó un poco, y ya veía solo lo negativo. Por eso, cuando llegó Halloween, me alegró la idea de alejarme de las visitas. Una noche fuera de mi habitación compartida con unos primos, a los que veía cada un año, era como un descanso. 

Temí por un momento que mis padres me obligaran a llevarlos esa noche, a cuidarlos más bien, pero por suerte mis tíos no los dejaban salir, porque desconfiaban de la noche en una ciudad grande. Mis primos eran solo unos adolescentes. Mejor para mí, no quería cuidar críos. 

Me fui a la casa de un amigo temprano por la tarde. Allí nos íbamos a disfrazar. Esperamos la noche hablando de lo que habíamos hecho durante las noche de brujas pasadas, y eso nos daba más ganas de salir. Y así llegó la noche. Salimos a la calle, a pie. 

Iba disfrazado de mosquetero; mis amigos, que eran cuatro, todos de zombis. Me gustaba el traje, hasta el sombrero, pero la espada de espadachín que llevaba era un juguete para niños, una bastante pequeña. Naturalmente, mis amigos hicieron bromas sobre eso hasta que se aburrieron.

 La noche de brujas donde vivo, es básicamente, desfiles de niños temprano, y después bailes de disfraces en clubes. Algunas fiestas privadas hay pero pocas. La noche se presentó bastante ventosa.

 Soplaba una ráfaga y volaban hojas de árboles, o planeaba en el viento algún papel sacado de la basura. Los tramos donde las calles estaban desiertas parecían estar a tono con Halloween, había como cierto aire raro.

 Cuando pasaba por nosotros algún vehículo con disfrazados, nos gritaban y nosotros les respondíamos, por costumbre, y por mi parte, un poco para romper ese silencio que parecía querer imponerse en la ciudad. Uno de esos vehículos pasó lentamente, y cuando gritaron y nos saludaron levantando las manos, no sé por qué desenvainé mi espadita y la levanté, los saludé así. 

Al ver aquella espadita las carcajadas en el vehículo fueron como una explosión. No lo temé a mal, me reí también, y mis amigos se doblaban a carcajadas. Y así seguimos, a carcajadas, hasta que nos aproximamos a la esquina del cementerio.

 Enseguida dejamos de reír y seguimos en silencio, secándonos alguna lágrima que se nos había escapado de tanto reír. No necesitábamos decir nada. Todos sabíamos que frente a un cementerio hay que mantener cierta conducta, más si es de noche. Cuando atravesábamos el frente del campo santo, vimos que un grupo de disfrazados venía hacia nosotros. Uno disfrazado de payaso aterrador, parece que se sentía muy valiente, tal vez creyendo que asustaba con aquella máscara, y caminaba como si fuera el dueño del mundo. Cuando pasó a mi lado me empujó con el hombro. Volteé enseguida y lo increpé. ¡¿Que no ves con esa caretita o qué?

 Cuando giró y caminó hacia mí como invitándome a pelear, acepté sin dudarlo. Siempre pensé que el que pega primero tiene media pelea ganada. Parece que él también pensaba eso, porque apenas estuve a su alcance me lanzó un manotazo; pero mi puñetazo también iba en camino, y más que nada por suerte le di bien en el mentón. 

Y payaso al suelo. Entonces sus compañeros se me vinieron encima, pero mis amigos intervinieron rápido, y por un momento hubo algunos encontronazos e insultos. Mas aquel grupo no era gran cosa y se retiraron llevándose al payaso, que ahora tenía las piernas como blandas.

 Mis amigos me palmearon la espalda y felicitaron. ¡Qué se creía ese tipo, asustarme con aquella máscara, a mi nada me asusta!, les dije gritando. Entonces uno de mis amigos, como recordando de pronto dónde estábamos, se tapó la boca y señaló con el pulgar hacia el cementerio. 

No era un buen lugar para andar de pelea y a los gritos, y menos insultando, y en mi última frase había exagerado. Pero ellos habían empezado. Como por la mitad de la otra cuadra recién me di cuenta de algo, tenía la camisa rota. Había sentido que el manotazo del payaso me alcanzó en el pecho, pero no noté cuándo se rasgó la camisa, ni mis amigos lo habían notado. 

