martes, 19 de agosto de 2025

Cuentos de terror de Halloween

                                            

                            En Una Morgue

Mi trabajo como guardia de seguridad en un hospital, había sido bastante fácil hasta esa noche. Contra la pared tenía un banco que cada vez me resultaba más duro; a mi derecha el corredor seguía unos cuarenta metros tal vez hasta que doblaba hacia la izquierda. En la pared que tenía a mi espalda, había una serie de ventanas muy altas y pequeñas. Del otro lado, tres puertas: una daba a una escalera que conducía hacia el segundo piso del hospital, escalera que nadie usaba ya. Detrás de otra de las puertas había una habitación pequeña donde guardaban todo tipo de cosas, y la última, nunca supe hacia dónde iba. 

Y esta era la mejor parte del corredor, porque a mi izquierda estaba la gran puerta de la morgue, y nada más. Sin quererlo, tal vez por pasar tanto tiempo en un corredor casi vacío, leí una y otra vez aquel letrero que indicaba que había más allá, y por eso llegué a odiarlo. Casi todo el tiempo estaba solo, y los sonidos del hospital apenas llegaban hasta allí, y lo que llegaba se escuchaba como rumores indefinidos. 

Y cuando pasaba gente, casi siempre iban con una carga que no quera ver. A veces en el corredor quedaba un olor, que se quedaba un rato retorciéndome las tripas. En algunas ocasiones algún doctor me pedía que ayudara a pasar un cuerpo muy pesado de la camilla a la mesa. Creo que por un buen tiempo salía de allí pálido. Pero uno se va acostumbrando, incluso a cosas así.

 Solo una vez, antes de la noche que les voy a contar, pasé allí una situación fea, de miedo. La puerta de dos hojas se abrió y dos médicos casi se pecharon al salir. Tenían los ojos grandes, parecían asustados, y mientras me hablaron no dejaron de mirar de reojo hacia la puerta. Allí atrás estaba el cuerpo de un criminal muy peligroso que la policía había baleado, y el cuerpo del desgraciado se había movido tanto que los médicos pensaron que estaba vivo. 

Ellos todavía no lo habían revisado, y no sería la primera vez que alguien se equivoca al dar a alguien por muerto. Al traerlo, un policía les había hablado sobre lo peligroso que era, y parece que estaban impresionados. Si ellos, acostumbrados a cuerpos, se habían asustado, por qué tenía que ir yo a ver si todavía aquel no se iba al infierno.

 Más bien, yo tenía que comprobar que no estuviera muy vivo. A los doctores les preocupaba que hubiera llegado allí fingiendo su muerte. Como fuera, allá fui yo, disimulando el temblor en mis piernas. A diferencia de los doctores, no me asustaba que estuviera vivo, me asustaba que se moviera no estándolo, creo que se entiende. 

Entré. Me habían indicado el lugar del cuerpo. Con tantas cosas afiladas por allí, lo primero que tenía que hacer, a una distancia prudente, era ver sus manos. No tenía nada. Me acerqué un poco. Era un calvo de cara muy ancha. Tenía la boca un poco abierta y se le veían los dientes amarillos. Sí era intimidante pero el desgraciado estaba tieso, y no parecía menos muerto que los otros que se encontraban en el lugar. Llamé a los doctores y estos pasaron a revisarlo. Ya la había quedado, y parece que mucho antes de que lo trajeran.

 Debió tratarse de un movimiento natural nada más, un tipo de contracción que a veces puede ser algo violenta y cosas así, dijeron los médicos, convenciéndose uno al otro. Natural, pero buen susto que les dio, pensé, y a mí también. A parte de eso nunca ocurría nada más desagradable de lo que ahí era normal. Hasta que llegó la noche de brujas.

 Como a la medianoche, los tres doctores que habían trabajado ese turno se retiraron con cara de cansados. El otro turno ya tenía que estar, pero era bastante normal que se demoraran. Cuando quedaba solo trataba de no pensar mucho, de no imaginarme lo que había más allá de la detestable puerta. Por eso solía dibujar garabatos en una libreta que siempre llevaba. Estaba en eso cuando escuché el primer ruido. 

