martes, 19 de agosto de 2025

Cuentos de terror de Halloween

                                            

                            En Una Morgue

Mi trabajo como guardia de seguridad en un hospital, había sido bastante fácil hasta esa noche. Contra la pared tenía un banco que cada vez me resultaba más duro; a mi derecha el corredor seguía unos cuarenta metros tal vez hasta que doblaba hacia la izquierda. En la pared que tenía a mi espalda, había una serie de ventanas muy altas y pequeñas. Del otro lado, tres puertas: una daba a una escalera que conducía hacia el segundo piso del hospital, escalera que nadie usaba ya. Detrás de otra de las puertas había una habitación pequeña donde guardaban todo tipo de cosas, y la última, nunca supe hacia dónde iba. 

Y esta era la mejor parte del corredor, porque a mi izquierda estaba la gran puerta de la morgue, y nada más. Sin quererlo, tal vez por pasar tanto tiempo en un corredor casi vacío, leí una y otra vez aquel letrero que indicaba que había más allá, y por eso llegué a odiarlo. Casi todo el tiempo estaba solo, y los sonidos del hospital apenas llegaban hasta allí, y lo que llegaba se escuchaba como rumores indefinidos. 

Y cuando pasaba gente, casi siempre iban con una carga que no quera ver. A veces en el corredor quedaba un olor, que se quedaba un rato retorciéndome las tripas. En algunas ocasiones algún doctor me pedía que ayudara a pasar un cuerpo muy pesado de la camilla a la mesa. Creo que por un buen tiempo salía de allí pálido. Pero uno se va acostumbrando, incluso a cosas así.

 Solo una vez, antes de la noche que les voy a contar, pasé allí una situación fea, de miedo. La puerta de dos hojas se abrió y dos médicos casi se pecharon al salir. Tenían los ojos grandes, parecían asustados, y mientras me hablaron no dejaron de mirar de reojo hacia la puerta. Allí atrás estaba el cuerpo de un criminal muy peligroso que la policía había baleado, y el cuerpo del desgraciado se había movido tanto que los médicos pensaron que estaba vivo. 

Ellos todavía no lo habían revisado, y no sería la primera vez que alguien se equivoca al dar a alguien por muerto. Al traerlo, un policía les había hablado sobre lo peligroso que era, y parece que estaban impresionados. Si ellos, acostumbrados a cuerpos, se habían asustado, por qué tenía que ir yo a ver si todavía aquel no se iba al infierno.

 Más bien, yo tenía que comprobar que no estuviera muy vivo. A los doctores les preocupaba que hubiera llegado allí fingiendo su muerte. Como fuera, allá fui yo, disimulando el temblor en mis piernas. A diferencia de los doctores, no me asustaba que estuviera vivo, me asustaba que se moviera no estándolo, creo que se entiende. 

Entré. Me habían indicado el lugar del cuerpo. Con tantas cosas afiladas por allí, lo primero que tenía que hacer, a una distancia prudente, era ver sus manos. No tenía nada. Me acerqué un poco. Era un calvo de cara muy ancha. Tenía la boca un poco abierta y se le veían los dientes amarillos. Sí era intimidante pero el desgraciado estaba tieso, y no parecía menos muerto que los otros que se encontraban en el lugar. Llamé a los doctores y estos pasaron a revisarlo. Ya la había quedado, y parece que mucho antes de que lo trajeran.

 Debió tratarse de un movimiento natural nada más, un tipo de contracción que a veces puede ser algo violenta y cosas así, dijeron los médicos, convenciéndose uno al otro. Natural, pero buen susto que les dio, pensé, y a mí también. A parte de eso nunca ocurría nada más desagradable de lo que ahí era normal. Hasta que llegó la noche de brujas.

 Como a la medianoche, los tres doctores que habían trabajado ese turno se retiraron con cara de cansados. El otro turno ya tenía que estar, pero era bastante normal que se demoraran. Cuando quedaba solo trataba de no pensar mucho, de no imaginarme lo que había más allá de la detestable puerta. Por eso solía dibujar garabatos en una libreta que siempre llevaba. Estaba en eso cuando escuché el primer ruido. 

Dejé la libreta a un lado y enseguida mi mente me mostró una imagen de lo que causaba el ruido. Le quitaban bruscamente los frenos a las camillas. Me levanté de un salto. Solo por allí se podía entrar a la morgue, y los únicos que habían estado en el sitio se habían retirado hacía rato. Los únicos vivos, claro, de los otros había un lote. 

Y empezaron los chirridos, chirridos de camillas que se movían. No quería mirar, y ojalá no lo hubiera hecho, pero era mi trabajo. Fui lentamente hacia la puerta y espié por la ventana. Las camillas que tenían cuerpos se movían para adelante y para atrás. Los muertos se movían un poco, pero era por el movimiento de las camillas que iban hacia atrás y hacia adelante bruscamente. Parecía que unos seres invisibles estaban jugando con ellas y sus ocupantes.

Que imagen tan aterradora. Me aparté del vidrio y empecé a retroceder. Topar con cosas del más allá no era parte de mi trabajo. Viendo lo que vi, no sé por qué guardé primero mis cosas, la libreta y un termo, en vez de salir de allí cuanto antes. Fue la costumbre, supongo. Había hecho esto sin darle la espalda a la puerta. 