Mi camisa rota les causó mucha gracia hasta que les dije que así no iba a ir al baile. Entonces empezaron a decirme que fuera igual, que no importaba, que tal vez la gente podía creer que era parte del disfraz, que en el lugar no se iba a notar y cosas así, pero ninguno me convenció. Ya bastante ridícula era mi espadita. Regresé solo. 

Al pasar frente al cementerio caminé rápido. Sentí por un momento que algo me venía siguiendo, pero detrás de mí no había nada, nada que pudiera ver. Al dejar el cementerio atrás pasó esa sensación. Al llegar a mi casa, mis perros estaban en el patio del frente, y el portón del corredor que conecta con el fondo estaba cerrado. Pobrecitos, los corrieron para acá, les dije mientras le acariciaba la cabeza.

 Se habían acercado a mí meneando sus colas, pero de repente empezaron a ladrar hacia la calle. Por en la calle no iba pasando nadie. Le ladran al viento, pensé mientras abría la puerta con mi llave. Entré y fui derecho al baño, pero antes de llegar volteé y escuché que mis perros ahora ladraban hacia el interior de la casa. 

Creí que los pobrecitos querían pasar para el fondo. No me crucé con nadie, algo que era raro en esos días, aunque por un instante creí que alguien iba a aparecer. Toqué la puerta del baño preguntando si había alguien, hubo un instante de silencio, y cuando mi mano ya iba hacia el picaporte, una voz indefinida me respondió fuerte y claro, “Está ocupado”. Digo que la voz era indefinida, porque, aunque sonó clara y fuerte, no pude distinguir si era un hombre o una mujer.

 Igual no tenía tantas ganas, podía esperar un rato. Además, por causa de las visitas mi vejiga ya se estaba volviendo muy resistente. Salí al fondo y allí estaban todos. Eso fue lo aterrador, estaban todos. No faltaba nadie. Entonces le pregunté a mi padre si alguien más se encontraba en la casa. “Nadie, estamos todos aquí”, me respondió después de repasar el grupo con la mirada. 

Yo insistí y le dije que recién había pasado por el baño y que alguien estaba en él, que había hablado. Se lo repetí otra vez, le dije que no era broma, y él me miró extrañado hasta que se convenció de que hablaba en serio. Fuimos a ver. Golpeamos la puerta del baño y nada. Mi padre la abrió y estaba vacío. Nuestra conversación no había pasado desapercibida, y un par de tíos se nos unió.

 Después otros llegaron preguntando qué pasaba. Revisamos toda la casa, no hallamos nada. Los perros ahora de nuevo ladraban hacia la calle. Fuimos a ver. La calle estaba vacía. Un momento después se calmaron y volvieron a menear la cola.

 ¡¿Qué diablos había sido aquello?! No era una voz que viniera de afuera, había resonado allí. Y si era alguien que escapó mientras fui al fondo. ¿Cómo hizo para pasar por los perros sin que estos lo atacaran? ¿Y cómo salió? Primero que nada, ¿acaso tenía llave? En los costados el terreno tiene muros altos, además, todas las ventanas estaban cerradas por dentro. 

Para que me creyeran y para explicar lo de mi camisa rota, les conté todo lo que pasó antes. Entonces uno de mis tíos, el más viejo, se empezó a pasar la mano por la barbilla mientras miraba hacia arriba y a un costado, como si recordara algo, o pensara muy profundo. Finalmente me dijo:

 “Primero voy a decirte que no te asustes, creo que ahora ya estás bien y no va a pasar nada, pero creo, mi sobrinito, que frente al cementerio enojaste un poco a un espíritu, y entonces te siguió para hacerte una broma pesada, tal vez para asustarte cuando estuvieras acostado, pero en el momento decidió hacerte esa jugarreta del baño”. Y eso es lo que creo que pasó. FIN.

                                          

                                Las Vecinas

Alquilé la última casa de una calle ciega, y muy siniestra. La calle terminaba allí, después había un campo. Frente a la vivienda había una fila de terrenos baldíos, y al lado resaltaba una extensa propiedad que parecía un monte, donde vivían unas viejas. 