Dejé la libreta a un lado y enseguida mi mente me mostró una imagen de lo que causaba el ruido. Le quitaban bruscamente los frenos a las camillas. Me levanté de un salto. Solo por allí se podía entrar a la morgue, y los únicos que habían estado en el sitio se habían retirado hacía rato. Los únicos vivos, claro, de los otros había un lote. 

Y empezaron los chirridos, chirridos de camillas que se movían. No quería mirar, y ojalá no lo hubiera hecho, pero era mi trabajo. Fui lentamente hacia la puerta y espié por la ventana. Las camillas que tenían cuerpos se movían para adelante y para atrás. Los muertos se movían un poco, pero era por el movimiento de las camillas que iban hacia atrás y hacia adelante bruscamente. Parecía que unos seres invisibles estaban jugando con ellas y sus ocupantes.

Que imagen tan aterradora. Me aparté del vidrio y empecé a retroceder. Topar con cosas del más allá no era parte de mi trabajo. Viendo lo que vi, no sé por qué guardé primero mis cosas, la libreta y un termo, en vez de salir de allí cuanto antes. Fue la costumbre, supongo. Había hecho esto sin darle la espalda a la puerta. 

Adentro pararon los chirridos. Cuando volteé para salir como un viento, ya sin importarme nada, desde adentro de la morgue empezaron a dar golpecitos en la ventana, así como si quisieran que volteara, como llamándome. Seguí alejándome sin hacer caso. Entonces escuché que la puerta se abrió de golpe, sonaron varios pasos que corrían hacia mí, y yo a mi vez me largué a correr.

 Los pasos sonaban como si fuera gente descalza, aunque a la vez se escuchaban como arañazos con cada paso, como si tuvieran garras o uñas muy largas. Fue, obviamente, el momento más aterrador de mi vida. Corrían a unos metros de mí.

 De acercarse más hubiera volteado y, quién sabe, tal vez hubiera muerto del susto si aquellas cosas ya no fueran invisibles. Cuando doble en el otro corredor, dejaron de seguirme. Nunca regresé a ese maldito lugar. ¿Qué eran las cosas que andaban allí? Supongo que brujas divirtiéndose a su modo, dicen que las muy poderosas a veces pueden ser invisibles. FIN 



                               La Visita 

Ese Halloween no podía terminar bien, supongo que eso ya estaba destinado. Si el hecho principal, el aterrador, le hubiera pasado a otro y no a mí, probablemente al escucharlo le buscaría alguna explicación racional. Por eso no voy a decir quién soy ni donde pasó ni nada de eso. 

Que cada uno lo tome como quiera. En ese tiempo había visitas en mi casa. Era un lote de parientes, y de noche se acomodaban hasta en la sala, sobre colchones o camas inflables. Convivir así era un poco molesto, la verdad, pero a la vez lindo, no lo voy a negar. 

Cada comida parecía una fiesta con tanta gente. Y como hizo buen tiempo todos esos días, se comía en el patio del fondo, se unían un par de mesas largas, y si el sol estaba algo fuerte se colocaba una lona como techo. También me gustaba comer así porque podían acompañarme mis dos perros; aunque mis padres me regañaban, porque mis perros eran grandes y andaban dándole latigazos con la cola a todo el mundo. Querían que los llevara para el frente, pero yo no lo hacía.

 Nadie puede molestar en su propia casa. Si los parientes querían venir, pues que se aguantaran algún que otro latigazo de cola. No sabía que la peor visita estaba por venir y no era un pariente.

 Al final, tanta gente amontonada allí como que me saturó un poco, y ya veía solo lo negativo. Por eso, cuando llegó Halloween, me alegró la idea de alejarme de las visitas. Una noche fuera de mi habitación compartida con unos primos, a los que veía cada un año, era como un descanso. 

Temí por un momento que mis padres me obligaran a llevarlos esa noche, a cuidarlos más bien, pero por suerte mis tíos no los dejaban salir, porque desconfiaban de la noche en una ciudad grande. Mis primos eran solo unos adolescentes. Mejor para mí, no quería cuidar críos. 

Me fui a la casa de un amigo temprano por la tarde. Allí nos íbamos a disfrazar. Esperamos la noche hablando de lo que habíamos hecho durante las noche de brujas pasadas, y eso nos daba más ganas de salir. Y así llegó la noche. Salimos a la calle, a pie. 

