domingo, 7 de diciembre de 2025

Una broma pesada

 Creí que se trataba de una broma pesada. Volvía de pescar, un poco más tarde de lo habitual. Por eso dejé el camino y corté por una arboleda para llegar antes. Tenía mucha libertad pero estando solo aún no podía regresar de noche. Y el sol ya estaba muy bajo.

 En la arboleda había un sendero que ascendía por el terreno, y serpenteaba entre inmensos eucaliptos. Como por la mitad de ese sendero, a un lado de este, donde empezaba un campo, había un viejo panteón. Tantas veces había pasado por allí, que el panteón ya me resultaba tan familiar como los árboles.

Pero esta vez, cuando llegué a esa parte me detuve en seco. Como iba muy atento porque la arboleda se oscurecía rápidamente, el sobresalto no fue tanto. Desde el panteón una voz decía: "¡Abran la puerta! En serio. Si no me dejan salir le voy a decir a mi madre."  Inmediatamente reconocí la voz, porque era muy particular.

No era la de un amigo, solo era un conocido de la escuela y el barrio. Ese solía juntarse con unos bagos, que a veces le hacían bromas pesadas. Solía encontrarlos en el arroyo, aunque esos no pescaban, solo iban a nadar o andaban arrojando piedras y gritando. 

Inmediatamente imaginé que lo habían encerrado allí. Bajé la cabeza y los hombros y suspiré. ¿Para qué se  juntaba con aquellos bagos? Enderecé hacia el panteón.

¡Ya te abro! Grité. La voz no dijo más nada.

La puerta estaba sin candado. Estiraba el brazo hacia la traba metálica, cuando pensé algo. Era Halloween. ¿Y si aquellos bagos querían hacerle una broma a cualquiera que pasara por el lugar? imaginé a todos allí adentro, aguantando la risa, esperando que abriera para gritar a la vez. ¿pero cómo iban a saber que alguien iba a pasar por allí? no era una zona muy transitada. Igual, por las dudas, miré por la pequeña ventana que tenía la puerta.

Primero creí que la oscuridad del interior de la cripta era infranqueable, pero mis ojos se adaptaron, y ahí noté a aquella cosa, a una calavera andante. retrocedí de un salto y enseguida salí corriendo. Atrás empezó a resonar una carcajada cavernosa. 


viernes, 28 de noviembre de 2025

La cosa en la oscuridad

 Estaba iluminando el agua cuando la linterna se apagó. Le saqué y le volví a poner las pilas, la ajusté bien, pero nada, no encendía, y la noche era oscura.  Me encontraba pescando en un arroyo que ahora no veía. Detrás de mí estaba el monte, y en él había un sendero que lo atravesaba en zig-zag: doblaba aquí y allá, se unía a otros senderos que terminaban abruptamente entre ramas enmarañadas, y en un tramo prácticamente había que escalarlo. 

No pensaba pasar toda la noche allí, no estaba preparado, y cada vez enfriaba más.  Utilizando mi encendedor para iluminar, guardé los aparejos (estaba pescando con líneas de mano) y las cosas que había sacado de la mochila. Cuando la llama se apagaba no veía absolutamente nada, ni una estrella titilaba en el cielo, y el monte estaba completamente silencioso.  Me resultó tan raro aquel silencio que no tardó en inquietarme. 

Seguí usando el encendedor y corté algunas ramas; pensaba usarlas como una antorcha, pero la llama del encendedor se extinguió de pronto.  Ahora sí estaba en problemas, y la cosa empeoró. 

Había dejado la mochila frente a mí, al lado de mis pies, y cuando me agaché para agarrarla ya no estaba. La busqué con mis manos, tanteé todo a mi alrededor, pero lo único que conseguí fue llenarme los dedos de lodo. La situación era extraña. Inevitablemente pensé que no estaba solo. Cuando tanteé mi cintura buscando el mango del cuchillo y no lo hallé, el terror comenzó a crecer en mi interior.

Tenía que largarme de allí como fuera.  Con pasos lentos, inseguros, con los brazos extendidos y moviéndolos de un lado al otro, me desplacé por el borde del monte hasta hallar el sendero. Como no veía nada recurrí a mi memoria, pues conozco bien el lugar, y con las manos tocando ramas y troncos conseguí avanzar. Al alcanzar la parte empinada del sendero tuve que apoyarme también sobre las maños, y estaba así cuando una cosa me tomó de pronto de los cabellos. 

Me jalaron los cabellos hacia un lado y al mismo tiempo explotó a mi lado una carcajada chillona y aterradora. Al intentar librarme atrapé un brazo delgado y muy corto, como de niño pequeño. Entonces esa cosa me soltó y se libró de mi agarre fácilmente, y se alejó lanzando carcajadas por el monte.  ¡Que experiencia más aterradora!  