Que hubiera tan poca gente en los alrededores me preocupaba un poco, porque la zona podía ser vulnerable a robos. Ignoraba que el problema era justamente las vecinas. Los primeros días no las vi, sabía que allí vivían tres viejas porque la mujer de la inmobiliaria que me alquiló la casa me lo dijo. La vivienda vecina, una construcción gris y fea, cuando uno iba pasando en frente aparecía y desaparecía detrás de un jardín exuberante.

 Digo jardín, pero era en realidad era una masa de todo tipo de plantas, árboles y arbustos creciendo amontonados y en desorden. En aquel caos verde oscuro las vi por primera vez, y me llevé una impresión muy fea. El día estaba horriblemente nublado, medio verdoso en algunas partes, y yo llegaba a pie, apurado por resguardarme de una vez en mi casa. 

Al pasar frente a su terreno, un ruido entre las plantas me hizo voltear, y vi que una mujer que parecía increíblemente vieja, se habría paso entre las plantas andando encorvada, inclinada hacia adelante.

 Me sorprendió lo rápido que se movía en esa posición tan incómoda. Iba tan inclinada hacia adelante, que no comprendía cómo podía avanzar así sin caerse o apoyar las manos. Llevaba las manos cerca de la cara e iba olfateando unos manojos de plantas. Cuando me notó se detuvo y se fue enderezando de una forma que me pareció anormal. 

¡Que impresión más fea! También me detuve, sin quererlo, y entonces escuché otro ruido, y seguidamente otro. Estos últimos fueron hechos intencionalmente, sacudiendo las ramas que tenían al lado, y así conocí a las otras. De un momento a otro me estaban mirando unas ancianas con la cara más arrugada que jamás veré en mi vida.

 Tenían los ojos claros, entre grises y celestes, y me miraban como a veces miran los gatos cuando uno los corre de su lugar favorito. Las tres tenían el pelo muy largo y blanco. Sus ropas me pareció que eran unas telas viejas, tal vez unas cortinas, medio convertidas en vestidos. Reponiéndome un poco de la fea impresión, tragué saliva y saludé. 

No me respondieron, solo se empezaron a mirar entre ellas y ahí pasó otra cosa muy rara. Se sonreían levemente, con malicia me parecía, o hacían algún gesto como de desagrado, o de falta de importancia, y hubo algunas miradas como de reproche entre ellas, y todo esto mientras me echaban alguna que otra ojeada rápida. 

Parecían estar discutiendo, hablando sobre mí, decidiendo algo, pero sin decir una palabra, como si se leyeran las mentes. Por último, las tres me miraron como con desdén y se perdieron entre las plantas. Solo entonces pude seguir hasta mi casa. Al contarle sobre ese encuentro a mis conocidos, todos decían que solo debían ser unas viejas locas que me habían impresionado mucho, pero que debían ser eso solamente. 

De a poco me fui convenciendo también. Cuando las veía a veces, andaban juntando plantas en su jardín y ni me miraban. Solo unas viejas locas. Hasta que llegó la noche Halloween. Había llovido desde la mañana. Y no era una lluvia de esas mansas, era con viento, truenos y relámpagos. A pesar del tiempo, unos amigos me llamaron y dijeron que iban a organizar una fiesta de Halloween igual, y querían que fuera. 

Como se ofrecieron a ir a buscarme en camioneta, les dije que sí. Por la tormenta la noche llegó antes. Las paredes temblaban por los truenos y las luces de los relámpagos se colaban por las ventanas. Me apronté, pero ya empezaba a tener pocas esperanzas de que me fueran a buscar. 

De pronto tocaron a la puerta. Estaba por abrir, pero como que presentí algo y no lo hice. Iba a preguntar quién era cuando unas voces de anciana empezaron a decir: “Vecino, vecino. Venga a nuestra fiesta. Vecino...”, y después una de ellas dijo: “Vecino, hicimos una fiesta, vinieron muchas amigas, y quieren... conocerlo. Hay una cena. Venga, vecino”, estas últimas palabras sonaron como una orden. 