Iba disfrazado de mosquetero; mis amigos, que eran cuatro, todos de zombis. Me gustaba el traje, hasta el sombrero, pero la espada de espadachín que llevaba era un juguete para niños, una bastante pequeña. Naturalmente, mis amigos hicieron bromas sobre eso hasta que se aburrieron.

 La noche de brujas donde vivo, es básicamente, desfiles de niños temprano, y después bailes de disfraces en clubes. Algunas fiestas privadas hay pero pocas. La noche se presentó bastante ventosa.

 Soplaba una ráfaga y volaban hojas de árboles, o planeaba en el viento algún papel sacado de la basura. Los tramos donde las calles estaban desiertas parecían estar a tono con Halloween, había como cierto aire raro.

 Cuando pasaba por nosotros algún vehículo con disfrazados, nos gritaban y nosotros les respondíamos, por costumbre, y por mi parte, un poco para romper ese silencio que parecía querer imponerse en la ciudad. Uno de esos vehículos pasó lentamente, y cuando gritaron y nos saludaron levantando las manos, no sé por qué desenvainé mi espadita y la levanté, los saludé así. 

Al ver aquella espadita las carcajadas en el vehículo fueron como una explosión. No lo temé a mal, me reí también, y mis amigos se doblaban a carcajadas. Y así seguimos, a carcajadas, hasta que nos aproximamos a la esquina del cementerio.

 Enseguida dejamos de reír y seguimos en silencio, secándonos alguna lágrima que se nos había escapado de tanto reír. No necesitábamos decir nada. Todos sabíamos que frente a un cementerio hay que mantener cierta conducta, más si es de noche. Cuando atravesábamos el frente del campo santo, vimos que un grupo de disfrazados venía hacia nosotros. Uno disfrazado de payaso aterrador, parece que se sentía muy valiente, tal vez creyendo que asustaba con aquella máscara, y caminaba como si fuera el dueño del mundo. Cuando pasó a mi lado me empujó con el hombro. Volteé enseguida y lo increpé. ¡¿Que no ves con esa caretita o qué?

 Cuando giró y caminó hacia mí como invitándome a pelear, acepté sin dudarlo. Siempre pensé que el que pega primero tiene media pelea ganada. Parece que él también pensaba eso, porque apenas estuve a su alcance me lanzó un manotazo; pero mi puñetazo también iba en camino, y más que nada por suerte le di bien en el mentón. 

Y payaso al suelo. Entonces sus compañeros se me vinieron encima, pero mis amigos intervinieron rápido, y por un momento hubo algunos encontronazos e insultos. Mas aquel grupo no era gran cosa y se retiraron llevándose al payaso, que ahora tenía las piernas como blandas.

 Mis amigos me palmearon la espalda y felicitaron. ¡Qué se creía ese tipo, asustarme con aquella máscara, a mi nada me asusta!, les dije gritando. Entonces uno de mis amigos, como recordando de pronto dónde estábamos, se tapó la boca y señaló con el pulgar hacia el cementerio. 

No era un buen lugar para andar de pelea y a los gritos, y menos insultando, y en mi última frase había exagerado. Pero ellos habían empezado. Como por la mitad de la otra cuadra recién me di cuenta de algo, tenía la camisa rota. Había sentido que el manotazo del payaso me alcanzó en el pecho, pero no noté cuándo se rasgó la camisa, ni mis amigos lo habían notado. 

Mi camisa rota les causó mucha gracia hasta que les dije que así no iba a ir al baile. Entonces empezaron a decirme que fuera igual, que no importaba, que tal vez la gente podía creer que era parte del disfraz, que en el lugar no se iba a notar y cosas así, pero ninguno me convenció. Ya bastante ridícula era mi espadita. Regresé solo. 

Al pasar frente al cementerio caminé rápido. Sentí por un momento que algo me venía siguiendo, pero detrás de mí no había nada, nada que pudiera ver. Al dejar el cementerio atrás pasó esa sensación. Al llegar a mi casa, mis perros estaban en el patio del frente, y el portón del corredor que conecta con el fondo estaba cerrado. Pobrecitos, los corrieron para acá, les dije mientras le acariciaba la cabeza.

