En La Niebla
Ya era una noche oscura, y la niebla nos envolvió cuando llegamos a una zona baja del camino. Apenas distinguía a mi compañero, aunque iba a mi lado, y por momentos me parecía que era otra persona, por la baja visibilidad.
Damián y yo regresábamos de una cosecha, a pie, porque el camión nos dejó bastante lejos de la ruta que iba hacia nuestro pueblo. En la ruta puede que consiguiéramos transporte; pero en aquel camino no circulaba nadie, ni se veían luces de casas, y sabíamos dónde salía, pero nunca habíamos andado en él. No teníamos ni una linterna y apenas distinguíamos el camino. Entre aquella niebla caminábamos casi a ciegas.
Cuando suponíamos que todavía faltaba bastante para llegar a la ruta, a Damián se le ocurrió ir al baño, y me dijo que se iba a apartar unos pasos para no dejar una sorpresa en el camino. Era muy considerado de su parte, pero le dije que no se alejara mucho porque podía caer en alguna barranca o pozo. Apenas si se distinguía algo a un metro de distancia.
Parecía que estábamos dentro de una nube muy espesa. Yo lo esperaba allí, pero para no perder la noción de dónde estaba el otro, seguimos hablando mientras él hacía lo suyo. Cuando Damián estaba por volver al camino, me dijo que le parecía que había una pared cerca de él. Apenas terminó de decirme eso, escuchamos una voz terrorífica que nos dijo: “Nuestros ojos son huecos llenos de tierra, pero igual podemos ver, y nuestras cabezas sin orejas también escuchan. ¡Fuera de aquí!”
No necesitó repetir eso. Mi amigo me alcanzó y con niebla y todo salimos corriendo. Por suerte un poco más adelante el camino pasaba por una parte más alta y salimos de la niebla. Cuando alcanzamos la ruta se nos fue un poco el terror. Días después de esa noche, le conté lo que nos pasó a un amigo que conocía toda esa zona. Ya estaba presintiendo lo que me dijo. Lo único con muro en esa parte, era el viejo cementerio de un pueblito abandonado que estaba no muy lejos de allí, pero por otro camino.
Colegio Embrujado
El hombre se ve que tenía buenas intenciones, lo supimos después, pero cuando nos dijo aquello nos reímos en su cara. Yo creí que bromeaba, sino jamás hubiera hecho eso. Él era el dueño de un local que íbamos a demoler, un viejo edificio que funcionara durante muchas décadas como colegio, y según el dueño, aquel lugar estaba embrujado. Nos dijo que anduviéramos atentos y que nunca quedáramos solos, que no se apartara nadie en ningún momento. Como tomar en serio algo así. Resultó que era verdad.
Adentro todavía había muchas cosas valiosas, teníamos que aprovechar todo lo que sirviera para después recién demoler el lugar. Entré junto a cuatro compañeros: Rubén, Benito, Diego y Mauricio. Fuera del local el día estaba radiante. Era muy temprano por la mañana y habíamos cruzado por un tramo de campo empapado y brillante de rocío, y por una zona llena de viviendas con grandes jardines llenos de flores; pero apenas entramos a aquel edificio nos pareció que ingresábamos a otro mundo, a uno gris, lleno de sombras y un silencio que a veces se interrumpía con algún ruido de origen incierto.
Nos detuvimos en un salón grande. ¿Cómo podía haber tan poca luz allí, si las ventanas no estaban tapiadas? Nos acercamos a una ventana baja y Diego pasó un dedo por el vidrio. El dedo quitó algo de polvo, pero la capa no era muy espesa, era algo más lo que velaba el paso de la luz, los vidrios estaban como ahumados.
—Los vidrios quedan así cuando hay un incendio, ¿no? —me preguntó Diego.
—Sí, creo que sí —le contesté.