Después no sé cuánto demoré en salir de allí, a mí me parecieron horas. Al alcanzar el campo este estaba claro, el cielo se encontraba despejado y había luna. Pero cuando empecé a alejarme me llevé otro susto atroz. Algo me golpeó la espalda y cayó al suelo. Me volví rápidamente con un grito de terror, y resultó ser mi mochila; la habían arrojado desde el monte. Cuando la revisé no faltaba nada, mi cuchillo estaba dentro de ella, y la linterna y el encendedor funcionaban.

jueves, 27 de noviembre de 2025

El Exorcista

 Leonardo se estremeció en su sillón. ¿Habían golpeado la ventana? Él había movido su asiento hasta enfrentarlo con la chimenea, y con las piernas estiradas hacia el reconfortante calor de las llamas estaba abocado a la lectura de una novela. Tras escuchar el ruido que sonó detrás de él, pues le estaba dando la espalda a la ventana de la sala, apartó la vista del libro y enderezó la cabeza. 

Aunque el ruido lo alarmó, sonrió después al pensar que solo era la tormenta que había azotado alguna rama del jardín contra el vidrio. Fuera se retorcía una tormenta atroz, con cortinas de agua cayendo de lado por el viento que rugía, bufaba o susurraba por todas partes.

Leonardo le había pedido expresamente a Martín, el veterano que desmalezaba el jardín a veces, que cortara las ramas del jazminero que se habían extendido hacia la ventana. Pensando en eso, desatendió el libro nuevamente. “Martín sí lo hizo”, recordó. “Entonces, si no fueron las ramas...”. Cuando pensaba en eso escuchó de nuevo unos golpecitos. 

Se alarmó bastante. Por los intervalos del golpeteó parecía el llamado de una persona, mas el sonido se escuchaba como si golpearan con algo mas duro que la mano, con... las uñas, tal vez. Cuando el sonido volvió a insistir, Leonardo se levantó bruscamente. Golpearon de nuevo. Ya no tuvo dudas, algo quería llamarle la atención. Se volvió lentamente. Casi se le escapó un grito pero pudo ahogarlo a tiempo; reconoció la cara que lo miraba sonriente detrás del vidrio. Era su tío Alberto, el Cura.

—¿Tío, qué hace ahí? —le preguntó, con la voz aflautada por el susto que había pasado.

—¡Golpeé en la puerta pero no atendías! —explicó el viejo, gritando para hacerse oír desde afuera y sobre el estruendo de la tormenta.

—¡Pero que barbaridad! ¡Venga por el frente! —corrió hacia la puerta.

Cuando la terminó de abrir el viejo ya estaba frente a ella. Llevaba puesta una capa impermeable negra por donde resbalaban innumerables hilos de agua, tenía la cabeza descubierta, y al estar empapada resaltaba mas la ya avanzada calvicie que mostraba. En una mano cargaba un bolso negro de cuero. Leonardo lo hizo pasar y lo ayudó a quitarse la capa.

—Pero tío, como se le ocurre salir con esta tormenta. En una noche como esta, un Cura como usted, con su edad, no puede andar paseando por ahí ¿Y si se agarra una pulmonía?

—¡Jajaja! Este tiempo no va a terminar con este viejo, no señor —bromeó Alberto.

Leonardo salió apresuradamente rumbo a la cocina con la capa chorreando por todo el piso. Cuando regresó vio que el viejo ya se había acomodado en el sillón que estaba frente al fuego.

—Tío, ¿quiere cambiarse de ropa o algo? No puede quedarse mojado, no es bueno.

—Estoy bien así. Si tengo alguna salpicadura en la ropa se me seca ahora frente al fuego.

—¿Le sirvo algo caliente, té, café?

—Un café bien cargado, sin azúcar. Gracias.

Apenas volteó para dirigirse hacia la cocina, Leonardo puso cara de extrañado. Le había ofrecido café por costumbre, pero no creía que este aceptara uno: solo lo había visto tomar té y siempre con azúcar. Quedó pensativo después. Volvió a la sala con el café para el viejo y un té para él. Arrimo otro sillón al fuego. El viejo enseguida se llevó la taza a la boca, bebió varios tragos y la apartó con un gesto de satisfacción, aunque inmediatamente tosió.

—Ya se me hacía raro que el café así le sentara bien, tío. No está acostumbrado, ¿por qué lo pidió?

—Pues... —tosió de nuevo—, uno tiene que acostumbrarse a cosas nuevas, y con este tiempo me pareció que me vendría bien un café bien fuerte. Tal vez con otro trago me pase esto.