No quería, pero estaba por abrir la puerta cuando, al haber amainado un poco los ruidos de la tormenta, escuché que un vehículo se estacionaba en frente. Ya no sentí el impulso de atender a las viejas, y tuve miedo de que todavía estuvieran allí. Cuando tocaron la bocina varias veces sentí confianza y salí. Las viejas ya no estaban. 

Habían ido a buscarme dos amigos. Cuando les conté lo de las viejas, se sorprendieron. “¿Nos dices que acababan de hablar cuando escuchaste la camioneta?”, me preguntaron, y sonando ahora asustados me dijeron: “Entonces múdate inmediatamente de ahí. Hoy te quedas en casa, y mañana, bien de día, te ayudamos a mudarte. Porque amigo, cuando llegamos frente a tu entrada, en ella había tres gatos, o gatas, supongo, que salieron huyendo al vernos”. FIN. 


domingo, 10 de agosto de 2025

Los Árboles Viejos

¡Hola gente! Este no es el cuento de terror que iba a subir primero, una historia sobre la reapertura del blog. Este es sobre halloween. Lo hice para colaborar con un canal de youtube hace años, y como lo tenía por ahí acumulando polvo, lo subí acá. ¡Saludos!


Mientras caminaba por el barrio me sudaban las manos, y sentía un ligero temblor en las piernas, por el miedo. Llevaba mis cuadernos bajo el brazo, en esa época se cargaban así, e iba vestido con uniforme de estudiante. Cuando algunos conocidos pasaron por mí y me saludaron, por su mirada me pareció que pensaban: ¿Y este hacia dónde va, si recién salió de estudiar, y su casa está hacia el otro lado? 

Interpretaba así las miradas por lo nervioso que estaba, lo aterrado más bien. Solo tenía trece años. Me encontraba nervioso porque le había mentido a mis padres. Sí les dije que después de clase no iba a ir directo a casa, y que iba a estar fuera unas horas, pero mentí sobre el lugar. Mi destino no era la casa de un amigo, iba a reunirme con unos compañeros de clase en un lugar con mala fama, una fama aterradora. 

Era fin de octubre, su último día, pero la primavera, la de las temperaturas agradables, estaba retrasada en todo el Uruguay. Recuerdo que soplaba un viento frío que fue acumulando nubes en el cielo, hasta que todo quedó gris y feo. Las calles se fueron vaciando, y cada vez había más chimeneas echando humo. Con ese clima, se me ocurrió que tal vez mis compañeros no iban a ir al lugar citado, y que así me salvaría de hacer algo que, cuanto más lo pensaba, más aterrador me resultaba. Había salido a la cinco de la tarde, faltaba bastante para la noche, pero las nubes eran tan espesas en el horizonte que hacían que las tinieblas se fueran adelantando, agazapándose por aquí y por allá entre los rincones y bajo los jardines. 

De repente, cuando pasaba frente a una propiedad enrejada, un perro apareció de no sé dónde, se abalanzó contra la reja y me ladró furioso, con el hocico babeado y los ojos como enloquecidos. Me dio tremendo susto, salté hacia un lado, creo que hasta grité. Las únicas personas que pasaban por allí en ese momento, eran una pareja que venía de frente, y lo vieron todo. Ella se echó a reír sin disimulo; él, como que ahogó una risa y pasó a mi lado sin mirarme. ¡Maldito perro! Pensé al alejarme. Éste siguió ladrando como un loco. Entonces lo noté. ¿Acaso todos los perros del barrio se estaban volviendo locos? Aumentaban los ladridos junto con las sombras.

 Recordé entonces que en esos días había luna llena, y que eso a veces altera a los animales, y hasta a las personas, había escuchado no sé dónde. Después descubrí que ese día era particularmente especial.

Me dio tanta vergüenza que la mujer se riera de mí, que seguí distraído, pensando en eso, y por poco no paso de largo el lugar que era mi destino. Allí estaba, una plaza, le decían, pero no era parecida a ninguna otra plaza de la ciudad. El terreno era bastante chico y casi triangular, y estaba delimitado por unos muros altos. Desde la vereda de la calle se iba afinando hacia el fondo, y un poco antes de este resaltaban dos tremendos árboles, casi iguales, uno al lado del otro. En un lado, más cerca de la calle, chirriaban levemente por el viento algunas hamacas. Del otro lado, casi contra el muro, una serie de bancos de esos de cemento, y nada más. 