 Se habían acercado a mí meneando sus colas, pero de repente empezaron a ladrar hacia la calle. Por en la calle no iba pasando nadie. Le ladran al viento, pensé mientras abría la puerta con mi llave. Entré y fui derecho al baño, pero antes de llegar volteé y escuché que mis perros ahora ladraban hacia el interior de la casa. 

Creí que los pobrecitos querían pasar para el fondo. No me crucé con nadie, algo que era raro en esos días, aunque por un instante creí que alguien iba a aparecer. Toqué la puerta del baño preguntando si había alguien, hubo un instante de silencio, y cuando mi mano ya iba hacia el picaporte, una voz indefinida me respondió fuerte y claro, “Está ocupado”. Digo que la voz era indefinida, porque, aunque sonó clara y fuerte, no pude distinguir si era un hombre o una mujer.

 Igual no tenía tantas ganas, podía esperar un rato. Además, por causa de las visitas mi vejiga ya se estaba volviendo muy resistente. Salí al fondo y allí estaban todos. Eso fue lo aterrador, estaban todos. No faltaba nadie. Entonces le pregunté a mi padre si alguien más se encontraba en la casa. “Nadie, estamos todos aquí”, me respondió después de repasar el grupo con la mirada. 

Yo insistí y le dije que recién había pasado por el baño y que alguien estaba en él, que había hablado. Se lo repetí otra vez, le dije que no era broma, y él me miró extrañado hasta que se convenció de que hablaba en serio. Fuimos a ver. Golpeamos la puerta del baño y nada. Mi padre la abrió y estaba vacío. Nuestra conversación no había pasado desapercibida, y un par de tíos se nos unió.

 Después otros llegaron preguntando qué pasaba. Revisamos toda la casa, no hallamos nada. Los perros ahora de nuevo ladraban hacia la calle. Fuimos a ver. La calle estaba vacía. Un momento después se calmaron y volvieron a menear la cola.

 ¡¿Qué diablos había sido aquello?! No era una voz que viniera de afuera, había resonado allí. Y si era alguien que escapó mientras fui al fondo. ¿Cómo hizo para pasar por los perros sin que estos lo atacaran? ¿Y cómo salió? Primero que nada, ¿acaso tenía llave? En los costados el terreno tiene muros altos, además, todas las ventanas estaban cerradas por dentro. 

Para que me creyeran y para explicar lo de mi camisa rota, les conté todo lo que pasó antes. Entonces uno de mis tíos, el más viejo, se empezó a pasar la mano por la barbilla mientras miraba hacia arriba y a un costado, como si recordara algo, o pensara muy profundo. Finalmente me dijo:

 “Primero voy a decirte que no te asustes, creo que ahora ya estás bien y no va a pasar nada, pero creo, mi sobrinito, que frente al cementerio enojaste un poco a un espíritu, y entonces te siguió para hacerte una broma pesada, tal vez para asustarte cuando estuvieras acostado, pero en el momento decidió hacerte esa jugarreta del baño”. Y eso es lo que creo que pasó. FIN.

                                          

                                Las Vecinas

Alquilé la última casa de una calle ciega, y muy siniestra. La calle terminaba allí, después había un campo. Frente a la vivienda había una fila de terrenos baldíos, y al lado resaltaba una extensa propiedad que parecía un monte, donde vivían unas viejas. 

Que hubiera tan poca gente en los alrededores me preocupaba un poco, porque la zona podía ser vulnerable a robos. Ignoraba que el problema era justamente las vecinas. Los primeros días no las vi, sabía que allí vivían tres viejas porque la mujer de la inmobiliaria que me alquiló la casa me lo dijo. La vivienda vecina, una construcción gris y fea, cuando uno iba pasando en frente aparecía y desaparecía detrás de un jardín exuberante.

 Digo jardín, pero era en realidad era una masa de todo tipo de plantas, árboles y arbustos creciendo amontonados y en desorden. En aquel caos verde oscuro las vi por primera vez, y me llevé una impresión muy fea. El día estaba horriblemente nublado, medio verdoso en algunas partes, y yo llegaba a pie, apurado por resguardarme de una vez en mi casa. 

