Los ruidos de las sirenas interrumpieron la siesta de Carlos. Se puso a escuchar sin levantarse. Pasó una sirena, otra, dos más, varias de ellas. Por el ruido supo que eran carros de bomberos. Después distinguió sirenas de ambulancia, policías, y algunos helicópteros pasaron volando ruidosamente sobre la zona. “Debe ser un incendio grande”, pensó. Era un tipo tan tranquilo que no le dio importancia al asunto, mas no pudo seguir durmiendo porque se dio cuenta que los bomberos se detenían no muy lejos de su zona.
Ya le habían arruinado la siesta. Se levantó desperezándose. Remolonamente se calzó unas pantuflas y fue arrastrándolas hasta el baño, entre bostezos y restregándose los ojos. Fuera de su casa seguía el escándalo de las sirenas, pero no por eso se iba a apurar. Se estaba cepillando los dientes cuando se dio cuenta que el tránsito había aumentado y se estaba descontrolando.
Sonaban bocinas y había gente que gritaba histérica. Repentinamente estallaron unos ruidos realmente fuertes: Unos autos habían chocado cerca de su casa, y fue justo cuando Carlos estaba haciendo un buche con enjuague bucal. El enjuague empapó el espejo al salir disparado de su boca, y medio se ahogó por el sobresalto; inevitablemente tragó un poco y el líquido le quemó la garganta mientras bajaba.
—¡Maldición! —exclamó—. ¿Qué le pasa a todo el mundo hoy?
Después volvió a su natural aplomo. Escupió en la pileta y puso atención; la gente estaba tan apurada que chocaban unos con otros. Se secó la cara como siempre. Solo después de peinarse cuidadosamente decidió salir a ver qué pasaba, aunque mientras lo hacía los ruidos seguían aumentando, y cualquiera hubiera salido antes. Por los bocinazos y los insultos era evidente que el tráfico estaba atascado en aquella calle, mas eso era algo muy extraño, porque normalmente apenas circulaban autos por allí. Pensó que debía ser por el incendio. ¿Sería tan grande como para que tanta gente estuviera huyendo? Carlos abrió la puerta y vio el caos que había escuchado.
Los vehículos se amontonaban en aquella cuadra. Había un auto incrustado en la parte trasera de otro, mientras un buen número de ellos tenían abolladuras ocasionadas en el apuro. Algunas personas salían de los vehículos y seguían a pie. Después de mirar hacia atrás se movían más rápido. Aquello no era un simple embotellamiento, era una estampida; estaban huyendo desesperados.
Desde hacía algún tiempo, cuando Carlos miraba los noticieros, terminaba siempre sacudiendo la cabeza hacia los lados, como negando. “Que locura hay en el mundo. Tantas guerras absurdas, tanta intolerancia... Que grande es la estupidez humana. ¿A dónde vamos a parar si esto sigue así?”, reflexionaba. Pero a pesar de pensar eso no se amargaba, nada perturbaba la sólida tranquilidad con la que encaraba la vida.
Frente a su casa corría un gran alboroto. Al ver que ya no podían circular más, ahora todos se bajaban de los autos, tomaban sus maletas apresuradamente y seguían a pie, andando lo más rápido que podían. Los más ágiles y rápidos adelantaban a los viejos y a los gordos. Algunas personas caían, y según su condición, se levantaban como podían o empezaban a pedir auxilio inútilmente desde el suelo, pero nadie se detenía. Al huir miraban repetidas veces hacia atrás, que para Carlos era su lado derecho. ¿Qué ocurría rumbo a aquel lado? Miró hacia allí.
Pensó que era comprensible el apuro de la gente; desde ese lado venía algo horrible, algo que solo se podría describir como una montaña de fuego, una montaña de cimas puntiagudas y ondulantes, de llamas. Hasta el peor incendio forestal quedaría empequeñecido frente a aquella monstruosa columna de fuego y humo.
Observando esa descomunal avanzada de llamas inconcebibles, Carlos vio que entre el fuego se movía una criatura gigantesca, un monstruo de pesadilla. Era bípedo como un humano, pero su cabeza no se parecía a nada que hubiera existido sobre la tierra, a menos que se combinaran algunas características de los más monstruosos seres. Enseguida supo que aquello era el Diablo. El colosal demonio miraba hacia abajo, levantaba una de sus piernas-pata y la bajaba con estruendo, como quien está aplastando insectos con sus pies, pero este aplastaba personas, vehículos y casas. Nada escapaba a su mirada. No había donde esconderse ni donde huir, y las llamas que lo acompañaban se iban extendiendo hacia todos lados.
Un tipo conocido de la zona pasó corriendo por la vereda y se detuvo frente a Carlos. El tipo tenía los ojos muy grandes por el miedo. Demasiado alterado como para pensar en por qué se detenía a hablar en una situación así, dijo a los gritos:
—¡Es el fin del mundo, Carlos! ¡Es el fin del mundo!
—Eso veo —comentó Carlos.
—¡Pero hombre! ¿Cómo puede estar tan tranquilo?
— Con todo lo que ha pasado últimamente, esto no podría sorprender a nadie —le respondió tranquilamente.
El conocido quedó pensativo un instante, después el miedo lo dominó de nuevo y salió corriendo. Carlos entró a la casa. De qué servía huir. Se sirvió café y se sentó a degustarlo. Fuera los pasos del gigante retumbaban cada vez más cerca.
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