jueves, 27 de noviembre de 2025

El Exorcista

 Leonardo se estremeció en su sillón. ¿Habían golpeado la ventana? Él había movido su asiento hasta enfrentarlo con la chimenea, y con las piernas estiradas hacia el reconfortante calor de las llamas estaba abocado a la lectura de una novela. Tras escuchar el ruido que sonó detrás de él, pues le estaba dando la espalda a la ventana de la sala, apartó la vista del libro y enderezó la cabeza. 

Aunque el ruido lo alarmó, sonrió después al pensar que solo era la tormenta que había azotado alguna rama del jardín contra el vidrio. Fuera se retorcía una tormenta atroz, con cortinas de agua cayendo de lado por el viento que rugía, bufaba o susurraba por todas partes.

Leonardo le había pedido expresamente a Martín, el veterano que desmalezaba el jardín a veces, que cortara las ramas del jazminero que se habían extendido hacia la ventana. Pensando en eso, desatendió el libro nuevamente. “Martín sí lo hizo”, recordó. “Entonces, si no fueron las ramas...”. Cuando pensaba en eso escuchó de nuevo unos golpecitos. 

Se alarmó bastante. Por los intervalos del golpeteó parecía el llamado de una persona, mas el sonido se escuchaba como si golpearan con algo mas duro que la mano, con... las uñas, tal vez. Cuando el sonido volvió a insistir, Leonardo se levantó bruscamente. Golpearon de nuevo. Ya no tuvo dudas, algo quería llamarle la atención. Se volvió lentamente. Casi se le escapó un grito pero pudo ahogarlo a tiempo; reconoció la cara que lo miraba sonriente detrás del vidrio. Era su tío Alberto, el Cura.

—¿Tío, qué hace ahí? —le preguntó, con la voz aflautada por el susto que había pasado.

—¡Golpeé en la puerta pero no atendías! —explicó el viejo, gritando para hacerse oír desde afuera y sobre el estruendo de la tormenta.

—¡Pero que barbaridad! ¡Venga por el frente! —corrió hacia la puerta.

Cuando la terminó de abrir el viejo ya estaba frente a ella. Llevaba puesta una capa impermeable negra por donde resbalaban innumerables hilos de agua, tenía la cabeza descubierta, y al estar empapada resaltaba mas la ya avanzada calvicie que mostraba. En una mano cargaba un bolso negro de cuero. Leonardo lo hizo pasar y lo ayudó a quitarse la capa.

—Pero tío, como se le ocurre salir con esta tormenta. En una noche como esta, un Cura como usted, con su edad, no puede andar paseando por ahí ¿Y si se agarra una pulmonía?

—¡Jajaja! Este tiempo no va a terminar con este viejo, no señor —bromeó Alberto.

Leonardo salió apresuradamente rumbo a la cocina con la capa chorreando por todo el piso. Cuando regresó vio que el viejo ya se había acomodado en el sillón que estaba frente al fuego.

—Tío, ¿quiere cambiarse de ropa o algo? No puede quedarse mojado, no es bueno.

—Estoy bien así. Si tengo alguna salpicadura en la ropa se me seca ahora frente al fuego.

—¿Le sirvo algo caliente, té, café?

—Un café bien cargado, sin azúcar. Gracias.

Apenas volteó para dirigirse hacia la cocina, Leonardo puso cara de extrañado. Le había ofrecido café por costumbre, pero no creía que este aceptara uno: solo lo había visto tomar té y siempre con azúcar. Quedó pensativo después. Volvió a la sala con el café para el viejo y un té para él. Arrimo otro sillón al fuego. El viejo enseguida se llevó la taza a la boca, bebió varios tragos y la apartó con un gesto de satisfacción, aunque inmediatamente tosió.

—Ya se me hacía raro que el café así le sentara bien, tío. No está acostumbrado, ¿por qué lo pidió?

—Pues... —tosió de nuevo—, uno tiene que acostumbrarse a cosas nuevas, y con este tiempo me pareció que me vendría bien un café bien fuerte. Tal vez con otro trago me pase esto.

—Las cosas que se le ocurren. Y dígame, ¿a qué debo el honor de su visita? —comentó un poco en broma Leonardo.

—¿Acaso tu viejo tío tiene que tener una razón específica para visitar a su sobrino preferido? —y volvió a toser.

—¡Jaja! Tómese otro trago, tío. Eso es. Después de todo es un buen bebedor de café. Le pregunté eso porque, usted es Cura ,y bueno, no pasea mucho que se diga, ¿no? ¿Anda en alguna misión para la Iglesia?

—No, solo me estoy tomando un merecido descanso y pensé en visitar a mi sobrino.