Al pasar frente a su terreno, un ruido entre las plantas me hizo voltear, y vi que una mujer que parecía increíblemente vieja, se habría paso entre las plantas andando encorvada, inclinada hacia adelante.

 Me sorprendió lo rápido que se movía en esa posición tan incómoda. Iba tan inclinada hacia adelante, que no comprendía cómo podía avanzar así sin caerse o apoyar las manos. Llevaba las manos cerca de la cara e iba olfateando unos manojos de plantas. Cuando me notó se detuvo y se fue enderezando de una forma que me pareció anormal. 

¡Que impresión más fea! También me detuve, sin quererlo, y entonces escuché otro ruido, y seguidamente otro. Estos últimos fueron hechos intencionalmente, sacudiendo las ramas que tenían al lado, y así conocí a las otras. De un momento a otro me estaban mirando unas ancianas con la cara más arrugada que jamás veré en mi vida.

 Tenían los ojos claros, entre grises y celestes, y me miraban como a veces miran los gatos cuando uno los corre de su lugar favorito. Las tres tenían el pelo muy largo y blanco. Sus ropas me pareció que eran unas telas viejas, tal vez unas cortinas, medio convertidas en vestidos. Reponiéndome un poco de la fea impresión, tragué saliva y saludé. 

No me respondieron, solo se empezaron a mirar entre ellas y ahí pasó otra cosa muy rara. Se sonreían levemente, con malicia me parecía, o hacían algún gesto como de desagrado, o de falta de importancia, y hubo algunas miradas como de reproche entre ellas, y todo esto mientras me echaban alguna que otra ojeada rápida. 

Parecían estar discutiendo, hablando sobre mí, decidiendo algo, pero sin decir una palabra, como si se leyeran las mentes. Por último, las tres me miraron como con desdén y se perdieron entre las plantas. Solo entonces pude seguir hasta mi casa. Al contarle sobre ese encuentro a mis conocidos, todos decían que solo debían ser unas viejas locas que me habían impresionado mucho, pero que debían ser eso solamente. 

De a poco me fui convenciendo también. Cuando las veía a veces, andaban juntando plantas en su jardín y ni me miraban. Solo unas viejas locas. Hasta que llegó la noche Halloween. Había llovido desde la mañana. Y no era una lluvia de esas mansas, era con viento, truenos y relámpagos. A pesar del tiempo, unos amigos me llamaron y dijeron que iban a organizar una fiesta de Halloween igual, y querían que fuera. 

Como se ofrecieron a ir a buscarme en camioneta, les dije que sí. Por la tormenta la noche llegó antes. Las paredes temblaban por los truenos y las luces de los relámpagos se colaban por las ventanas. Me apronté, pero ya empezaba a tener pocas esperanzas de que me fueran a buscar. 

De pronto tocaron a la puerta. Estaba por abrir, pero como que presentí algo y no lo hice. Iba a preguntar quién era cuando unas voces de anciana empezaron a decir: “Vecino, vecino. Venga a nuestra fiesta. Vecino...”, y después una de ellas dijo: “Vecino, hicimos una fiesta, vinieron muchas amigas, y quieren... conocerlo. Hay una cena. Venga, vecino”, estas últimas palabras sonaron como una orden. 

No quería, pero estaba por abrir la puerta cuando, al haber amainado un poco los ruidos de la tormenta, escuché que un vehículo se estacionaba en frente. Ya no sentí el impulso de atender a las viejas, y tuve miedo de que todavía estuvieran allí. Cuando tocaron la bocina varias veces sentí confianza y salí. Las viejas ya no estaban. 

Habían ido a buscarme dos amigos. Cuando les conté lo de las viejas, se sorprendieron. “¿Nos dices que acababan de hablar cuando escuchaste la camioneta?”, me preguntaron, y sonando ahora asustados me dijeron: “Entonces múdate inmediatamente de ahí. Hoy te quedas en casa, y mañana, bien de día, te ayudamos a mudarte. Porque amigo, cuando llegamos frente a tu entrada, en ella había tres gatos, o gatas, supongo, que salieron huyendo al vernos”. FIN. 


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