—Las cosas que se le ocurren. Y dígame, ¿a qué debo el honor de su visita? —comentó un poco en broma Leonardo.

—¿Acaso tu viejo tío tiene que tener una razón específica para visitar a su sobrino preferido? —y volvió a toser.

—¡Jaja! Tómese otro trago, tío. Eso es. Después de todo es un buen bebedor de café. Le pregunté eso porque, usted es Cura ,y bueno, no pasea mucho que se diga, ¿no? ¿Anda en alguna misión para la Iglesia?

—No, solo me estoy tomando un merecido descanso y pensé en visitar a mi sobrino.

—¿Un descanso? Pero si usted solo trabaja los domingos ¡Jajaja!

—No te recordaba tan insolente —dijo el viejo, mirándolo muy serio; Leonardo se había echado hacia atrás al reír, por eso no notó esa mirada.

—Solo era una broma. Usted siempre tuvo buen humor, qué le pasa ahora?

—Nada, disculpa ¡Jeje!. Es por el motivo de mi descanso. Pasé por algo muy malo, donde salí vivo por poco. Por eso necesito un descanso.

—¿Cómo es eso? ¿Por qué cosa pasó? —le preguntó Leonardo, inclinándose hacia adelante en su asiento.

Fuera de la casa la tormenta enloquecía cada vez mas y el viento provocaba mas ruidos, y tironeaba de los árboles como queriendo arrancarlos todos.

—Pues yo... —lo atacó de nuevo la tos—. ¡Caramba! Que no se me calma. Yo realicé un exorcismo. Por suerte al final todo salió bien.

—¿Un exorcismo? ¡Vaya! Y cómo fue eso. —Leonardo bajó las cejas, interesado.

—No puedo contar los detalles, son muy aterradores y no quiero que mi viejo corazón vuelva a sufrir por las imágenes tan perturbadoras que se me presentaron durante el exorcismo.

—¡Vaya, que increíble! Había escuchado que usted los hacía, pero nunca me atreví a preguntarle. Tío, esa tos no puede ser algo bueno. ¿Se siente bien?

El viejo se había arqueado tosiendo, y cuando se enderezó tenía la cara muy pálida.

—Estoy bien, estoy bien —aseguró el viejo— , pero creo que voy a tener que marcharme. Sabes, te visitaba también por una cosa. ¿Recuerdas aquella cajita de plata que dejé aquí?

—Claro que sí. ¿Se la va a llevar?

—Sí, se la quiero mostrar a un conocido que le gustan esas cosas antiguas.

—Ya se la traigo —afirmó Leonardo, levantándose.

—Sabes que, ponla en este bolso, y ciérralo bien, es por el agua. Es un objeto muy antiguo.

—Claro. Ya vuelvo.

La tormenta disparó varios rayos en ese momento y la casa tembló. Regresó con el bolso mas pesado, y con la capa impermeable en la otra mano. El viejo lo tomó al levantarse, y tosió mas feo todavía al ponerse la capa, por lo que tuvo que decir a media voz:

—Gracias... ya me marcho. Fuiste... fuiste de mucha ayuda y— enderezó hacia la puerta algo encorvado y con paso irregular.

—Siempre es un placer ayudar a mi tío, el Padre. Él siempre me corregía cuando le decía Cura, por eso me di cuenta. Supongo que la precaución del bolso es porque usted no puede tocar el objeto, ¿no es así? —confesó Leonardo al abrirle la puerta.

El viejo se volvió rápidamente al escuchar eso, pero recibió una patada que lo hizo caer afuera. Cuando se levantó tenía la cara irreconocible, y sus ojos destilaban una gran maldad.

—¡Vete de aquí, engendro! —le gritó Leonardo—. ¡Y no creas que vas a poder hacer algo contra mí! ¡Te dí una taza de agua bendita y te la tomaste toda! ¡Ah, y tampoco creas que te llevas lo que viniste a buscar, a no ser que fuera una tostadora vieja! ¡Ahora lárgate de aquí, demonio, y no vuelvas a pisar mas este terreno!

El demonio se agazapó como para atacar, pero en ese momento lo invadió una especie de convulsión, entonces huyó trastabillando hacia la oscuridad. Leonardo cerró la puerta, se persignó y dijo una oración en latín. Su tío el exorcista lo había preparado bien. Él había aceptado todas aquellas enseñanzas pero sin estar muy convencido, mas bien fue para complacer a su tío, que era una excelente persona, y que por su carácter era difícil decirle que no. Ahora sabía que realmente había demonios rondando en la Tierra, y que algunos buscaban la reliquia que él tenía en la casa.