—¿Un descanso? Pero si usted solo trabaja los domingos ¡Jajaja!

—No te recordaba tan insolente —dijo el viejo, mirándolo muy serio; Leonardo se había echado hacia atrás al reír, por eso no notó esa mirada.

—Solo era una broma. Usted siempre tuvo buen humor, qué le pasa ahora?

—Nada, disculpa ¡Jeje!. Es por el motivo de mi descanso. Pasé por algo muy malo, donde salí vivo por poco. Por eso necesito un descanso.

—¿Cómo es eso? ¿Por qué cosa pasó? —le preguntó Leonardo, inclinándose hacia adelante en su asiento.

Fuera de la casa la tormenta enloquecía cada vez mas y el viento provocaba mas ruidos, y tironeaba de los árboles como queriendo arrancarlos todos.

—Pues yo... —lo atacó de nuevo la tos—. ¡Caramba! Que no se me calma. Yo realicé un exorcismo. Por suerte al final todo salió bien.

—¿Un exorcismo? ¡Vaya! Y cómo fue eso. —Leonardo bajó las cejas, interesado.

—No puedo contar los detalles, son muy aterradores y no quiero que mi viejo corazón vuelva a sufrir por las imágenes tan perturbadoras que se me presentaron durante el exorcismo.

—¡Vaya, que increíble! Había escuchado que usted los hacía, pero nunca me atreví a preguntarle. Tío, esa tos no puede ser algo bueno. ¿Se siente bien?

El viejo se había arqueado tosiendo, y cuando se enderezó tenía la cara muy pálida.

—Estoy bien, estoy bien —aseguró el viejo— , pero creo que voy a tener que marcharme. Sabes, te visitaba también por una cosa. ¿Recuerdas aquella cajita de plata que dejé aquí?

—Claro que sí. ¿Se la va a llevar?

—Sí, se la quiero mostrar a un conocido que le gustan esas cosas antiguas.

—Ya se la traigo —afirmó Leonardo, levantándose.

—Sabes que, ponla en este bolso, y ciérralo bien, es por el agua. Es un objeto muy antiguo.

—Claro. Ya vuelvo.

La tormenta disparó varios rayos en ese momento y la casa tembló. Regresó con el bolso mas pesado, y con la capa impermeable en la otra mano. El viejo lo tomó al levantarse, y tosió mas feo todavía al ponerse la capa, por lo que tuvo que decir a media voz:

—Gracias... ya me marcho. Fuiste... fuiste de mucha ayuda y— enderezó hacia la puerta algo encorvado y con paso irregular.

—Siempre es un placer ayudar a mi tío, el Padre. Él siempre me corregía cuando le decía Cura, por eso me di cuenta. Supongo que la precaución del bolso es porque usted no puede tocar el objeto, ¿no es así? —confesó Leonardo al abrirle la puerta.

El viejo se volvió rápidamente al escuchar eso, pero recibió una patada que lo hizo caer afuera. Cuando se levantó tenía la cara irreconocible, y sus ojos destilaban una gran maldad.

—¡Vete de aquí, engendro! —le gritó Leonardo—. ¡Y no creas que vas a poder hacer algo contra mí! ¡Te dí una taza de agua bendita y te la tomaste toda! ¡Ah, y tampoco creas que te llevas lo que viniste a buscar, a no ser que fuera una tostadora vieja! ¡Ahora lárgate de aquí, demonio, y no vuelvas a pisar mas este terreno!

El demonio se agazapó como para atacar, pero en ese momento lo invadió una especie de convulsión, entonces huyó trastabillando hacia la oscuridad. Leonardo cerró la puerta, se persignó y dijo una oración en latín. Su tío el exorcista lo había preparado bien. Él había aceptado todas aquellas enseñanzas pero sin estar muy convencido, mas bien fue para complacer a su tío, que era una excelente persona, y que por su carácter era difícil decirle que no. Ahora sabía que realmente había demonios rondando en la Tierra, y que algunos buscaban la reliquia que él tenía en la casa.

Leonardo había mantenido la calma de una forma que ni él se hubiera creído capaz; pero tras despedir al demonio sintió ganas de sentarse y se llevó las manos a la cara. Había estado al lado de algún tipo de demonio. Respiró hondo y después se le escapó una exhalación algo entrecortada. “Ahora no es momento para ponerse nervioso”, pensó enseguida “Tengo que llamar al tío”.

El viejo se había acostado hacía rato pero aún no podía dormir. Cuando escuchó el teléfono estuvo seguro de que se trataba de algo malo. El teléfono estaba en la sacristía, y esta se encontraba pegada a su cuarto. La habitación se hallaba completamente oscura, aunque algunos relámpagos que se colaban por la ventana mostraban fugazmente una visión distorsionada de las cosas que había en ella . Alberto tanteó la pared buscando el interruptor.