—En los incendios casi siempre revientan —intervino Rubén, que era nuestro capataz—. Aunque pueden quedar así si hubo mucho humo, pero no los alcanzó el fuego; pero esto parece algo más, es como una capa amarillenta.
—Tiene razón —reconocí.
—¿Y si el dueño dijo la verdad? —preguntó Mauricio.
Los cuatro nos volvimos hacia él, yo pensando “La boca se te haga a un lado”, y creo que los otros también pensaban algo así, por el gesto de sus caras. Teníamos que trabajar allí, lo último que queríamos era que realmente fuera un colegio embrujado. Teníamos un croquis del lugar (un plano hecho a mano) y guiándonos con eso nos internamos más en aquel lugar de atmósfera amarillenta y atemorizante.
Cargábamos nuestras cajas de herramientas, y llevábamos varias cosas en nuestros cinturones. Entramos a un corredor que estaba más oscuro todavía. Tuvimos que echar mano a las linternas. En ese corredor había puertas a ambos lados, ahí estaban los salones de clases. Las puertas se encontraban cerradas y por el momento no queríamos ver qué había allí.
Entre una atmósfera como de “sepia”, o más oscura todavía llegamos a los baños. Los grifos antiguos del lugar, grandes y de bronce, eran valiosos para los coleccionistas. Los lavamanos igualmente eran valiosos si los sacábamos enteros. Viendo todo aquello todavía intacto, se me ocurrió que la creencia de que el lugar estaba embrujado tenía que ser muy difundida, porque de otra forma ya se hubieran robado todo aquello. Pero traté de no pensar más en eso.
El baño estaba como todo, bajo una luz crepuscular amarillenta. Como igual se iba a demoler el lugar, y como no pudimos abrir las ventanas por las buenas, decidimos romperlas para tener más luz. Mauricio tomó un martillo, se ubicó en un costado de la ventana, y cubriéndose la cara con la otra mano enguantada, le dio fuerte al vidrio. Cuando el martillo rebotó sin conseguir su cometido nos echamos a reír. Mauricio lo intentó de nuevo.
El golpe fue más fuerte todavía pero el vidrio nada de romperse. Rubén se lo quitó de las manos; Mauricio quedó con la boca abierta, sorprendido. Tampoco pudo romperlo, aunque le dio varios golpes. Entonces fui yo con una maceta. Nada, no le hice ni una mísera grieta, y aquello supuestamente era un vidrio común.
No tenía sentido que hubieran puesto un vidrio especial en un edificio que estaba abandonado desde hacía muchos años, y cuando funcionaba no había esos materiales. Era raro. Nos miramos sorprendidos y ya desconfiando del lugar. Entonces Rubén me pidió que fuera a traer el equipo electrógeno pequeño para iluminar el baño, porque con aquella media luz no podríamos hacer bien nuestro trabajo y no era seguro. Y allá fui, solo, a pesar de la advertencia del dueño.
Cuando entramos al colegio abandonado, todas las puertas del corredor estaban cerradas; ahora que tenía que atravesarlo solo, ¡una de las puertas estaba abierta! Inevitablemente miré hacia el interior del salón y vi algo espantoso. Frente a la puerta había un escritorio, y sentada frente a él había una mujer, más bien, la aparición de una mujer que volvió la cabeza hacia mí sonriendo con una boca que le llegaba hasta las orejas. Tenía el rostro muy arrugado, pero no como una persona vieja, era como si la piel se le arrugara porque no tenía carne debajo; la cabeza era una calavera con piel y cabello, y aquella sonrisa como de sapo era aterradora. Quedé como hipnotizado de terror. Entonces la aparición se levantó y empezó a caminar lentamente hacia mí.
Estaba por alcanzar la puerta cuando mis compañeros aparecieron corriendo. Rubén me había mandado solo porque había quedado tan impresionado con lo del vidrio que no se rompía, que lo hizo casi sin pensarlo. Corrían rumbo a mi cuando me vieron paralizado mirando hacia el interior de un salón. Al alcanzarme también vieron a la aparición, pero al estar todos juntos esta retrocedió rápidamente y la puerta se cerró.