Leonardo había mantenido la calma de una forma que ni él se hubiera creído capaz; pero tras despedir al demonio sintió ganas de sentarse y se llevó las manos a la cara. Había estado al lado de algún tipo de demonio. Respiró hondo y después se le escapó una exhalación algo entrecortada. “Ahora no es momento para ponerse nervioso”, pensó enseguida “Tengo que llamar al tío”.

El viejo se había acostado hacía rato pero aún no podía dormir. Cuando escuchó el teléfono estuvo seguro de que se trataba de algo malo. El teléfono estaba en la sacristía, y esta se encontraba pegada a su cuarto. La habitación se hallaba completamente oscura, aunque algunos relámpagos que se colaban por la ventana mostraban fugazmente una visión distorsionada de las cosas que había en ella . Alberto tanteó la pared buscando el interruptor.

—¿Hola?

—¿Tío Alberto?

—¿Leonardo? ¿Qué pasó, muchacho?

—Sí, soy yo. Tuve una visita indeseable que buscaba la caja que usted me dio. Y seguro ni se imagina a quién se asemejaba. A usted.

El viejo dio un paso hacia atrás al escuchar aquello.

—¿Te refieres a un...?

— Así es. Pero no se preocupe, estoy bien. Me las ingenié no sé cómo en el momento. Si lo pienso ahora... Como le digo, no sé cómo me desenvolví tan bien. Estoy seguro que ese ya no va a molestar mas.

—¡Gracias a Dios! Seguramente el Señor te dio fuerzas. ¿Pero cómo lo hiciste? Bueno, eso ahora no importa y... Sobrino, ¿ese estaba solo?

—Creo que sí. ¿Por qué me lo pregunta, andan de a dos? —Leonardo miró hacia todos lados.

—Me temo que muchas veces, sí. Voy a salir inmediatamente para allá. Ahora escúchame bien. ¿Recuerdas aquellas hojas que te dí, las que tienen oraciones escritas en arameo antiguo?

—Sí, ¿qué hago con ellas?

—Pégalas en las aberturas, en las puertas y en las ventanas, con el lado que tiene la oración hacia el exterior. Esas hojas contienen una energía protectora. ¡Hazlo ya! Voy para ahí.

—Bien.

Leonardo escuchó que cortaron. Al pensar que podría andar otro demonio por allí salió corriendo rumbo a su escritorio. Buscó apresuradamente entre todos los papeles que tenía.

—¿Dónde los puse? Estaba seguro que fue aquí —murmuró mientras apartaba papeles.

Sonrió al hallarlos y enseguida salió disparado hacia la puerta. Allí se dio cuenta que no tenía cómo pegar las hojas. Volvió corriendo al escritorio. Sabía que tenía goma de pegar pero no recordaba dónde. Sacó los cajones para revisar mejor. 

Encontró una cinta adhesiva. “Esto tiene que servir”. La tormenta ahora parecía que quería levantar el techo de la casa, lo que lo hizo mirar hacia arriba. Pensó que no podía dejar que la tormenta lo distrajera. Al atravesar apresuradamente la sala, creyó ver por el rabillo del ojo que alguien cruzó frente a la ventana. Quedó expectante un momento pero no vio mas nada. Decidió poner primero uno en la ventana. Colocó un trozo de cinta en cada esquina y comprobó que la hoja quedó firme. Después corrió las cortinas.

 Siguió con la puerta. En su apuro había aplastado la punta de la cinta en el rollo, y al querer pegar la hoja no la encontraba. Ahora creyó escuchar pasos al lado de la puerta, en un instante donde no había estallado ningún trueno. Ya desesperado, pudo sacar la punta de la cinta aunque casi se quebró una uña. Cuando estuvo listo corrió hacia la cocina. Siguió con las ventanas de los cuartos, y cuando colocó el papel en la última exhaló aliviado.

Si su tío le había dicho que las hojas iban a funcionar, así sería, y no estaba seguro de que otro demonio anduviera por allí, eso lo hizo recuperar la calma. De vuelta en la sala se quedó mirando el sillón donde se sentara aquella cosa. Nunca mas lo iba a usar. Lo apartó hacia un rincón empujándolo con el pie. A la taza la agarró con un pañuelo y la tiró en el tacho de la basura. Le daba asco pensar en la verdadera apariencia de aquella cosa.

Ya comenzaba a creer que su tío había salido a la tormenta para nada, cuando escuchó pasos en el techo. Parecía un animal grande, porque se apoyaba sobre cuatro extremidades. Pero él supo que aquello no era ningún animal; era otro demonio.