—¿Hola?

—¿Tío Alberto?

—¿Leonardo? ¿Qué pasó, muchacho?

—Sí, soy yo. Tuve una visita indeseable que buscaba la caja que usted me dio. Y seguro ni se imagina a quién se asemejaba. A usted.

El viejo dio un paso hacia atrás al escuchar aquello.

—¿Te refieres a un...?

— Así es. Pero no se preocupe, estoy bien. Me las ingenié no sé cómo en el momento. Si lo pienso ahora... Como le digo, no sé cómo me desenvolví tan bien. Estoy seguro que ese ya no va a molestar mas.

—¡Gracias a Dios! Seguramente el Señor te dio fuerzas. ¿Pero cómo lo hiciste? Bueno, eso ahora no importa y... Sobrino, ¿ese estaba solo?

—Creo que sí. ¿Por qué me lo pregunta, andan de a dos? —Leonardo miró hacia todos lados.

—Me temo que muchas veces, sí. Voy a salir inmediatamente para allá. Ahora escúchame bien. ¿Recuerdas aquellas hojas que te dí, las que tienen oraciones escritas en arameo antiguo?

—Sí, ¿qué hago con ellas?

—Pégalas en las aberturas, en las puertas y en las ventanas, con el lado que tiene la oración hacia el exterior. Esas hojas contienen una energía protectora. ¡Hazlo ya! Voy para ahí.

—Bien.

Leonardo escuchó que cortaron. Al pensar que podría andar otro demonio por allí salió corriendo rumbo a su escritorio. Buscó apresuradamente entre todos los papeles que tenía.

—¿Dónde los puse? Estaba seguro que fue aquí —murmuró mientras apartaba papeles.

Sonrió al hallarlos y enseguida salió disparado hacia la puerta. Allí se dio cuenta que no tenía cómo pegar las hojas. Volvió corriendo al escritorio. Sabía que tenía goma de pegar pero no recordaba dónde. Sacó los cajones para revisar mejor. 

Encontró una cinta adhesiva. “Esto tiene que servir”. La tormenta ahora parecía que quería levantar el techo de la casa, lo que lo hizo mirar hacia arriba. Pensó que no podía dejar que la tormenta lo distrajera. Al atravesar apresuradamente la sala, creyó ver por el rabillo del ojo que alguien cruzó frente a la ventana. Quedó expectante un momento pero no vio mas nada. Decidió poner primero uno en la ventana. Colocó un trozo de cinta en cada esquina y comprobó que la hoja quedó firme. Después corrió las cortinas.

 Siguió con la puerta. En su apuro había aplastado la punta de la cinta en el rollo, y al querer pegar la hoja no la encontraba. Ahora creyó escuchar pasos al lado de la puerta, en un instante donde no había estallado ningún trueno. Ya desesperado, pudo sacar la punta de la cinta aunque casi se quebró una uña. Cuando estuvo listo corrió hacia la cocina. Siguió con las ventanas de los cuartos, y cuando colocó el papel en la última exhaló aliviado.

Si su tío le había dicho que las hojas iban a funcionar, así sería, y no estaba seguro de que otro demonio anduviera por allí, eso lo hizo recuperar la calma. De vuelta en la sala se quedó mirando el sillón donde se sentara aquella cosa. Nunca mas lo iba a usar. Lo apartó hacia un rincón empujándolo con el pie. A la taza la agarró con un pañuelo y la tiró en el tacho de la basura. Le daba asco pensar en la verdadera apariencia de aquella cosa.

Ya comenzaba a creer que su tío había salido a la tormenta para nada, cuando escuchó pasos en el techo. Parecía un animal grande, porque se apoyaba sobre cuatro extremidades. Pero él supo que aquello no era ningún animal; era otro demonio.

 Los pasos siguieron hasta cierto punto del techo y luego se detuvieron. “Va a entrar por la chimenea”, pensó Leonardo, alarmado. Sabía que una persona no podía bajar por allí, pero un demonio, seguramente sí. Lo primero que se le ocurrió fue echar mas leña, mas enseguida se dio cuenta que el fuego debía ser algo benigno para aquel ser. “El agua bendita”. Su tío siempre le llevaba frascos con agua bendita. Hasta esa noche había creído que aquella colección era inútil, y que mas inútil era tener agua bendita en varias partes de la casa; pero ahora corrió en busca de los frascos.