Salir de allí se sintió tan bien. Rubén se comunicó con nuestro jefe, este con el dueño del edificio (que ya se había marchado en ese momento), y al final lo demolimos, así como estaba, sin rescatar nada porque no volvimos a poner un pie en el interior del colegio embrujado.
Regreso A Casa
José escudriñó la oscuridad haciendo un esfuerzo enorme. ¿Aquello que veía adelante era el montículo de piedra que buscaba como referencia? La noche lo asfixiaba de tan oscura que estaba y le producía cierta angustia. Al distinguirlo mejor, ya a un par de pasos del montículo la memoria se le refrescó y se orientó.
Avanzó hacia la izquierda abandonando el camino y se encontró en el sendero que conducía a su antiguo hogar. Marchaba hacia la incertidumbre. ¿Su familia todavía viviría allí? ¿Cómo podían recibirlo después de que él los abandonara durante años? Era muy probable que su esposa se hubiera casado de nuevo, y tal vez ahora lo recibiría un hombre mirándolo por encima de una escopeta, todo podía ser. Igual enderezaba hacia la casa porque ya no le quedaba absolutamente nada. Si lo esperaba una negativa, solo reproches justificados, una paliza o la muerte, lo mismo le daba.
Tiempo atrás, después de mantener unos años con mucho trabajo a una esposa y a un hijo, concluyó que ellos eran la causa de su miseria, que solo le iba a ir mejor. Y se marchó a pesar de las súplicas de la mujer y del llanto del niño. Se había convencido de que no los dejaba absolutamente sin nada y que se iban a desenvolver sin él.
Tenían una huerta casi siempre reseca y una vaca siempre flaca. Él se fue, viajó mucho, trabajó en muchas cosas, y tuvo sus épocas buenas. Pero en vez de ahorrar despilfarró todo, y cuando empezó a caer ya no pudo parar, solo llegaba a frenar su inminente ruina. Y cuando estaba peor se cruzó con la enfermedad y esta se le subió a las espaldas y ya no lo soltó. Ahí aprendió la importancia de la familia.
Emprendió un regreso largo y terriblemente solitario. Sabía que se ignora a los vagabundos, pero nunca pensó que se sintiera tan solo en el camino. “Ahora soy un paria entre parias”, pensaba cuando la soledad lo angustiaba más, hasta el punto de casi ahogarlo. Solo los perros le prestaban atención, pero era para ladrarle furiosamente tratando de ahuyentarlo. Cruzó por muchos jinetes, carretas y hasta con alguna gente de a pie: nadie lo miraba con compasión ni por un instante.
El sendero por el que iba ahora estaba mal trecho y casi todo cubierto de pasto. Temió ir hacia una vivienda vacía; necesitaba espantar de una vez la soledad que le pesaba. A duras penas y haciendo otro gran esfuerzo distinguió el negro contorno de la vivienda de la oscuridad general que se extendía uniforme por toda la región. Quedó un buen rato frente a la puerta sin atreverse a llamar. Ni una luz se filtraba desde el interior de la vivienda. Llamó al fin haciendo otro esfuerzo de voluntad.
—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer desde el interior. Él reconoció que era su esposa.
—Soy yo, el José —le contestó él. Hubo un momento de silencio absoluto.
En el interior creció una luz débil que se asomó por debajo de la puerta y después esta se abrió. Dentro estaba su mujer. La iluminaba pobremente la luz mortecina de un farol que sostenía en una mano. Detrás de ella se asomaba tímidamente una figura más pequeña y ensombrecida que era su hijo.
—Volví —les dijo él.
—No quiero hablar —lo cortó ella—. Allí está tu cuarto, por si no lo recuerdas.