Adentro pararon los chirridos. Cuando volteé para salir como un viento, ya sin importarme nada, desde adentro de la morgue empezaron a dar golpecitos en la ventana, así como si quisieran que volteara, como llamándome. Seguí alejándome sin hacer caso. Entonces escuché que la puerta se abrió de golpe, sonaron varios pasos que corrían hacia mí, y yo a mi vez me largué a correr.

 Los pasos sonaban como si fuera gente descalza, aunque a la vez se escuchaban como arañazos con cada paso, como si tuvieran garras o uñas muy largas. Fue, obviamente, el momento más aterrador de mi vida. Corrían a unos metros de mí.

 De acercarse más hubiera volteado y, quién sabe, tal vez hubiera muerto del susto si aquellas cosas ya no fueran invisibles. Cuando doble en el otro corredor, dejaron de seguirme. Nunca regresé a ese maldito lugar. ¿Qué eran las cosas que andaban allí? Supongo que brujas divirtiéndose a su modo, dicen que las muy poderosas a veces pueden ser invisibles. FIN 



                               La Visita 

Ese Halloween no podía terminar bien, supongo que eso ya estaba destinado. Si el hecho principal, el aterrador, le hubiera pasado a otro y no a mí, probablemente al escucharlo le buscaría alguna explicación racional. Por eso no voy a decir quién soy ni donde pasó ni nada de eso. 

Que cada uno lo tome como quiera. En ese tiempo había visitas en mi casa. Era un lote de parientes, y de noche se acomodaban hasta en la sala, sobre colchones o camas inflables. Convivir así era un poco molesto, la verdad, pero a la vez lindo, no lo voy a negar. 

Cada comida parecía una fiesta con tanta gente. Y como hizo buen tiempo todos esos días, se comía en el patio del fondo, se unían un par de mesas largas, y si el sol estaba algo fuerte se colocaba una lona como techo. También me gustaba comer así porque podían acompañarme mis dos perros; aunque mis padres me regañaban, porque mis perros eran grandes y andaban dándole latigazos con la cola a todo el mundo. Querían que los llevara para el frente, pero yo no lo hacía.

 Nadie puede molestar en su propia casa. Si los parientes querían venir, pues que se aguantaran algún que otro latigazo de cola. No sabía que la peor visita estaba por venir y no era un pariente.

 Al final, tanta gente amontonada allí como que me saturó un poco, y ya veía solo lo negativo. Por eso, cuando llegó Halloween, me alegró la idea de alejarme de las visitas. Una noche fuera de mi habitación compartida con unos primos, a los que veía cada un año, era como un descanso. 

Temí por un momento que mis padres me obligaran a llevarlos esa noche, a cuidarlos más bien, pero por suerte mis tíos no los dejaban salir, porque desconfiaban de la noche en una ciudad grande. Mis primos eran solo unos adolescentes. Mejor para mí, no quería cuidar críos. 

Me fui a la casa de un amigo temprano por la tarde. Allí nos íbamos a disfrazar. Esperamos la noche hablando de lo que habíamos hecho durante las noche de brujas pasadas, y eso nos daba más ganas de salir. Y así llegó la noche. Salimos a la calle, a pie. 

Iba disfrazado de mosquetero; mis amigos, que eran cuatro, todos de zombis. Me gustaba el traje, hasta el sombrero, pero la espada de espadachín que llevaba era un juguete para niños, una bastante pequeña. Naturalmente, mis amigos hicieron bromas sobre eso hasta que se aburrieron.

 La noche de brujas donde vivo, es básicamente, desfiles de niños temprano, y después bailes de disfraces en clubes. Algunas fiestas privadas hay pero pocas. La noche se presentó bastante ventosa.

 Soplaba una ráfaga y volaban hojas de árboles, o planeaba en el viento algún papel sacado de la basura. Los tramos donde las calles estaban desiertas parecían estar a tono con Halloween, había como cierto aire raro.

 Cuando pasaba por nosotros algún vehículo con disfrazados, nos gritaban y nosotros les respondíamos, por costumbre, y por mi parte, un poco para romper ese silencio que parecía querer imponerse en la ciudad. Uno de esos vehículos pasó lentamente, y cuando gritaron y nos saludaron levantando las manos, no sé por qué desenvainé mi espadita y la levanté, los saludé así. 

Al ver aquella espadita las carcajadas en el vehículo fueron como una explosión. No lo temé a mal, me reí también, y mis amigos se doblaban a carcajadas. Y así seguimos, a carcajadas, hasta que nos aproximamos a la esquina del cementerio.

 Enseguida dejamos de reír y seguimos en silencio, secándonos alguna lágrima que se nos había escapado de tanto reír. No necesitábamos decir nada. Todos sabíamos que frente a un cementerio hay que mantener cierta conducta, más si es de noche. Cuando atravesábamos el frente del campo santo, vimos que un grupo de disfrazados venía hacia nosotros. Uno disfrazado de payaso aterrador, parece que se sentía muy valiente, tal vez creyendo que asustaba con aquella máscara, y caminaba como si fuera el dueño del mundo. Cuando pasó a mi lado me empujó con el hombro. Volteé enseguida y lo increpé. ¡¿Que no ves con esa caretita o qué?