Los pasos en el techo enderezaron rumbo a la chimenea y se detuvieron allí. Leonardo se colocó detrás del sofá, con unos frascos casi rompiéndole los bolsillos y uno en cada mano. Esa estrategia no le gustó, necesitaba también tomar algo contundente. Tomó el atizador. Aguardó inmóvil en su improvisada trinchera. 

Se escucharon pasos alejándose de la chimenea. Sonaban cerca del borde de techo cuando unos rayos ocultaron el ruido con sus cañonazos. ¿Había bajado o seguía en el techo? Cada minuto le parecía larguísimo. Escuchaba mirando hacia arriba, miraba hacia la puerta, hacia la ventana, y no podía descuidar del todo la chimenea.

De pronto se apagó la luz. Ya fuera por la tormenta o porque el demonio desconectara los cables de afuera, sintió que en la oscuridad su situación se complicaba. Tomó el encendedor que tenía sobre la repisa y salió rumbo a su cuarto a buscar una linterna. Se reprochó por no prever eso. Con el atizador bajo el brazo, avanzó espantando sombras y luego buscó en su cuarto.

 Volvió a la sala con su nueva fuente de luz. Los fogonazos de los relámpagos atravesaban las cortinas y por un instante se combinaban con la luz inquieta que arrojaban los leños encendidos de la chimenea. En esos momentos Leonardo veía una versión distinta de su sala, pues los objetos parecían nuevos.

Por mas que escuchó atento ya no pudo distinguir pasos entre todo el rugir de la tormenta. ¿El demonio habría desistido? “Tal vez se fue, porque si no puede entrar por las puertas ni las ventanas... ¡La ventana del baño!” Se había olvidado de poner una papel en la ventana del baño. Salió apresuradamente hacia allí pero se detuvo por el camino, y como lo hizo tan bruscamente resbaló y cayó sentado. Un demonio ya avanzaba por el pasillo. La luz de la linterna solo le sirvió para que viera una imagen espantosa. 

El demonio parecía una persona horriblemente mutilada que ya empezaba a descomponerse. La criatura se agachó un poco y abrió los brazos, amenazante. Leonardo se arrastró por el suelo un tramo hasta que pudo levantarse. El frasco con agua bendita que tenía en la mano había rodado en el corredor después de que se le cayera, pero tenía otros en los bolsillos. Destapó uno y lo agitó hacia adelante, proyectando el líquido.

El efecto que el agua tuvo en el demonio fue similar al que el ácido sulfúrico tendría en un cuerpo humano. Pero a pesar de los surcos y huecos burbujeantes que el agua le ocasionó, el demonio continuó avanzando igual. Leonardo siguió aventándole agua mientras retrocedía. Ya estaba desesperado cuando sonaron unos golpes y unos gritos en la puerta:

—¡Leonardo, abre, soy tu tío!

Leonardo pensó que en cuando intentara abrir la puerta el demonio se le iba a abalanzar. Mas para su suerte, el ser pareció sentir mas el efecto del agua bendita, y retrocedió un par de pasos. Eso le dio la oportunidad de abrir la puerta.

Alberto entró justo cuando explotaron una seguidilla de rayos, y estos hicieron su entrada mas dramática, pues su sombra se agigantó en diferentes partes de la sala, mientras su figura se recortó en una luz blanca. El exorcista avanzó gritando unas oraciones y con un brazo adelantado que mostraba un libro. Sus palabras sonaban entre estruendo y estruendo y parecían tener casi el mismo poder. 

El demonio retrocedió inmediatamente. Se alejó dejando en su camino un líquido nauseabundo que emanaba de las heridas causadas por el poder del agua. El exorcista avanzó, y Leonardo fue tras él. El demonio se retiró por la misma ventana que usara para ingresar a la casa. Enseguida sellaron esa ventana con uno de los papeles. El viejo vino preparado. Sacó unas velas de un bolso y las encendió sobre la repisa de la chimenea.

—Tío, no sabe la alegría que me da verle –le expresó Leonardo.

—Y yo estoy alegre por llegar a tiempo. Nunca me hubiera perdonado si te pasaba algo.

—¡Esos demonios! Por un momento estuve seguro de que sería mi fin. ¿Será que este vuelve? —dudó Leonardo, y giró la cabeza hacia la ventana.

—No volverá, ya estaba muy mal. Te habías encargado muy bien de él.

—Pero si usted no llegaba ahora...

—Pero llegué. No hay que preocuparse por lo que no pasó. Ahora solo resta esperar que pase esta horrible tormenta.

Tío y sobrino quedaron expectantes, con sus sombras meciéndose en las paredes. Poco rato después la tormenta empezó a perder impulso y la calma se fue imponiendo de a poco. Hasta la luz eléctrica volvió cuando la tempestad pasó del todo. A Leonardo lo sorprendió eso, porque creía mas probable que el demonio hubiera arrancado los cables.