José no quiso decir más nada temiendo que eso la enojara. Peores situaciones se había imaginado, esa no le resultaba muy mala. Ella quedó parada y lo siguió con la mirada hasta que él fue tragado por las sombras. Se orientó como pudo por el cuarto hasta que alcanzó la cama. Había viajado mucho pero no sabía si aquello que lo aplastaba, era cansancio o una mezcla de desgano, angustia y un hondo pesar.
La noche fue larga, le pareció interminable, pero al fin el día empezó a entrar por la ventana. Cuando todo quedó claro se levantó y miró hacia afuera. ¿¡Pero qué era aquello!? Sintió algo horrible, todo el mundo se le vino abajo. Allí afuera, no a muchos metros de la casi derruida vivienda, había dos tumbas simples con unas cruces de palo, y tallados toscamente en unas maderas habían escrito el nombre de su esposa y su hijo.
Quiso escapar de allí y los encontró sonriendo extrañamente en la sala. Ahora los veía bien. Ella estaba un poco más vieja y flaca que la última vez que la viera; y el niño había crecido un poco. Estaba ante dos apariciones. Cuando fue a huir quedó paralizado frente a la puerta, no podía dar un paso más, una fuerza muy grande se lo impedía. Se volvió para ver si eran ellos, pero seguían sonriendo en el mismo lugar.
—Y vos que dijiste que no ibas a volver más, y ahora estás atrapado para siempre aquí —le dijo la mujer con una mirada llena de malicia—. ¿Qué, no lo sabes? ¡Estás tan muerto como nosotros!
José comprendió entonces. Por eso nadie lo había mirado y los perros lo presentían y trataban de ahuyentarlo. Como murió en un campo y no lo enterraron, se convirtió en un fantasma errante; pero al volver a la casa quedó atrapado en ella para siempre.
Desaparecido
Gustavo caminaba por las sombras de un milenario bosque de pinos. Estaba buscando hongos comestibles, pero además de mirar hacia el suelo, no descuidaba su entorno porque el bosque era muy grande y no quería desorientarse.
En la mano izquierda cargaba un canasto que cubría con un paño, allí llevaba los hongos. Cuando no iba a cazar le encantaba recolectar hongos. Los había juntado muchos años junto a su padre, y como con él hablaban y bromeaban todo el tiempo, le quedó la costumbre de hablar cuando hallaba alguno y lo siguió haciendo, aunque anduviera solo: “Ah, pero que precioso hongo eres, ven aquí”, o decía “Esta vez te salvaste, todavía eres muy pequeño”, “Vaya, creciste al lado de uno venenoso, ¿acaso querías engañarme? ¡Jaja!”, y así seguía por el bosque llenando su canasto.
En una de las ocasiones que recorrió los árboles con la mirada para orientarse, vio a un hombre que se movía no muy lejos de él. Se detuvo y quedó mirando en esa dirección. Ya no lo vio. ¿El tipo se había escondido? De haber seguido caminando lo hubiera notado. La única explicación alternativa era que uno de los troncos lo hubiera ocultado cuando se alejaba. Evocó la imagen del hombre.
Llevaba un chaleco de cazador, aunque parecía no tener ningún arma. Esperó otro momento y decidió no seguir. Su canasta ya estaba casi llena. Pero no iba a volver por el mismo lugar, tomaría otro sendero para recolectar algún otro hongo de paso y así se alejaba más de aquella zona; en el mundo andan tantos locos...
Como siempre el viento suspiraba entre los pinos produciendo ese rumor tan característico. Algunas palomas ocultas levantaban vuelo de pronto con el golpeteo seco del batir de sus alas, y después se quedaba balanceando la rama en donde habían estado posadas. Eso pasaba siempre pero ahora lo inquietaba un poco. “¿Por qué andaría tan furtivo el tipo aquel?”, pensó.
