domingo, 7 de septiembre de 2025

Pasa La Noche De Halloween En Un Hospital

                                Doctor Halloween

 Adrián estaba por salir a una fiesta de Halloween. Se ponía colonia frente a un espejo, cuando escuchó que en la sala sonó el teléfono. Les gritó a sus padres que atendieran, pero no lo escucharon porque estaban afuera, en el patio. Tuvo que atender él.

Su hermano, Marco, había tenido un accidente. Nada grave, dijeron, pero estaba en observación con algunos traumatismos.

Mientras buscaba un abrigo, vio de reojo el disfraz que dejara sobre la cama. Adiós noche de brujas. Toda la familia fue al hospital.

Marco tenía algunas vendas en la cabeza y la cara, y estaba adormecido por los calmantes. Luego de hablarlo un rato, la familia decidió quién se quedaba a acompañarlo. Primero sería Adrián, que por ser joven podía aguantar bien toda la noche. El acompañante solo tenía una silla al lado de la cama. 

Mientras su hermano dormía, él escuchaba los ecos de la ciudad. El ruido del desfile, fiestas, música aquí y allá. Halloween seguía allá afuera, como si nada.

Se quedó dormido sentado junto a la cama. No supo cuánto tiempo pasó, pero algo lo despertó. De pronto veía unos zapatos negros frente a él. Al levantar la vista, vio a un hombre muy alto, delgado como un poste, con una túnica blanca de doctor. Tenía la piel pálida, nariz y mentón afilados, y una sonrisa tan amplia que parecía dibujada con bisturí. Era calvo y tampoco tenía cejas. 

—Por fin despertaste —dijo el hombre—. Hace rato que te observo. Ahora voy a revisar a tu hermano... a ver si se está por ir al infierno.

Adrián no pudo moverse. El supuesto doctor se acercó a Marco, colocó un estetoscopio sobre su pecho y escuchó, siempre con esa sonrisa congelada.

—Qué lástima —murmuró—. Este todavía está fuerte. Hay dos en la otra sala que ya se fueron al hoyo. Me retiro. Dulces sueños.

Dejó una paleta, un dulce sobre la cama, y salió caminando lentamente. Adrián lo vio cerrar la puerta. Pero, de un instante al otro, estaba mirando al suelo. Levantó la cabeza, confundido. ¿Había soñado todo eso? Se convenció de eso mientras se secaba el sudor frío que le empapaba la frente.

Al amanecer, Marco despertó, balbuceando. Se movió en la cama y algo cayó al suelo. Adrián observó qué era aquello, entonces se horrorizó. Era la paleta, la misma que había dejado el doctor, el que creía parte de una pesadilla.

Para salir de toda duda, preguntó a una enfermera si algún médico había pasado durante la noche, aunque no podía concebir a una persona tan aterradora, y lo que había dicho no era algo propio de un doctor. Ella negó con la cabeza. Nadie hizo rondas, como él ya suponía. Y más tarde se enteró que, en otra habitación, dos pacientes murieron esa noche.

Cuento de terror. Halloween en un hospital.



miércoles, 3 de septiembre de 2025

Visita a unos Parientes y Descubre Que

                                     Ven a La Casa

Cuando Julián llegó al campo, ya era noche cerrada. El camino de tierra estaba más angosto de lo que recordaba, y los árboles parecían haber crecido hacia adentro, como si quisieran tragarse el camino. Llevaba años sin visitar a sus tíos.  Desde que se mudaron a esa zona apartada, donde no llegaba ni señal ni transporte alguno, él solo los había visitado una vez.

Finalmente llegó, ya con el corazón angustiado por la atmósfera extraña del paisaje. La casa estaba ahí, pero no era la misma.  La fachada tenía grietas que parecían cicatrices, y en esas grietas crecían unos curiosos hongos marrones, con forma de trompeta.  

Las ventanas estaban cubiertas con cortinas negras, todas rasgadas, y la luz que salía por debajo de la puerta era de un tono rojizo, que parecía ser de un fuego, pero, no temblaba o vacilaba como lo haría la luz de una llama. 

Golpeó varias veces, cada uno de los golpes con menos energía, porque ya no sabía si querían que lo atendieran. Crecían en él las ganas de largarse, no entendía bien por qué.  

La puerta se abrió sola, con un rechinido largo. Adentro, sus parientes lo esperaban.  Pero no eran sus parientes, ya no.

Su tía Clara tenía los ojos demasiado abiertos, como si no parpadeara desde hace días.  Su tío Ernesto sonreía sin mover los labios.  Y los primos… los primos no hablaban, solo lo miraban, todos al mismo tiempo, como si estuvieran unidos por hilos invisibles.

—¿Julián? —dijo Clara, con una voz que parecía venir de debajo de la casa—. Qué bueno que viniste. Ya casi es la hora.