Ya comenzaba a amanecer cuando el viejo se levantó de su asiento, y se llevó una mano a la espalda, como si esta le doliera un poco:

—Bueno, sobrino, salimos de esta. Y te aseguro que no vas a tener mas problemas como este. Me voy a llevar la reliquia para que ya no vuelvan a molestarte. Te aseguro que, aunque te preparé, fue solo por precaución, no creía que estarías corriendo algún riesgo por tener eso aquí.

—Lo sé, pero, ¿está seguro que se la quiere llevar? ¿Dónde la va a dejar? Espero que no la guarde usted. Ya está viejo... Yo puedo esconderla en algún lado o algo, y prepararme mas.

—Viejo y todo, ya viste que todavía me desenvuelvo bien, ¿no?

—Claro, me salvó. Lo decía porque no quiero que ande preocupado pensando que van a ir a buscarla.

—Muchacho, mucho mas preocupado estaría si la dejo aquí –le aseguró Alberto, poniéndole una mano en el hombro—. Bien, será mejor que me marche ahora. Pon la reliquia en ese bolso.

—Está bien. Ya vuelvo.

Cuando Leonardo regresó con la maleta, el viejo ya estaba en el patio, contemplando su alrededor. Se tocaba la espalda, medio arqueado hacia adelante.

—¿Está bien, tío? Si quiere déjela aquí por un tiempo. —insistió Leonardo.

—Estoy cansado nada mas. Ya te dije, no estaría tranquilo si la dejo aquí ahora que se que es peligrosa porque la quieren.

—Está bien, aunque si cambia de opinión, no dude en traerla. No soy un exorcista como usted, pero ahora que lo pienso, me desenvolví bastante bien, ¿no? Hasta reconocí a un demonio a pesar de presentarse exactamente como usted.

El viejo tomó el bolso, giró y se alejó unos pasos sin contestarle. Cuando estaba atravesando el portón del terreno se volvió hacia Leonardo:

—Lo reconociste porque solo era un demonio —le dijo—. Si se tratara del mismo Diablo, a ese no lo reconocerías ¡Jajaja! —y se alejó dando grandes pasos.

No muy lejos de allí, en un costado del camino, había un auto volcado ruedas arriba.

martes, 25 de noviembre de 2025

El Jinete De Las Tormentas

   La noche estaba por demás oscura cuando Sandro, montado en su caballo, se adentró en el sendero de un bosque. Cielo, campo y bosque estaban fundidos en la misma oscuridad, y hasta su propio caballo casi desaparecía completamente en ella. Confiaba en la vista del animal, porque él apenas distinguía vagas formas y contornos que solo hacían todo mas confuso. Ya había atravesado noches así, pero en esa ocasión sentía como un pesar en su pecho, cierta angustia no sabía por qué. Alguna rama que lo rozaba le indicaba la proximidad del bosque. Todo estaba silencioso allí, era demasiado silencioso. Sandro frenó el caballo para escuchar. Nada, ni grillos ni pájaros nocturnos, hasta el chistido de una lechuza hubiera sido bueno en aquel silencio. 

Sombras por todos lados, y, repentinamente, una silueta iba a su costado. Era otro jinete. ¿Cómo había aparecido así de la nada, sin un ruido? Sandro cerró los ojos, mas al abrirlos el jinete seguía allí, andando a su lado, y de pronto el extraño le preguntó con una voz profunda:

—¿Usted cree en el Diablo?

Por un momento no pudo responder, estaba demasiado impresionado. Aquel jinete que iba a su lado podía ser cualquier cosa menos una persona, y lo que montaba tampoco podía ser un caballo de carne y hueso. Solo habían aparecido de pronto. Finalmente buscó coraje en su ser y pudo hablar:

—Yo no —respondió Sandro con la voz quebrada, temiendo lo que seguiría a esa pregunta. 

—¿Por qué no? Las pruebas de su presencia están por todas partes —objetó aquella sombra.

En ese momento retumbaron unos truenos tras los jinetes, y Sandro se estremeció. A pesar de la oscuridad el extraño pareció notar la reacción de Sandro, y emitió una risita grave, cavernosa.