No parecía de ninguna forma, un lugar inquietante o peligroso; pero esa plaza tenía mucha fama de estar embrujada. Para alguien desconocedor de las historias que se contaban sobre la plaza, lo único curioso allí eran los árboles. Se supone que eran ombúes, mas nunca en mi vida volví a ver unos así. Tenían muchas ramas y eran terriblemente enmarañadas, casi como una madeja en unas partes. Era la razón de ser de aquella extraña plaza. Antes de que la ciudad existiera, esos dos ya eran viejos. Un profesor, el de historia, nos había contado que cuando todo era campo en aquella zona, una pequeña comunidad de europeos, nadie sabía bien su origen, solo se supo que venían de Europa, no de qué país, había acampado mucho tiempo allí mismo, bajo aquellos árboles inmensos. Cuando se empezó a formar la ciudad y las casas se fueron acercando, esa gente se fue y no se supo más nada de ellos. 

Pero esa parte no fue ocupada, siguió vacía. Muchos años más tarde, a algún político se le ocurrió que tenían que preservar a los árboles, y con ese fin se hizo la plaza. Pero nunca reunió mucha gente. Enseguida empezaron a circular avistamientos de apariciones y cosas así. Algunos dicen que hay historias de antes incluso, y eso explicaría por qué nadie ocupó el terreno. Varias personas decían haber visto a una mujer terriblemente gorda y demasiado fea para ser solo una mujer, otros decían haber visto a una mujer esquelética y muy alta, de brazos anormalmente largos, finos como unas ramas,  y había gente que afirmaba que una especie de enana casi redonda, se paseaba por allí algunas noches. 

Mujeres así solo podían ser, brujas, según la opinión de no pocos. Seguramente todos en la ciudad habían escuchado sobre ese tema, y aunque probablemente no todos creían, ya nadie se aventuraba por allí, y menos de noche. Incluso las viviendas cercanas estaban todas vacías. Eso podía explicarse por la gran humedad que había en esos terrenos, porque detrás de todo había un campo que solía inundarse. Pero los que creían en la plaza embrujada le echaban la culpa de todo.

Observaba el temido lugar desde la vereda, sin atreverme a dar un paso más allá. Tan hundido estaba en esos pensamientos, que cuando sentí que algo me tocó el hombro grité, me volví rápido y, otra vergüenza. Mis compañeros ya habían llegado sin que lo notara. Eran siete, cuatro varones y tres muchachas, y todos rieron. Reí también fingiendo que mi susto había sido actuado. Creo que nadie me creyó. Pues allí estábamos. Desde la vereda, todos observaron la plaza, ya serios.

A un compañero de salón se le había ocurrido, o más acertado sería decir, había tomado una idea de una película, y esta era la de pasar un rato, el que aguantáramos, en un lugar tenebroso. Solo ocho,  incluyéndome, fuimos lo suficientemente osados, o tontos para aceptar.  Aclaro que en esa época, sin bien todos sabíamos lo que era la noche de halloween, para nosotros era como cualquier otra, porque no se festejaba ni nada, solo veíamos eso en películas. Pero esa iba a ser diferente, sí íbamos a hacer algo, algo estúpido. 

Entre los asistentes estaba una chica que me gustaba. Después de intercambiar miradas entre todos, y como nadie se animaba a entrar primero, ni el que promovió eso, di los primeros pasos hacia la plaza y después me volví hacia ellos. Eso tenía que impresionar a la chica, o por lo menos compensar lo que había pasado hacía un momento. Todos pasamos al terreno y después de discutirlo un poco elegimos un banco largo donde cabíamos todos y sobraba lugar. La idea ahora era conversar sobre temas de terror, mayormente películas y cuentos de terror rural, de los que nos contaban nuestros abuelos, y que el tiempo pasara hasta que fuera de noche. 