 Cuando giró y caminó hacia mí como invitándome a pelear, acepté sin dudarlo. Siempre pensé que el que pega primero tiene media pelea ganada. Parece que él también pensaba eso, porque apenas estuve a su alcance me lanzó un manotazo; pero mi puñetazo también iba en camino, y más que nada por suerte le di bien en el mentón. 

Y payaso al suelo. Entonces sus compañeros se me vinieron encima, pero mis amigos intervinieron rápido, y por un momento hubo algunos encontronazos e insultos. Mas aquel grupo no era gran cosa y se retiraron llevándose al payaso, que ahora tenía las piernas como blandas.

 Mis amigos me palmearon la espalda y felicitaron. ¡Qué se creía ese tipo, asustarme con aquella máscara, a mi nada me asusta!, les dije gritando. Entonces uno de mis amigos, como recordando de pronto dónde estábamos, se tapó la boca y señaló con el pulgar hacia el cementerio. 

No era un buen lugar para andar de pelea y a los gritos, y menos insultando, y en mi última frase había exagerado. Pero ellos habían empezado. Como por la mitad de la otra cuadra recién me di cuenta de algo, tenía la camisa rota. Había sentido que el manotazo del payaso me alcanzó en el pecho, pero no noté cuándo se rasgó la camisa, ni mis amigos lo habían notado. 

Mi camisa rota les causó mucha gracia hasta que les dije que así no iba a ir al baile. Entonces empezaron a decirme que fuera igual, que no importaba, que tal vez la gente podía creer que era parte del disfraz, que en el lugar no se iba a notar y cosas así, pero ninguno me convenció. Ya bastante ridícula era mi espadita. Regresé solo. 

Al pasar frente al cementerio caminé rápido. Sentí por un momento que algo me venía siguiendo, pero detrás de mí no había nada, nada que pudiera ver. Al dejar el cementerio atrás pasó esa sensación. Al llegar a mi casa, mis perros estaban en el patio del frente, y el portón del corredor que conecta con el fondo estaba cerrado. Pobrecitos, los corrieron para acá, les dije mientras le acariciaba la cabeza.

 Se habían acercado a mí meneando sus colas, pero de repente empezaron a ladrar hacia la calle. Por en la calle no iba pasando nadie. Le ladran al viento, pensé mientras abría la puerta con mi llave. Entré y fui derecho al baño, pero antes de llegar volteé y escuché que mis perros ahora ladraban hacia el interior de la casa. 

Creí que los pobrecitos querían pasar para el fondo. No me crucé con nadie, algo que era raro en esos días, aunque por un instante creí que alguien iba a aparecer. Toqué la puerta del baño preguntando si había alguien, hubo un instante de silencio, y cuando mi mano ya iba hacia el picaporte, una voz indefinida me respondió fuerte y claro, “Está ocupado”. Digo que la voz era indefinida, porque, aunque sonó clara y fuerte, no pude distinguir si era un hombre o una mujer.

 Igual no tenía tantas ganas, podía esperar un rato. Además, por causa de las visitas mi vejiga ya se estaba volviendo muy resistente. Salí al fondo y allí estaban todos. Eso fue lo aterrador, estaban todos. No faltaba nadie. Entonces le pregunté a mi padre si alguien más se encontraba en la casa. “Nadie, estamos todos aquí”, me respondió después de repasar el grupo con la mirada. 

Yo insistí y le dije que recién había pasado por el baño y que alguien estaba en él, que había hablado. Se lo repetí otra vez, le dije que no era broma, y él me miró extrañado hasta que se convenció de que hablaba en serio. Fuimos a ver. Golpeamos la puerta del baño y nada. Mi padre la abrió y estaba vacío. Nuestra conversación no había pasado desapercibida, y un par de tíos se nos unió.

 Después otros llegaron preguntando qué pasaba. Revisamos toda la casa, no hallamos nada. Los perros ahora de nuevo ladraban hacia la calle. Fuimos a ver. La calle estaba vacía. Un momento después se calmaron y volvieron a menear la cola.

 ¡¿Qué diablos había sido aquello?! No era una voz que viniera de afuera, había resonado allí. Y si era alguien que escapó mientras fui al fondo. ¿Cómo hizo para pasar por los perros sin que estos lo atacaran? ¿Y cómo salió? Primero que nada, ¿acaso tenía llave? En los costados el terreno tiene muros altos, además, todas las ventanas estaban cerradas por dentro. 

Para que me creyeran y para explicar lo de mi camisa rota, les conté todo lo que pasó antes. Entonces uno de mis tíos, el más viejo, se empezó a pasar la mano por la barbilla mientras miraba hacia arriba y a un costado, como si recordara algo, o pensara muy profundo. Finalmente me dijo:

 “Primero voy a decirte que no te asustes, creo que ahora ya estás bien y no va a pasar nada, pero creo, mi sobrinito, que frente al cementerio enojaste un poco a un espíritu, y entonces te siguió para hacerte una broma pesada, tal vez para asustarte cuando estuvieras acostado, pero en el momento decidió hacerte esa jugarreta del baño”. Y eso es lo que creo que pasó. FIN.

                                          

                                Las Vecinas

Alquilé la última casa de una calle ciega, y muy siniestra. La calle terminaba allí, después había un campo. Frente a la vivienda había una fila de terrenos baldíos, y al lado resaltaba una extensa propiedad que parecía un monte, donde vivían unas viejas. 