 Los pasos siguieron hasta cierto punto del techo y luego se detuvieron. “Va a entrar por la chimenea”, pensó Leonardo, alarmado. Sabía que una persona no podía bajar por allí, pero un demonio, seguramente sí. Lo primero que se le ocurrió fue echar mas leña, mas enseguida se dio cuenta que el fuego debía ser algo benigno para aquel ser. “El agua bendita”. Su tío siempre le llevaba frascos con agua bendita. Hasta esa noche había creído que aquella colección era inútil, y que mas inútil era tener agua bendita en varias partes de la casa; pero ahora corrió en busca de los frascos.

Los pasos en el techo enderezaron rumbo a la chimenea y se detuvieron allí. Leonardo se colocó detrás del sofá, con unos frascos casi rompiéndole los bolsillos y uno en cada mano. Esa estrategia no le gustó, necesitaba también tomar algo contundente. Tomó el atizador. Aguardó inmóvil en su improvisada trinchera. 

Se escucharon pasos alejándose de la chimenea. Sonaban cerca del borde de techo cuando unos rayos ocultaron el ruido con sus cañonazos. ¿Había bajado o seguía en el techo? Cada minuto le parecía larguísimo. Escuchaba mirando hacia arriba, miraba hacia la puerta, hacia la ventana, y no podía descuidar del todo la chimenea.

De pronto se apagó la luz. Ya fuera por la tormenta o porque el demonio desconectara los cables de afuera, sintió que en la oscuridad su situación se complicaba. Tomó el encendedor que tenía sobre la repisa y salió rumbo a su cuarto a buscar una linterna. Se reprochó por no prever eso. Con el atizador bajo el brazo, avanzó espantando sombras y luego buscó en su cuarto.

 Volvió a la sala con su nueva fuente de luz. Los fogonazos de los relámpagos atravesaban las cortinas y por un instante se combinaban con la luz inquieta que arrojaban los leños encendidos de la chimenea. En esos momentos Leonardo veía una versión distinta de su sala, pues los objetos parecían nuevos.

Por mas que escuchó atento ya no pudo distinguir pasos entre todo el rugir de la tormenta. ¿El demonio habría desistido? “Tal vez se fue, porque si no puede entrar por las puertas ni las ventanas... ¡La ventana del baño!” Se había olvidado de poner una papel en la ventana del baño. Salió apresuradamente hacia allí pero se detuvo por el camino, y como lo hizo tan bruscamente resbaló y cayó sentado. Un demonio ya avanzaba por el pasillo. La luz de la linterna solo le sirvió para que viera una imagen espantosa. 

El demonio parecía una persona horriblemente mutilada que ya empezaba a descomponerse. La criatura se agachó un poco y abrió los brazos, amenazante. Leonardo se arrastró por el suelo un tramo hasta que pudo levantarse. El frasco con agua bendita que tenía en la mano había rodado en el corredor después de que se le cayera, pero tenía otros en los bolsillos. Destapó uno y lo agitó hacia adelante, proyectando el líquido.

El efecto que el agua tuvo en el demonio fue similar al que el ácido sulfúrico tendría en un cuerpo humano. Pero a pesar de los surcos y huecos burbujeantes que el agua le ocasionó, el demonio continuó avanzando igual. Leonardo siguió aventándole agua mientras retrocedía. Ya estaba desesperado cuando sonaron unos golpes y unos gritos en la puerta:

—¡Leonardo, abre, soy tu tío!

Leonardo pensó que en cuando intentara abrir la puerta el demonio se le iba a abalanzar. Mas para su suerte, el ser pareció sentir mas el efecto del agua bendita, y retrocedió un par de pasos. Eso le dio la oportunidad de abrir la puerta.

Alberto entró justo cuando explotaron una seguidilla de rayos, y estos hicieron su entrada mas dramática, pues su sombra se agigantó en diferentes partes de la sala, mientras su figura se recortó en una luz blanca. El exorcista avanzó gritando unas oraciones y con un brazo adelantado que mostraba un libro. Sus palabras sonaban entre estruendo y estruendo y parecían tener casi el mismo poder. 

El demonio retrocedió inmediatamente. Se alejó dejando en su camino un líquido nauseabundo que emanaba de las heridas causadas por el poder del agua. El exorcista avanzó, y Leonardo fue tras él. El demonio se retiró por la misma ventana que usara para ingresar a la casa. Enseguida sellaron esa ventana con uno de los papeles. El viejo vino preparado. Sacó unas velas de un bolso y las encendió sobre la repisa de la chimenea.

—Tío, no sabe la alegría que me da verle –le expresó Leonardo.