—¡Jajaja! Ahí tiene una prueba —comentó el jinete misterioso—. Esas tormentas que dejan estragos tras de si, las que traen inundaciones, vientos, rayos… ¿Usted cree que esas tormentas son obra de “Aquel”? No señor, son obra del Diablo. ¿Acaso ve usted a “Aquel” en una inundación que barre un pueblo entero? ¿Lo ve en los ahogados que pasan dando vueltas en el agua espumosa y oscura? ¿Y que tal los vientos que arrasan casas enteras, comunidades enteras? Gente llorando que no sabe qué hacer, pues han quedado sin nada, familias destrozadas, con familiares desaparecidos. ¿Lo ve en alguna de esas cosas? De ninguna manera, todo eso es obra del Diablo, y usted las conoce bien, ha vivido varias situaciones así. 

—Es cierto —respondió Sandro, ya repuesto de la primer terrible impresión—. Esas tormentas deben ser obra de “Aquel” que usted dice. Pero tras esas desgracias viene la solidaridad, la ayuda de gente lejana, de países lejanos a veces. La gente se entera de esas noticias y pasan cosas buenas. Se donan ropas y comida para desconocidos, se organizan campañas solidarias para ayudar a los damnificados, se levantan nuevas casas, y en situaciones así, muchos rezan por gente que nunca van a ver. En todo eso veo a Dios.

Cuando Sandro terminó de decir eso, la figura del jinete que marchaba a su lado ya no estaba. En la lejanía se desataba ahora una tormenta terrible.

lunes, 10 de noviembre de 2025

Un grupo extraño

Éramos un grupo raro, poco común. El grupo estaba formado por cinco varones y cuatro mujeres. Teníamos, la mayoría, la misma edad, y solo dos eran un año mayores. Esto era porque el grupo se formó en secundaria, en el primer año, y Todos fuimos a la misma clase. Esto se repitió por tres años. Eran excelentes compañeros. Los extraño mucho. Ninguno merecía irse, así como se fueron, y siendo jóvenes.

El grupo era raro, porque las amistades de secundaria suelen perderse fácilmente, incluso en una ciudad pequeña como la nuestra. 

Creo que nuestra amistad se reforzó en los picnics que estaban de moda en esa época. Se organizaba un picnic al comienzo de algunas fechas especiales como la semana de turismo. También iban otros compañeros, pero nosotros éramos los más constantes. El destino nos juntó, y luego nos condujo a una situación horrible de la cual solo yo escapé, por ahora. 

En el último año de secundaria juntos, en el último día, prometimos seguir teniendo contacto, y reunirnos cada tanto. Fue un juramento lleno de emoción, característico de la juventud, pero lo cumplimos, aunque fueron pasando los años. Ya fuera en el cumpleaños de uno, o unos días antes de navidad, o fin de año, nos reuníamos en diferentes casas. Luego llegaron los casamientos, y cuando alguno pasaba una época mala, también nos juntábamos. Maldito sea el día que decidimos hacerlo en Halloween. 

En nuestra ciudad, en Halloween no se hacía casi nada aparte de algún baile. Era la primera vez que nos reuníamos en esa fecha, y a todos nos pareció buena idea. Las cosas se dieron de tal forma, que cada uno de los integrantes fue solo, por suerte, sino la desgracia pudo ser mucho peor. 

El día llegó horrible, con enormes nubarrones pasando rápido por el cielo, y bandadas de aves huyendo hacia lugares lejanos. Las nubes tomaban en algunas partes un tono verdoso. Y al atardecer la tormenta se contenía apenas, como si quisiera juntar más fuerza para volcarse con más ferocidad. 

Después de un intercambio de un montón de mensajes de texto, se decidió que la reunión salía igual. El lugar acordado ahora era la casa de uno de nuestros amigos, que vivía en las afueras de la ciudad. 

Al llegar, reconocí los vehículos de todos, yo era el último en llegar. Atravesé corriendo un patio amplio, bajo un aguacero impulsado por mucho viento. Enseguida me saludaron todos, bromeando sobre lo tarde que llegaba siempre.

Poco después tenía un vaso en la mano, y retomaron la conversación invitándome a que participara. Era Halloween, y naturalmente estaban hablando sobre cosas de terror; pero no sé cómo habían llegado a una discusión sobre la existencia o no del Diablo.

Enseguida les dije que sobre eso no conviene hablar, que si era sobre películas de terror sí, pero sobre el verdadero no. Intenté convencerlos de que ir por esos rumbos

puede ser malo, que no era un juego, que mejor habláramos de otra cosa. Pero estaban muy emocionados con el tema. Así quedé fuera de la conversación y ellos la continuaron. Fuera la tormenta pasaba aplastando los campos cercanos.

Cuando ya fue completamente de noche, empezaron los rayos. Cada vez que estallaba uno, todos gritaban emocionados, como disfrutando de la tormenta. A mí no me hacía ninguna gracia. Mientras seguían discutiendo sobre el diablo, teorizando esto y aquello, yo cada vez tenía la mente más lejos de allí. Pensaba en mi casa y en mi familia. Se supone que esas reuniones eran para desconectarnos un poco, pero no podía evitarlo.