Que hubiera tan poca gente en los alrededores me preocupaba un poco, porque la zona podía ser vulnerable a robos. Ignoraba que el problema era justamente las vecinas. Los primeros días no las vi, sabía que allí vivían tres viejas porque la mujer de la inmobiliaria que me alquiló la casa me lo dijo. La vivienda vecina, una construcción gris y fea, cuando uno iba pasando en frente aparecía y desaparecía detrás de un jardín exuberante.

 Digo jardín, pero era en realidad era una masa de todo tipo de plantas, árboles y arbustos creciendo amontonados y en desorden. En aquel caos verde oscuro las vi por primera vez, y me llevé una impresión muy fea. El día estaba horriblemente nublado, medio verdoso en algunas partes, y yo llegaba a pie, apurado por resguardarme de una vez en mi casa. 

Al pasar frente a su terreno, un ruido entre las plantas me hizo voltear, y vi que una mujer que parecía increíblemente vieja, se habría paso entre las plantas andando encorvada, inclinada hacia adelante.

 Me sorprendió lo rápido que se movía en esa posición tan incómoda. Iba tan inclinada hacia adelante, que no comprendía cómo podía avanzar así sin caerse o apoyar las manos. Llevaba las manos cerca de la cara e iba olfateando unos manojos de plantas. Cuando me notó se detuvo y se fue enderezando de una forma que me pareció anormal. 

¡Que impresión más fea! También me detuve, sin quererlo, y entonces escuché otro ruido, y seguidamente otro. Estos últimos fueron hechos intencionalmente, sacudiendo las ramas que tenían al lado, y así conocí a las otras. De un momento a otro me estaban mirando unas ancianas con la cara más arrugada que jamás veré en mi vida.

 Tenían los ojos claros, entre grises y celestes, y me miraban como a veces miran los gatos cuando uno los corre de su lugar favorito. Las tres tenían el pelo muy largo y blanco. Sus ropas me pareció que eran unas telas viejas, tal vez unas cortinas, medio convertidas en vestidos. Reponiéndome un poco de la fea impresión, tragué saliva y saludé. 

No me respondieron, solo se empezaron a mirar entre ellas y ahí pasó otra cosa muy rara. Se sonreían levemente, con malicia me parecía, o hacían algún gesto como de desagrado, o de falta de importancia, y hubo algunas miradas como de reproche entre ellas, y todo esto mientras me echaban alguna que otra ojeada rápida. 

Parecían estar discutiendo, hablando sobre mí, decidiendo algo, pero sin decir una palabra, como si se leyeran las mentes. Por último, las tres me miraron como con desdén y se perdieron entre las plantas. Solo entonces pude seguir hasta mi casa. Al contarle sobre ese encuentro a mis conocidos, todos decían que solo debían ser unas viejas locas que me habían impresionado mucho, pero que debían ser eso solamente. 

De a poco me fui convenciendo también. Cuando las veía a veces, andaban juntando plantas en su jardín y ni me miraban. Solo unas viejas locas. Hasta que llegó la noche Halloween. Había llovido desde la mañana. Y no era una lluvia de esas mansas, era con viento, truenos y relámpagos. A pesar del tiempo, unos amigos me llamaron y dijeron que iban a organizar una fiesta de Halloween igual, y querían que fuera. 

Como se ofrecieron a ir a buscarme en camioneta, les dije que sí. Por la tormenta la noche llegó antes. Las paredes temblaban por los truenos y las luces de los relámpagos se colaban por las ventanas. Me apronté, pero ya empezaba a tener pocas esperanzas de que me fueran a buscar. 

De pronto tocaron a la puerta. Estaba por abrir, pero como que presentí algo y no lo hice. Iba a preguntar quién era cuando unas voces de anciana empezaron a decir: “Vecino, vecino. Venga a nuestra fiesta. Vecino...”, y después una de ellas dijo: “Vecino, hicimos una fiesta, vinieron muchas amigas, y quieren... conocerlo. Hay una cena. Venga, vecino”, estas últimas palabras sonaron como una orden. 

No quería, pero estaba por abrir la puerta cuando, al haber amainado un poco los ruidos de la tormenta, escuché que un vehículo se estacionaba en frente. Ya no sentí el impulso de atender a las viejas, y tuve miedo de que todavía estuvieran allí. Cuando tocaron la bocina varias veces sentí confianza y salí. Las viejas ya no estaban. 

Habían ido a buscarme dos amigos. Cuando les conté lo de las viejas, se sorprendieron. “¿Nos dices que acababan de hablar cuando escuchaste la camioneta?”, me preguntaron, y sonando ahora asustados me dijeron: “Entonces múdate inmediatamente de ahí. Hoy te quedas en casa, y mañana, bien de día, te ayudamos a mudarte. Porque amigo, cuando llegamos frente a tu entrada, en ella había tres gatos, o gatas, supongo, que salieron huyendo al vernos”. FIN. 


lunes, 18 de agosto de 2025

Fuera De Su Tumba

 Una luna llena iluminaba el inquietante paisaje de un viejo cementerio, cuando el suelo comenzó a hincharse. Frente a una vieja lápida ya torcida por el tiempo, la tierra se fue levantando hasta que asomó algo que parecía un enorme hongo. De ese promontorio asomaron dos manos huesudas, se afirmaron en el terreno un torso se fue irguiendo lentamente.