Yo quedé en un extremo del banco, en el más alejado de la calle, no porque lo eligiera, sino porque los otros fueron más rápidos. El organizador tuvo el acierto de llevar una botella grande de gaseosa y una bolsa inmensa de saladitos, una comida chatarra que estaba muy de moda por esos años. Empinábamos la botella, la pasábamos, y cuando nos llegaba metíamos la mano en la bolsa de saladitos para sacar un puñado. Ya estaba bastante oscuro pero yo trataba de buscar algún interés en los ojos de la muchacha que me gustaba. Nada, solo me miraba muy brevemente. Mala suerte la mía porque ella era mi principal motivación para ir al lugar. Entonces miré hacia los árboles, arrepentido de estar allí. 

Bajo los árboles estaba completamente negro. Por lo menos estábamos bastante alejados de aquellos gigantes, porque su sombra ahora me inquietaba. Vi que todos mis compañeros en algún momento, volteaban hacia esas sombras. Cuando se encendieron las luces de la calle y un par de focos que había en la plaza, la cosa no mejoró mucho. Observé, extrañado, que la negrura bajo los árboles seguía igual, a pesar de que uno de los focos de luz estaba cerca. Mis compañeros, echando algunas miradas en derredor, hablaban de películas de terror y masticaban al mismo tiempo, y hacían algunas pausas para beber un trago, porque aquellas porquerías, los saladitos, se pegaban en el paladar. Enseguida la noche fue completa, llegó rápido, la luna llena debía estar detrás de muchas nubes, porque era oscura. Entonces sentí algo raro. ¿Qué era?

Demoré un rato en darme cuenta. Los perros, que por todos lados habían ladrado furiosos al atardecer, ahora habían callado. Ese silencio, ese cambio es lo que había sentido. Nunca había considerado a la noche de halloween; ahora no parecía una cualquiera. 

Cuando me pasaron la bolsa e iba a sacar un puñado, sonó un ruido raro, un rechinido fuerte. ¡Las hamacas de enfrente! Creo que todos miramos a la vez. Allí estaba, una mujer muy pequeña y anormalmente ancha, que mas que sentada parecía embutida en la hamaca, y nos miraba con unos ojos enormes, casi como de búho. Nadie dijo nada, no tuvimos tiempo. De pronto, el terror, el peor que sentiré jamás en mi vida, espero. Sentí que me arrebataban la bolsa, desde el extremo donde no había nadie, lo había comprobado hacía un instante. Entonces vi una mano inmensa, gorda y arrugada a la vez, de uñas negras. Seguí volteando y vi lo que estaba a mi lado. Era una mujer enorme en todo sentido, con una enorme cabellera abultada, y una boca descomunal, una bruja. 

“Yo también quiero”, me dijo con la voz más horrenda que alguien puede escuchar. Sonaba cavernosa y como si fueran muchas voces, y sentí un aliento fétido que casi me hizo desmayar. Los otros gritaron y salieron corriendo rumbo a la calle. En ese instante creí que me iba a atrapar; pero aquella cosa solo se llevó unos saladitos a la inmensa boca, y se echó a reír espantosamente. Bien pude haber muerto por el susto si no fuera muy sano del corazón, aunque creo que sí hubiera muerto de terror si me hubiera sujetado cuando me levanté. Por suerte no fue así y salí corriendo. La de la hamaca se liberó de esta y abrió sus cortos brazos y se inclinó hacia adelante como amenazándonos. Ya en la calle, cuando miré hacia atrás, una figura terriblemente flaca iba saliendo encorvada de allá atrás, de las sombras de los árboles, y la gorda inmensa agitaba mis cuadernos en una mano y los levantaba como enseñándomelos.   

A muchas cuadras de allí, conscientes de la enorme estupidez que hicimos, decidimos no contarle sobre aquello a nadie. Yo además del terrible susto, me gané una paliza de parte de mis padres por haber perdido los cuadernos. Aquellas mujeres de pesadilla sin duda eran todas brujas, que llegaban hasta allí, o salían de las sombras de aquellos árboles la noche de halloween, a hacer quién sabe qué ritual o algo así. Años después, por las muchas quejas de la gente, el municipio derribó los árboles, los arrancaron de raíz con topadoras y excavadoras, los cortaron en trozos y se los llevaron no sé a dónde. Aunque cubrieron el lugar con cemento, este se agrieta cada poco tiempo y de ahí empiezan a brotar ramas.