—Y yo estoy alegre por llegar a tiempo. Nunca me hubiera perdonado si te pasaba algo.

—¡Esos demonios! Por un momento estuve seguro de que sería mi fin. ¿Será que este vuelve? —dudó Leonardo, y giró la cabeza hacia la ventana.

—No volverá, ya estaba muy mal. Te habías encargado muy bien de él.

—Pero si usted no llegaba ahora...

—Pero llegué. No hay que preocuparse por lo que no pasó. Ahora solo resta esperar que pase esta horrible tormenta.

Tío y sobrino quedaron expectantes, con sus sombras meciéndose en las paredes. Poco rato después la tormenta empezó a perder impulso y la calma se fue imponiendo de a poco. Hasta la luz eléctrica volvió cuando la tempestad pasó del todo. A Leonardo lo sorprendió eso, porque creía mas probable que el demonio hubiera arrancado los cables.

Ya comenzaba a amanecer cuando el viejo se levantó de su asiento, y se llevó una mano a la espalda, como si esta le doliera un poco:

—Bueno, sobrino, salimos de esta. Y te aseguro que no vas a tener mas problemas como este. Me voy a llevar la reliquia para que ya no vuelvan a molestarte. Te aseguro que, aunque te preparé, fue solo por precaución, no creía que estarías corriendo algún riesgo por tener eso aquí.

—Lo sé, pero, ¿está seguro que se la quiere llevar? ¿Dónde la va a dejar? Espero que no la guarde usted. Ya está viejo... Yo puedo esconderla en algún lado o algo, y prepararme mas.

—Viejo y todo, ya viste que todavía me desenvuelvo bien, ¿no?

—Claro, me salvó. Lo decía porque no quiero que ande preocupado pensando que van a ir a buscarla.

—Muchacho, mucho mas preocupado estaría si la dejo aquí –le aseguró Alberto, poniéndole una mano en el hombro—. Bien, será mejor que me marche ahora. Pon la reliquia en ese bolso.

—Está bien. Ya vuelvo.

Cuando Leonardo regresó con la maleta, el viejo ya estaba en el patio, contemplando su alrededor. Se tocaba la espalda, medio arqueado hacia adelante.

—¿Está bien, tío? Si quiere déjela aquí por un tiempo. —insistió Leonardo.

—Estoy cansado nada mas. Ya te dije, no estaría tranquilo si la dejo aquí ahora que se que es peligrosa porque la quieren.

—Está bien, aunque si cambia de opinión, no dude en traerla. No soy un exorcista como usted, pero ahora que lo pienso, me desenvolví bastante bien, ¿no? Hasta reconocí a un demonio a pesar de presentarse exactamente como usted.

El viejo tomó el bolso, giró y se alejó unos pasos sin contestarle. Cuando estaba atravesando el portón del terreno se volvió hacia Leonardo:

—Lo reconociste porque solo era un demonio —le dijo—. Si se tratara del mismo Diablo, a ese no lo reconocerías ¡Jajaja! —y se alejó dando grandes pasos.

No muy lejos de allí, en un costado del camino, había un auto volcado ruedas arriba.

martes, 25 de noviembre de 2025

El Jinete De Las Tormentas

   La noche estaba por demás oscura cuando Sandro, montado en su caballo, se adentró en el sendero de un bosque. Cielo, campo y bosque estaban fundidos en la misma oscuridad, y hasta su propio caballo casi desaparecía completamente en ella. Confiaba en la vista del animal, porque él apenas distinguía vagas formas y contornos que solo hacían todo mas confuso. Ya había atravesado noches así, pero en esa ocasión sentía como un pesar en su pecho, cierta angustia no sabía por qué. Alguna rama que lo rozaba le indicaba la proximidad del bosque. Todo estaba silencioso allí, era demasiado silencioso. Sandro frenó el caballo para escuchar. Nada, ni grillos ni pájaros nocturnos, hasta el chistido de una lechuza hubiera sido bueno en aquel silencio. 

Sombras por todos lados, y, repentinamente, una silueta iba a su costado. Era otro jinete. ¿Cómo había aparecido así de la nada, sin un ruido? Sandro cerró los ojos, mas al abrirlos el jinete seguía allí, andando a su lado, y de pronto el extraño le preguntó con una voz profunda:

—¿Usted cree en el Diablo?

Por un momento no pudo responder, estaba demasiado impresionado. Aquel jinete que iba a su lado podía ser cualquier cosa menos una persona, y lo que montaba tampoco podía ser un caballo de carne y hueso. Solo habían aparecido de pronto. Finalmente buscó coraje en su ser y pudo hablar:

—Yo no —respondió Sandro con la voz quebrada, temiendo lo que seguiría a esa pregunta. 