Era alguien de otra época, que porfiado volvía al mundo que había abandonado hacía ya mucho tiempo. Miró lentamente hacia un lado, después observó el otro, y el movimiento dejó caer la tierra que había levantado en la cabeza. Bajo aquella luna pálida el paisaje era de terror, pero esto no inquietaba en absoluto al recién reanimado. 

Unos movimientos torpes más y el decrépito ser estaba erguido. El primer paso fue dudoso, temblando, pero a cada paso lento fue afirmando su andar. El tétrico cementerio estaba en ruinas. Crecían pastos, malezas y arbustos por todos lados, y un viento muy fuerte sacudía todo y silbaba entre las grietas de las lápidas. Entre las viejas losas pudo leer a medias algunos nombres. Eran colegas de otra vida, pero allí no estaban todos los que conocía. Algunos, supuso, mejor adaptados que él, habían sobrevivido a la marea de cambios.

Primero anduvo unos pasos sin ningún destino, luego hizo una pausa, miró en derredor, tal vez recordando algo y buscando orientarse, y reanudó su lento andar. Pero algo lo detuvo de nuevo. No era el único ser andante allí.   Algunas figuras se movían por el lugar. No los había notado porque vestían unas túnicas tan desgarradas que se agitaban con el viento, confundiéndolos con los arbustos. Los seres eran esqueléticos.

Pero enseguida notó que no eran colegas que también se habían levantado de su descanso. Aquellas cosas tenían ojos luminosos y rojizos, y brillos metálicos en la cara y en las manos. Eran robots. Las máquinas parecieron notarlo todos a la vez, intercambiaron algunas miradas, y después mostraron algo similar a una sonrisa, pero de desprecio. Enseguida lo ignoraron siguiendo con lo suyo.

¿Pero qué hacían allí? Nuestro despojo de humano los vio hurgar entre las tumbas, escarbando y sacando objetos. Presintiendo algo, se volvió, y notó que uno de los robots, inclinado sobre el hueco que él recién había dejado al escapar de su tumba, también sacaba algunas cosas.

No le importó. Que se quedaran con parte de su pasado si querían. Después de todo, solo eran máquinas. Volvió a avanzar y se alejó hacia un mundo que ahora desconocía. Fin.


¡Hola! Este cuento corto es sobre mi regreso al blog, a internet. Ya he publicado varios cuentos, pero bueno, no importa. 😁Es por supuesto algo simbólico y exagerado, porque no, no estaba muerto. Los robots de la historia representan a la IA, que se alimenta de todo lo que dejamos, también de lo nuevo ¡jaja! Pero qué vamos a hacer, solo queda adaptarse. Incluso también puede dar una mano. Nunca fue tan fácil crear imágenes. Lástima que no teníamos esto antes, cuando la gente leía blogs ¡jaja! Saludos.


domingo, 17 de agosto de 2025

Miedo a Los Hospitales

 ¡Hola gente! Es siguiente cuento de terror va de hospitales embrujados, o podríamos decir solo hospitales, porque creo que todos deben estar embrujados 😜 Aquí les transmito un miedo personal, de los pocos que tengo. Tampoco me agradan los payasos 😱 Pero claro, cuando hay que ir se va. Por favor, no dejen de asistir al médico. Solo no se desvíen por pasillos solitarios. 😁 


                          El Último Hospital

Me alimento de forma sana, hago caminatas, y algún que otro malestar que he tenido a lo largo de los años, me lo he curado con remedios naturales, con plantas. El día que tenga una enfermedad complicada, moriré; porque mientras me quede algo de fuerza y mi familia cumpla mis deseos, no voy a volver a pisar un hospital.

 Tomé esa decisión hace muchos años, cuando me pasó algo aterrador en uno de esos lugares. Por esas fechas yo era muy joven, y hacía un par de años que me había mudado a una ciudad junto a mis tíos, que eran una pareja ya veterana y sin hijos.

 Un día mi tío tuvo un accidente en el trabajo, un accidente muy serio, y fue a parar al maldito hospital aquel. Mientras estuvo grave no tenía caso visitarlo, no estaba consciente. Mi tía, una mujer muy menuda y arrugada, pero trabajadora como pocas, iba y venía de la casa al hospital, aunque iba allí solo para quedarse sentada esperando alguna buena noticia, y temiendo la peor. 

Cuando lo pasaron a otra sala, estando ya un poco mejor, ella empezó a cuidarlo por las noches. Yo no lo iba a visitar porque mi tía decía que aquello era un caos, además de un lugar muy deprimente, y que yo tenía que concentrarme solo en los estudios.

 Aunque hacía algunas tareas de la casa, además de estudiar, sentía que estaba haciendo poco, por eso insistí que podía cuidarlo algunas noches. Finalmente ella, cuando ya no pudo disimular su cansancio, aceptó. Mucho les debo a mis tíos, pero ojalá que no me hubiera ofrecido. Iba a pasar la primera noche en el hospital, un edificio muy viejo y grande que solo había visto desde afuera. 