—¿La hora de qué? —preguntó, con voz temblorosa y sin entrar del todo.

—De que te reconozca la casa.

Julián sintió un escalofrío.  La casa olía a humedad, pero también a algo más… como carne vieja.  En las paredes había fotos familiares, pero los rostros estaban raspados.  Solo quedaban los ojos, y todos los ojos lo miraban.

—¿Dónde está el perro? —preguntó Ernesto, sin mover la boca.

—No traje perro —respondió Julián, aunque no sabía por qué lo decía.

—Siempre traes perro —dijo Clara—. Pero esta vez no. Esta vez viniste solo. Esta vez la casa puede comerte sin testigos. No le gustan los animales.

Julián retrocedió, pero los primos ya estaban detrás de él.  No se movieron, solo estaban ahí, como si hubieran aparecido sin caminar.

—¿¡Qué les pasa!? ¿¿Qué es esto!? —gritó.

—No somos nosotros —dijo Clara—. Somos lo que quedó cuando la casa nos tragó.  

—Y ahora quiere tragarte a vos —agregó Ernesto.

La luz roja se volvió más intensa.  Las cortinas se movieron sin viento, y desde el piso, empezó a subir un murmullo, como si la casa estuviera hablando, como si la casa tuviera hambre.

Julián corrió, pero el camino ya no estaba.  Solo había árboles, y entre los árboles, más casas, todas iguales, todas con luz roja, todas con parientes que no eran parientes.

martes, 2 de septiembre de 2025

Cuento sobre una escuela aterradora

 Las escuelas embrujadas. Se dice que la energía de los niños puede atraer a seres del otro mundo. Entes que se alimentan de ella como parásitos, o viejos fantasmas que encuentran un lugar entre sus muros. Si a este ambiente le sumamos un escenario rural, el resultado puede ser algo muy intenso. Fernando lo probó en carne propia.

                                    La Escuela Silenciosa  

Fernando era inspector de salubridad. En Uruguay, donde algunos niños almuerzan en las escuelas, su trabajo implicaba revisar cocinas, depósitos y comedores. Aquella tarde debía visitar una escuela rural, perdida entre cerros y campos, toda una hora conduciendo por un camino de tierra, y en malas condiciones.

El auto se le atascó en el barro. Fernando apoyó la cabeza en el volante y respiró hondo. Eso lo iba a retrasar más. Y el clima no le iba a facilitar las cosas. Una tormenta se anunciaba con relámpagos lejanos, y un cielo que iba tomando un tono verdoso, muy preocupante. Cuando logró avanzar, ya caía la noche y los relámpagos iluminaban más, y el campo se sacudía inquieto, y hasta la soledad parecía haber huido hacia otro lado. 

Al llegar, la maestra y la cocinera estaban por irse. Le explicaron que no podían quedarse —la tormenta, el camino, la falta de señal— y le señalaron dónde estaba la llave escondida. Se despidieron rápido.

La escuela tenía dos edificios: uno moderno, con el salón principal, y otro más antiguo, una casa de paredes gruesas donde funcionaban la cocina y el comedor. Fernando entró. Se escuchaba la tormenta afuera, pero dentro dominaba un silencio extraño. Primero avanzó algo temeroso. Hizo un esfuerzo para concentrarse y comenzó su inspección. Revisó la cocina, la despensa, tomó notas. Todo estaba en orden. Afuera, la lluvia golpeaba como si quisiera entrar. Las paredes temblaban con los truenos, y fuera el viento aullaba horriblemente en algún lugar. 

Cuando se disponía a irse, escuchó ruidos en el ala vieja. Voces tenues, murmullos, donde hacía un momento solo había silencio. Ahora se escuchaba como si una clase estuviera en curso. Había algo inquietante en aquellos sonidos. Parecían venir de allí pero, a la vez sonaban como ecos lejanos y apagados. Dudó. No podía ser, ya se habían ido todos. Pero no podía irse sin investigar. Se acercó. La mano le temblaba cuando abrió la puerta.

Dentro, había niños sentados en pupitres, unos asientos muy antiguos y destartalados, con telas de araña y polvo. Esos niños voltearon hacia él. Entonces notó que no tenían boca. Solo piel lisa donde debía haber labios, dientes, palabras. Al fondo, la maestra. Un cuerpo huesudo, con piel seca como papel y escasos cabellos grises que flotaban de forma fantasmal. Lo miró. Lentamente se llevó un dedo a la boca arrugada y susurró:

—Ssshhh.

Fernando corrió, aterrorizado. No cerró la puerta, solo escapó.

A la mañana siguiente, no podía dejar de pensar en aquella puerta que dejó abierta, con la tormenta feroz que azotaba esos campos. Temía que hubieran estragos, cosas rotas. Se decidió y llamó a la escuela. Antes que él pudiera decir algo, atendieron y susurraron:

—Ssshhh.

Cuento de escuelas embrujadas.