Cuando un nuevo estallido me hizo regresar de mi ensoñación, me pareció que todos estaban muy alterados. Opinaban con mucha vehemencia, o se reían como locos de los argumentos de los otros. Tampoco el lenguaje era el que se solía usar. yo solo estaba tomando un refresco, porque tenía que manejar mucho para volver a mi hogar.

Bromeé sobre lo que tomaban, les dije que ya los estaba afectando mucho, pero ninguno pareció escucharme. Truenos, estallidos de rayos, gritos, carcajadas, el ambiente de la reunión ya tenía un tono casi demencial. Lamenté haber ido esa vez, y me pregunté qué les estaba pasando.

Entonces, después de otro rayo, uno que pareció caer muy cerca, se cortó la luz. Entonces todos quedaron en silencio un instante, también la tormenta. fue un silencio muy breve pero asfixiante, incómodo. alguien dijo algo y encendió su celular. otros hicieron lo mismo. Ahora había algo de claridad en la habitación. En ese momento me di cuenta. 

Habíamos ido nueve, los amigos de siempre, pero ahora, entre la oscuridad y las débil luces de los celulares, había diez siluetas. En aquella confusión, no podía distinguir al intruso, pero allí había alguien más. apareció de la nada al cortarse la luz.

Los otros no parecieron notarlo. Pensaba cómo decir eso, como informarles sin que cundiera el pánico, cuando escuché aquel retumbar. Unos pasos que venían por el patio rápidamente sobresalían incluso sobre el estruendo de la tormenta. Y de pronto la puerta estalló, volaron pedazos de madera hacia todos lados, y una cosa enorme entro como una locomotora en la habitación. Se armó un griterío horrible, y la tormenta enfureció con más relámpagos y truenos.

Una serie de relámpagos me dejó ver una cabeza enorme con cuernos que respiraba como un fuelle. El instante que demoré en darme cuenta de qué era aquello, fue realmente horrible, y ya hecho el descubrimiento no fue mucho mejor. Lo que había despedazado la puerta al chocar con ella, era un toro grande.

Reaccionando al grito de una de mis amigas, me abalance hacia el toro sin pensarlo. Ya fuera el movimiento del propio animal, y otra fuerza inexplicable, me empujaron hacia la abertura de la puerta con tanta fuerza, que caí afuera de espaldas. Una puntada paralizante en la espalda me dejó inmóvil bajo el impresionante aguacero.

Y así, sin poder moverme, escuché el griterío que crecía allí adentro. Luchaba por moverme cuando creí que me había alcanzado un rayo, y ya no supe más.

Desperté en medio del lodo, de madrugada. ya no me dolía la espalda. Dentro de la casa había vuelto la luz. Todo estaba roto y revuelto, pero mis amigos parecían no estar heridos, no físicamente. Estaban completamente enajenados. miraban hacia todos lados sin fijarse en nada, y no respondían preguntas, y lo peor, en sus ojos ya ninguno parecía reconocerme.

Cuando amaneció, un montón de policías seguía en el lugar. A mis amigos los llevaron en ambulancia y tuvieron que sedarlos. Nadie dudó de mi historia del toro, porque el lugar estaba lleno de huellas, pero eso no explicaba el estado mental de mis amigos. Nunca se recuperaron. No volvieron a reconocer ni a su familia, y se les deterioró tanto la salud, que, a los pocos meses, del grupo quedaba solo yo. ¿Qué fue de ese toro? nunca se supo más nada. Y, ¿Quién era el extraño que apareció de golpe? lo que fuera, no era parte de nuestro grupo, pero creo que, sin querer, lo invitaron a la reunión.  

lunes, 27 de octubre de 2025

El hombre tranquilo.

 Los ruidos de las sirenas interrumpieron la siesta de Carlos. Se puso a escuchar sin levantarse. Pasó una sirena, otra, dos más, varias de ellas. Por el ruido supo que eran carros de bomberos. Después distinguió sirenas de ambulancia, policías, y algunos helicópteros pasaron volando ruidosamente sobre la zona. “Debe ser un incendio grande”, pensó. Era un tipo tan tranquilo que no le dio importancia al asunto, mas no pudo seguir durmiendo porque se dio cuenta que los bomberos se detenían no muy lejos de su zona.

Ya le habían arruinado la siesta. Se levantó desperezándose. Remolonamente se calzó unas pantuflas y fue arrastrándolas hasta el baño, entre bostezos y restregándose los ojos. Fuera de su casa seguía el escándalo de las sirenas, pero no por eso se iba a apurar. Se estaba cepillando los dientes cuando se dio cuenta que el tránsito había aumentado y se estaba descontrolando. 