Como todo el día había estado nublado. Mi tía, buscando en un rincón oculto de su cartera, sacó unos billetes arrugados y me los tendió diciendo que tomara un taxi. Me negué, no era una época para estar gastando en taxis. Salí al atardecer, bajo amenaza de mal tiempo. Ahí el clima era muy seco, pero cuando llovía lo hacía con ganas. Y la lluvia no vino sola, vino con mucho viento. 

Apenas empezó a caer un verdadero diluvio, la ciudad se oscureció tanto que se encendieron las luces. Enseguida, en los bordes de las calles se formaron arroyos amarillentos, y los autos pasaban salpicando agua hacia los costados, casi como si fueran lanchas. El viento se ensañó con mi paraguas, lo volteó y después me lo arrancó de las manos, y allá salió volando como llevado por un fantasma burlón, y desapareció detrás de unas casas. 

Entré al hospital empapado. Creí que iba a llamar la atención, pero entre esa pobre gente no desentonaba ni un poco. Toda una escena se desarrollaba bajo la luz blanca de unos tubos que pestañeaban como amenazando apagarse. Era una sala de espera grande con bancos a todo lo largo de las paredes. Algunos apenas levantaron la vista para mirarme, con ojos cansados parecía, y volvieron a estar cabizbajos, seguramente pensando en sus problemas. 

Había charcos bajo los pies, y algunos se iban uniendo en uno más grande que iba hacia el centro de la sala; y unos niños pequeños jugaban peligrosamente a pasar encima de éste, y hacían rezongar a sus madres. Varias personas tosían, otras hablaban en voz baja con quien tenían al lado, y una muchacha, que a las claras también había sido víctima de la lluvia, peinaba su cabellera larga como si estuviera en su baño. Un niño que tenía al lado le quería decir algo, pero ella no le daba importancia. 

Todo esto envuelto en ese olor que tienen los hospitales. El compromiso que sentía con mis tíos apenas fue más que las ganas de largarme de allí. Atravesé esa sala de espera, y enseguida hallé una ventanilla donde daban información. Mi tía me había explicado dónde estaba la sala, pero quería estar seguro. 

Hice bien, porque una señora me indicó algo diferente. El lugar era grande y casi laberíntico, y los tubos de luz pestañeaban y zumbaban con su amenaza de apagarse. Y yo que doblaba aquí, después allá, apareciendo siempre en un nuevo pasillo, y confundiendo mi sentido de orientación, que nunca fue muy bueno.

 Finalmente, al doblar en otro corredor hallé a un policía. Le dije que venía a cuidar a alguien; éste, sentado en un banco y sin dejar de sorber su café, me señaló hacia donde ir con el pulgar. Entré a la habitación. Había varias camas y todas estaban ocupadas. Lo buscaba con la mirada cuando vi a mi tío levantándome la mano. Lo noté bien de ánimo, a pesar de tener una pierna y un brazo enyesados.

 “Esto me pasó por bobo”, me dijo señalando con la mirada sus yesos. Sí, tienes razón, le dije para bromear. Él se rio, pero algo que le dolió lo hizo parar y arrugó un poco más su frente. Al lado de cada cama había una silla. Hablamos en voz baja, y de forma entrecortada, porque se dormía por momentos. 

Cuando vino una enfermera a avisar que estaban por apagar la luz, mi tío dijo que saliera al corredor, que el banco que había en el iba a ser más cómodo, que él estaba bien, y que de nada servía que me quedara en aquella silla escuchándolo roncar. Salí al corredor y probé el banco. No iba a poder dormir allí, pero iba a estar más cómodo. 

Ahí el tiempo parece que empezó a dilatarse. Fuera seguía la tormenta. Cada tanto retumbaba un trueno, o rayo lejano. La lluvia quería entrar por una ventana alta que tenía a mis espaldas, y golpeaba el vidrio casi como si fuera granizo. Deseaba que alguien pasara por allí para preguntarle la hora. Nunca usé reloj, y esto pasó mucho antes de la época de los celulares, además quería hablar con alguien. 

Y la noche que parecía eterna. Llegué a entretenerme algo con el retumbar de los truenos. Ahora viene uno, ahora, ahora... ahí está, y el inmenso edificio temblaba. Y de pronto todo empeoró, se apagó la luz del corredor. Casi se me corta también la respiración, contuve el aliento un instante. Expectante, esperaba que de un momento a otro volviera la luz. 

Entonces supe que a la tormenta se le sumaban ahora relámpagos. Cada pocos segundos aparecía frente a mí un gran cuadrado de luz en la pared, también había otros a lo largo del corredor. Aparecían un instante dibujándose claros en la pared y aportando algo de luz al corredor, y después volvía la más absoluta oscuridad. Hallé raro que no tuvieran un generador de emergencia.

 Después pensé que tal vez un hospital tan pobre, sí tenía algún generador chico, en caso de corte de luz lo usaban solo para algunas partes esenciales del lugar. Entonces tenía que quedar en aquella oscuridad hasta que volviera la energía eléctrica, pero eso cuándo sería. 

Consideré que en esas condiciones algunas enfermeras tenían que hacer una ronda. Como respondiendo a ese pensamiento, otro relámpago que dibujó cuadrados de luz en la pared me mostró efímeramente a una mujer que venía por el pasillo. Por el perfil me pareció que era una enfermera. Mas lo raro era que no llevaba una linterna ni nada luminoso para ver por dónde iba. Cuando volvió la oscuridad absoluta y desapareció en ella, hice un esfuerzo por escuchar sus pasos.