Mas enseguida razonó que andaba así porque se encontraba cazando. ¿Pero cazando qué, si no andaba con un arma? Su inquietud se justificó cuando el sujeto apareció caminando oblicuamente hacia él, como para cortarle el paso. Además de la pequeña navaja Opinel que usaba para cortar los hongos, llevaba una más grande y robusta en el bolsillo. Disimuladamente la dejó más a mano acomodándola en el bolsillo.
Empezó a caminar más lento para encontrarse de una vez con el desconocido. Bien podía ser alguien que anduviera perdido y necesitaba ayuda. ¡Y vaya que si era alguien perdido! Cuando iba a unos metros lo reconoció. Se detuvo y el otro siguió caminando lentamente hacia él y sonriendo amigablemente.
—¡Gustavo, que alegría verte! —lo saludó el tipo.
—¿Facundo? Pero... pero... No, tú no eres Facundo —dijo con un temblor en la voz Gustavo.
—Sí, soy yo. He vuelto. Sé que hace mucho que estaba perdido pero regresé.
—¡Pero eso fue hace más de veinte años! ¡Y no has cambiado nada!
Facundo era un conocido. Solían encontrarse en el bosque, a veces en la ciudad, y donde fuera hablaban brevemente de lo mismo, de caza o del tiempo, si estaba lloviendo mucho, poco, y como eso afectaba a esa actividad. Eran encuentros de apenas conocidos pero se dieron durante varios años. Gustavo lo recordaba bien porque la repentina desaparición de Facundo fue todo un suceso. Un día salió a cazar en aquel bosque y no volvieron a saber más nada de él.
Se organizaron varias búsquedas sin resultados. Tanto la prensa como la gente de la ciudad lanzaron mil hipótesis, pero lo único concreto fue que desapareció sin dejar rastros. Y ahora estaba allí, parado frente a él y luciendo como estaba más de veinte años atrás. Gustavo miró en derredor. ¿Qué era aquello, una broma de mal gusto? Sabía que no era una aparición porque había escuchado sus pisadas y lo vio apartar una rama.
—No puedes ser él —dijo finalmente Gustavo después de un silencio desconcertante.
—Lo soy. Sé que es increíble, pero es así. Te preguntarás cómo me mantuve joven. Para los que me llevaron esto no es nada. Los seres humanos son una civilización muy primitiva comparada con la de ellos.
—¿Estás hablando de extraterrestres?
—Esa palabra no les gusta, pero sí, eso son.
—¿Y cómo volviste, te liberaron?
—Nunca fui un prisionero. Vine como una especie de intermediario para que tu extracción no sea tan... para que sea menos desagradable.
—Pues a mí no me van a llevar, no quiero. No te acerques ni un paso más. ¡Aléjate!
—No puedes escapar. Lo siento, pero ya verás que no es nada malo... Por lo menos después no, cuando te acostumbres.
—¡Ya veremos! —gritó Gustavo, miró frenéticamente hacia todos lados, principalmente hacia arriba, y salió corriendo como un loco.
No había visto nada asomando entre las copas, pero apenas dio unos pasos sintió una sensación muy extraña en todo el cuerpo, y sus pies se elevaron del suelo. Antes de perder la consciencia lo último que pensó fue que en cuánto pudiera se iba a matar. Esperó despertar en la jaula de una nave extraterrestre o en algún tipo de laboratorio, pero seguía en el bosque, se hallaba acostado sobre las agujas de pino. Facundo estaba a su lado y le dijo:
—Tranquilo, no te van a llevar, no le sirves. Ojalá yo hubiera tenido tu determinación. Pero realmente no es algo malo, una vez que te cambian. Levántate, estás a salvo. Ya me tengo que ir, me llaman —Facundo se alejó unos pasos y se detuvo, y echándole una mirada al bosque le preguntó como en los viejos tiempos—. ¿Cómo ha estado el tiempo?
—Muy lluvioso. Bueno para los hongos, pero no para la caza.
—Ya veo. Adiós.
—Adiós.
Y lo que ahora era Facundo caminó entre los árboles y desapareció.
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