—¿Por qué no? Las pruebas de su presencia están por todas partes —objetó aquella sombra.

En ese momento retumbaron unos truenos tras los jinetes, y Sandro se estremeció. A pesar de la oscuridad el extraño pareció notar la reacción de Sandro, y emitió una risita grave, cavernosa.

—¡Jajaja! Ahí tiene una prueba —comentó el jinete misterioso—. Esas tormentas que dejan estragos tras de si, las que traen inundaciones, vientos, rayos… ¿Usted cree que esas tormentas son obra de “Aquel”? No señor, son obra del Diablo. ¿Acaso ve usted a “Aquel” en una inundación que barre un pueblo entero? ¿Lo ve en los ahogados que pasan dando vueltas en el agua espumosa y oscura? ¿Y que tal los vientos que arrasan casas enteras, comunidades enteras? Gente llorando que no sabe qué hacer, pues han quedado sin nada, familias destrozadas, con familiares desaparecidos. ¿Lo ve en alguna de esas cosas? De ninguna manera, todo eso es obra del Diablo, y usted las conoce bien, ha vivido varias situaciones así. 

—Es cierto —respondió Sandro, ya repuesto de la primer terrible impresión—. Esas tormentas deben ser obra de “Aquel” que usted dice. Pero tras esas desgracias viene la solidaridad, la ayuda de gente lejana, de países lejanos a veces. La gente se entera de esas noticias y pasan cosas buenas. Se donan ropas y comida para desconocidos, se organizan campañas solidarias para ayudar a los damnificados, se levantan nuevas casas, y en situaciones así, muchos rezan por gente que nunca van a ver. En todo eso veo a Dios.

Cuando Sandro terminó de decir eso, la figura del jinete que marchaba a su lado ya no estaba. En la lejanía se desataba ahora una tormenta terrible.

lunes, 10 de noviembre de 2025

Un grupo extraño

Éramos un grupo raro, poco común. El grupo estaba formado por cinco varones y cuatro mujeres. Teníamos, la mayoría, la misma edad, y solo dos eran un año mayores. Esto era porque el grupo se formó en secundaria, en el primer año, y Todos fuimos a la misma clase. Esto se repitió por tres años. Eran excelentes compañeros. Los extraño mucho. Ninguno merecía irse, así como se fueron, y siendo jóvenes.

El grupo era raro, porque las amistades de secundaria suelen perderse fácilmente, incluso en una ciudad pequeña como la nuestra. 

Creo que nuestra amistad se reforzó en los picnics que estaban de moda en esa época. Se organizaba un picnic al comienzo de algunas fechas especiales como la semana de turismo. También iban otros compañeros, pero nosotros éramos los más constantes. El destino nos juntó, y luego nos condujo a una situación horrible de la cual solo yo escapé, por ahora. 

En el último año de secundaria juntos, en el último día, prometimos seguir teniendo contacto, y reunirnos cada tanto. Fue un juramento lleno de emoción, característico de la juventud, pero lo cumplimos, aunque fueron pasando los años. Ya fuera en el cumpleaños de uno, o unos días antes de navidad, o fin de año, nos reuníamos en diferentes casas. Luego llegaron los casamientos, y cuando alguno pasaba una época mala, también nos juntábamos. Maldito sea el día que decidimos hacerlo en Halloween. 

En nuestra ciudad, en Halloween no se hacía casi nada aparte de algún baile. Era la primera vez que nos reuníamos en esa fecha, y a todos nos pareció buena idea. Las cosas se dieron de tal forma, que cada uno de los integrantes fue solo, por suerte, sino la desgracia pudo ser mucho peor. 

El día llegó horrible, con enormes nubarrones pasando rápido por el cielo, y bandadas de aves huyendo hacia lugares lejanos. Las nubes tomaban en algunas partes un tono verdoso. Y al atardecer la tormenta se contenía apenas, como si quisiera juntar más fuerza para volcarse con más ferocidad. 

Después de un intercambio de un montón de mensajes de texto, se decidió que la reunión salía igual. El lugar acordado ahora era la casa de uno de nuestros amigos, que vivía en las afueras de la ciudad. 

Al llegar, reconocí los vehículos de todos, yo era el último en llegar. Atravesé corriendo un patio amplio, bajo un aguacero impulsado por mucho viento. Enseguida me saludaron todos, bromeando sobre lo tarde que llegaba siempre.

Poco después tenía un vaso en la mano, y retomaron la conversación invitándome a que participara. Era Halloween, y naturalmente estaban hablando sobre cosas de terror; pero no sé cómo habían llegado a una discusión sobre la existencia o no del Diablo.