 Nada, solo los ruidos de la tormenta allá afuera. De repente, otro relámpago, y la vi pasando frente a mí. No pareció notarme, solo siguió avanzando con pasos rígidos y muy lentos. Ahora contuve el aliento, pero intencionalmente. No fuera a ser que aquello girara hacia mí. 

Después de una nueva oscuridad, por cómo se movía la imaginé a solo unos metros de mí; pero un nuevo fogonazo de la tormenta la mostró mucho más lejos, ya a punto de doblar en otro corredor y desaparecer. Lamento decir, que en ese momento me olvidé del tío. Necesitaba salir de allí. Aquello era muy raro. 

Al ponerme de pie, deseé tener alguna fuente de luz, y no depender solamente de los aislados relámpagos. Me di con la palma en la frente. Siempre andaba con un encendedor y no lo había recordado. Con la llama inquieta de mi encendedor abriendo camino en las tinieblas, quise recorrer los mismos pasillos que me llevaron hasta la sala de mi tío, pero ahora en sentido contrario. Pero esta vez no encontré al policía, de hecho, girando con la llama adelantada, me pareció que no era el mismo lugar.

 Pero después de unos pasos más creí reconocer el pasillo. Hice una pausa en la oscuridad porque el encendedor ya estaba calentando mucho. No entendí cómo no pasaba alguien por mí, aunque al instante pensé, que si iba a ser como aquella extraña enfermera, o fantasma de enfermera, mejor que no pasara nadie. 

Reanudé la marcha. En encendedor todavía estaba algo caliente pero lo soportaba. Ahora de nuevo me parecía un lugar diferente. ¿Qué pasaba allí? Parecía que avanzaba por un edificio abandonado. ¿Y la gente, y los ruidos? Seguí caminando ya sintiéndome completamente perdido. Halle una puerta. Después de un momento de indecisión la atravesé. 

Era una habitación pequeña, seguramente donde tomaban una pausa las enfermeras o los doctores, porque había una cafetera, tazas, varios frascos y una cocina chica. Temí que me encontraran allí, porque evidentemente era un lugar reservado solo para los que trabajaban en el lugar. En el otro extremo había otra puerta.

 Decidí seguir avanzando porque atrás solo estaban los confusos corredores que no quería volver a recorrer. La segunda puerta también se encontraba abierta. Me sentí como un ladrón andando donde no debía. Atravesé otro pasillo corto, hasta que me topé con una nueva puerta. Antes de abrirla hice otra pausa porque ya sentía mucho calor en los dedos. Cuando intenté iluminar la oscuridad de nuevo, el encendedor ya no prendió.

 Pero la piedra todavía daba chispazos, y con esa minúscula luz tan fugaz, fui a dar a otra sala. Unos relámpagos entraron por dos ventanas altas. Por un instante, vi unas hileras de camas, o cosas que parecían serlo, y tuve la impresión de que todas estaban ocupadas. 

Pensé que había ingresado a una sala como la de mi tío, pero más amplia. Otro relámpago y otra visión fugaz. En el otro extremo había una puerta grande dividida al medio y con una ventana en cada parte. No quería despertar a nadie y que se alarmaran, mas no iba a volver, prefería atravesar el lugar y ver dónde salía. La oscuridad ahora era total. 

Esperé otra serie de fogonazos de la tormenta, para no alertar a nadie con los chispazos de mi encendedor. No fueran a pensar que un loco andaba allí queriendo prenderle fuego a algo. Pero la luz esperada no vino. No podía avanzar así. Si me desviaba solo un poco podía chocar contra una cama. Estando en esa oscuridad de repente me sobresaltó una voz como de anciano: “¿Qué estás haciendo aquí, joven?”, me interrogó esa voz quejosa.

 Me dio un susto tremendo. Supuse que me había visto con los primeros relámpagos. Temí que al hablar despertara a otros; mas si no le contestaba el viejo podía alarmarse más y gritar o algo, así que le hable en voz baja, esperando que el anciano igual pudiera escucharme: 

—Ay corte de luz, don, y buscando la salida me perdí en un pasillo. 

—No es bueno que estés aquí. Vete ahora—me dijo con un tono como de consejo. 

—Que se quede con nosotros—sonó de pronto otra voz, esta de anciana, y me pareció que con mucha malicia.

 —Sí, que se quede. Ven aquí—intervino ahora otro hombre, éste con un tono grave y autoritario. 

La cosa se estaba complicando, aquella no era la reacción de unos enfermos corrientes. Se me ocurrió que me había metido en psiquiatría, aunque era raro que estuvieran todos juntos; pero enseguida recordé la pobreza del hospital. 

Cuando volvieron los relámpagos noté que algunos ya se estaban irguiendo en sus camas. Tenía que largarme de esa sala. Regresó la oscuridad absoluta. Con la imagen de la salida todavía fresca en mi retina, di unas zancadas hacia ella ya algo desesperado. Por eso grité cuando una mano fría me tocó la cara, y sentí que otras manos me arañaban la camisa y un brazo.