Sonaban bocinas y había gente que gritaba histérica. Repentinamente estallaron unos ruidos realmente fuertes: Unos autos habían chocado cerca de su casa, y fue justo cuando Carlos estaba haciendo un buche con enjuague bucal. El enjuague empapó el espejo al salir disparado de su boca, y medio se ahogó por el sobresalto; inevitablemente tragó un poco y el líquido le quemó la garganta mientras bajaba.

—¡Maldición! —exclamó—. ¿Qué le pasa a todo el mundo hoy?

Después volvió a su natural aplomo. Escupió en la pileta y puso atención; la gente estaba tan apurada que chocaban unos con otros. Se secó la cara como siempre. Solo después de peinarse cuidadosamente decidió salir a ver qué pasaba, aunque mientras lo hacía los ruidos seguían aumentando, y cualquiera hubiera salido antes. Por los bocinazos y los insultos era evidente que el tráfico estaba atascado en aquella calle, mas eso era algo muy extraño, porque normalmente apenas circulaban autos por allí. Pensó que debía ser por el incendio. ¿Sería tan grande como para que tanta gente estuviera huyendo? Carlos abrió la puerta y vio el caos que había escuchado.

Los vehículos se amontonaban en aquella cuadra. Había un auto incrustado en la parte trasera de otro, mientras un buen número de ellos tenían abolladuras ocasionadas en el apuro. Algunas personas salían de los vehículos y seguían a pie. Después de mirar hacia atrás se movían más rápido. Aquello no era un simple embotellamiento, era una estampida; estaban huyendo desesperados.

Desde hacía algún tiempo, cuando Carlos miraba los noticieros, terminaba siempre sacudiendo la cabeza hacia los lados, como negando. “Que locura hay en el mundo. Tantas guerras absurdas, tanta intolerancia... Que grande es la estupidez humana. ¿A dónde vamos a parar si esto sigue así?”, reflexionaba. Pero a pesar de pensar eso no se amargaba, nada perturbaba la sólida tranquilidad con la que encaraba la vida.

Frente a su casa corría un gran alboroto. Al ver que ya no podían circular más, ahora todos se bajaban de los autos, tomaban sus maletas apresuradamente y seguían a pie, andando lo más rápido que podían. Los más ágiles y rápidos adelantaban a los viejos y a los gordos. Algunas personas caían, y según su condición, se levantaban como podían o empezaban a pedir auxilio inútilmente desde el suelo, pero nadie se detenía. Al huir miraban repetidas veces hacia atrás, que para Carlos era su lado derecho. ¿Qué ocurría rumbo a aquel lado? Miró hacia allí. 

Pensó que era comprensible el apuro de la gente; desde ese lado venía algo horrible, algo que solo se podría describir como una montaña de fuego, una montaña de cimas puntiagudas y ondulantes, de llamas. Hasta el peor incendio forestal quedaría empequeñecido frente a aquella monstruosa columna de fuego y humo.

Observando esa descomunal avanzada de llamas inconcebibles, Carlos vio que entre el fuego se movía una criatura gigantesca, un monstruo de pesadilla. Era bípedo como un humano, pero su cabeza no se parecía a nada que hubiera existido sobre la tierra, a menos que se combinaran algunas características de los más monstruosos seres. Enseguida supo que aquello era el Diablo. El colosal demonio miraba hacia abajo, levantaba una de sus piernas-pata y la bajaba con estruendo, como quien está aplastando insectos con sus pies, pero este aplastaba personas, vehículos y casas. Nada escapaba a su mirada. No había donde esconderse ni donde huir, y las llamas que lo acompañaban se iban extendiendo hacia todos lados.

Un tipo conocido de la zona pasó corriendo por la vereda y se detuvo frente a Carlos. El tipo tenía los ojos muy grandes por el miedo. Demasiado alterado como para pensar en por qué se detenía a hablar en una situación así, dijo a los gritos:

—¡Es el fin del mundo, Carlos! ¡Es el fin del mundo!

—Eso veo —comentó Carlos.

—¡Pero hombre! ¿Cómo puede estar tan tranquilo?

— Con todo lo que ha pasado últimamente, esto no podría sorprender a nadie —le respondió tranquilamente.

El conocido quedó pensativo un instante, después el miedo lo dominó de nuevo y salió corriendo. Carlos entró a la casa. De qué servía huir. Se sirvió café y se sentó a degustarlo. Fuera los pasos del gigante retumbaban cada vez más cerca.