 Entonces el instinto de conservación tomó el control de mis acciones, y empecé a tirarle golpes a la oscuridad. Esto es muy acertado, porque no le di a nada sólido. En ese momento el más puro terror se hizo presente. ¡¿Acaso esos locos veían en la oscuridad?! ¿Cómo pudieron apartarse a tiempo?

 Desde que di el grito al sentir la mano fría, hasta que empecé a preguntarme sobre la naturaleza de los que me rodeaban en la oscuridad, debe haber pasado solo un momento muy corto, pero mis sentidos estaban alterados, porque me hallaba en modo supervivencia, por eso cada segundo me parecía un minuto, y de terror. 

De repente me encandiló una luz, una que venía de una ventana de la salida, y no era un relámpago. La luz me seguía examinando, entonces, interponiendo mis manos para que no me encandilara más, avancé hacia ella, empujé la puerta saliendo abruptamente del otro lado, y al hacerlo por poco no me matan.

 Ahora eran dos luces las que me daban en la cara, y pude distinguir que eran las linternas de dos policías. Los tipos, apuntándome con sus armas y gritándome con unas voces agudizadas, evidentemente por el miedo, me ordenaron que no avanzara más. Levanté las manos inmediatamente.

 Las luces me siguieron examinando, se acercó uno al otro y susurraron algo, y finalmente uno me preguntó: 

—¿Qué estabas haciendo ahí dentro? 

—Después del corte de luz busqué la salida y me perdí—les dije con toda sinceridad, y continué— Fui a dar a esa sala de casualidad, solo buscaba la salida, y al atravesarla los locos, digo... los pacientes me quisieron atacar. 

—¿Pacientes? Muchacho, ahí no hay pacientes. Pero en una noche así, y conociendo la fama de este lugar, te creo que intentaron atacarte. Mira dónde estabas —me dijo finalmente, y apuntó el haz de luz de su linterna hacia un cartel que estaba encima de la puerta. 

Volteé, y allí decía: Morgue. Ahí el terror me mordió con más fuerza todavía. No quería, pero debía asegurarme. Uno de los policías me prestó su linterna y espié por la ventana. La luz pasó por varias camillas que tenían muertos embolsados o cubiertos por sábanas. Me acompañaron hasta la salida. Mientras avanzaba empapado por la tormenta me hice ese juramento. Nunca más pisaría un hospital.




miércoles, 13 de agosto de 2025

La Luna del Cazador

 En una noche de luna llena, el campo parecía empapado de plata. El rocío brillaba bajo la pálida luz lunar. Umberto, curtido cazador de jabalíes, caminaba sigiloso y medio encorvado entre los matorrales, con su rifle de mira nocturna al hombro y los sentidos afilados como cuchillas, echando miradas furtivas a un lado y otro, y haciendo algunas pausas para quedar inmóvil y escuchar. después seguía con el mismo sigilo, rompiendo las gotas de plata que adornaban los pastos.

Había seguido rastros frescos hasta un claro donde un grupo de jabalíes escarbaba la tierra con el hocico. Se agachó, contuvo la respiración y apuntó. Pero justo cuando iba a disparar, un escalofrío le recorrió la espalda. sintió que los vellos se le erizaban. Algo no estaba bien.

Los jabalíes levantaron las cabezas, alarmados, y al notar algo se dispersaron de golpe, gruñendo y chillando mientras huían, perdiéndose pronto en un monte cercano. Umberto giró lentamente, sintiendo que no estaba solo. Entonces lo vio.

Desde la sombra de los árboles emergió una criatura imposible: un jabalí gigantesco, de más de dos metros, caminando sobre dos patas. Su pelaje, que parecía hecho de hilos de acero, estaba todo revuelto. le brillaban los ojos casi como si estuvieran encendidos, y sus colmillos curvados parecían cuchillas de marfil. Respiraba con un gruñido profundo, que resonaba hasta en el suelo.

Umberto retrocedió, tropezando con una raíz. El monstruo avanzó, lento pero firme, hamacando sus brazos-patas, y al abrir y cerrar la boca los colmillos producían un sonido aterrador. El cazador levantó su rifle, pero sus manos temblaban. Disparó una vez, errando. Disparó otra, y el proyectil rozó el hombro de la bestia, que soltó un chillido infernal, que el monte cercano y los cerros de más allá repitieron horriblemente junto a los estampidos de los disparos.

Aprovechando la distracción, Umberto corrió como nunca antes. Atravesó el bosque, saltó cercas, cayó, se levantó, hasta que llegó a su camioneta. No miró atrás. No quiso saber si lo seguía. Pensó que si veía a aquella cosa corriendo detrás de él, podía enloquecer de terror.

Esa noche no durmió, la pasó sentado frente a la hoguera de la chimenea, echando repetidas veces temerosas miradas hacia la ventana y la puerta. 

Solo días después se atrevió a hablar de eso. Como era de esperarse, muchos no le creyeron. 

Umberto dejó de cazar jabalíes, no volvió ni a pescar. Algunos conocidos a veces lo invitaban a ir al campo o al monte a cazar, solo para reírse de él. Umberto les sonreía. Ya van a ver ustedes si les pasa algo como a mí, pensaba.

Y cada luna llena, se encerraba en su casa con las ventanas cerradas, trancadas con maderas, y el rifle a mano. Porque él sabía que allá afuera, entre los árboles, el Colmillo (así llamó al monstruo) seguía acechando.