Enseguida les dije que sobre eso no conviene hablar, que si era sobre películas de terror sí, pero sobre el verdadero no. Intenté convencerlos de que ir por esos rumbos

puede ser malo, que no era un juego, que mejor habláramos de otra cosa. Pero estaban muy emocionados con el tema. Así quedé fuera de la conversación y ellos la continuaron. Fuera la tormenta pasaba aplastando los campos cercanos.

Cuando ya fue completamente de noche, empezaron los rayos. Cada vez que estallaba uno, todos gritaban emocionados, como disfrutando de la tormenta. A mí no me hacía ninguna gracia. Mientras seguían discutiendo sobre el diablo, teorizando esto y aquello, yo cada vez tenía la mente más lejos de allí. Pensaba en mi casa y en mi familia. Se supone que esas reuniones eran para desconectarnos un poco, pero no podía evitarlo.

Cuando un nuevo estallido me hizo regresar de mi ensoñación, me pareció que todos estaban muy alterados. Opinaban con mucha vehemencia, o se reían como locos de los argumentos de los otros. Tampoco el lenguaje era el que se solía usar. yo solo estaba tomando un refresco, porque tenía que manejar mucho para volver a mi hogar.

Bromeé sobre lo que tomaban, les dije que ya los estaba afectando mucho, pero ninguno pareció escucharme. Truenos, estallidos de rayos, gritos, carcajadas, el ambiente de la reunión ya tenía un tono casi demencial. Lamenté haber ido esa vez, y me pregunté qué les estaba pasando.

Entonces, después de otro rayo, uno que pareció caer muy cerca, se cortó la luz. Entonces todos quedaron en silencio un instante, también la tormenta. fue un silencio muy breve pero asfixiante, incómodo. alguien dijo algo y encendió su celular. otros hicieron lo mismo. Ahora había algo de claridad en la habitación. En ese momento me di cuenta. 

Habíamos ido nueve, los amigos de siempre, pero ahora, entre la oscuridad y las débil luces de los celulares, había diez siluetas. En aquella confusión, no podía distinguir al intruso, pero allí había alguien más. apareció de la nada al cortarse la luz.

Los otros no parecieron notarlo. Pensaba cómo decir eso, como informarles sin que cundiera el pánico, cuando escuché aquel retumbar. Unos pasos que venían por el patio rápidamente sobresalían incluso sobre el estruendo de la tormenta. Y de pronto la puerta estalló, volaron pedazos de madera hacia todos lados, y una cosa enorme entro como una locomotora en la habitación. Se armó un griterío horrible, y la tormenta enfureció con más relámpagos y truenos.

Una serie de relámpagos me dejó ver una cabeza enorme con cuernos que respiraba como un fuelle. El instante que demoré en darme cuenta de qué era aquello, fue realmente horrible, y ya hecho el descubrimiento no fue mucho mejor. Lo que había despedazado la puerta al chocar con ella, era un toro grande.

Reaccionando al grito de una de mis amigas, me abalance hacia el toro sin pensarlo. Ya fuera el movimiento del propio animal, y otra fuerza inexplicable, me empujaron hacia la abertura de la puerta con tanta fuerza, que caí afuera de espaldas. Una puntada paralizante en la espalda me dejó inmóvil bajo el impresionante aguacero.

Y así, sin poder moverme, escuché el griterío que crecía allí adentro. Luchaba por moverme cuando creí que me había alcanzado un rayo, y ya no supe más.

Desperté en medio del lodo, de madrugada. ya no me dolía la espalda. Dentro de la casa había vuelto la luz. Todo estaba roto y revuelto, pero mis amigos parecían no estar heridos, no físicamente. Estaban completamente enajenados. miraban hacia todos lados sin fijarse en nada, y no respondían preguntas, y lo peor, en sus ojos ya ninguno parecía reconocerme.

Cuando amaneció, un montón de policías seguía en el lugar. A mis amigos los llevaron en ambulancia y tuvieron que sedarlos. Nadie dudó de mi historia del toro, porque el lugar estaba lleno de huellas, pero eso no explicaba el estado mental de mis amigos. Nunca se recuperaron. No volvieron a reconocer ni a su familia, y se les deterioró tanto la salud, que, a los pocos meses, del grupo quedaba solo yo. ¿Qué fue de ese toro? nunca se supo más nada. Y, ¿Quién era el extraño que apareció de golpe? lo que fuera, no era parte de nuestro grupo, pero creo que, sin querer, lo invitaron a la reunión.  

lunes, 27 de octubre de 2025

El hombre tranquilo.

 Los ruidos de las sirenas interrumpieron la siesta de Carlos. Se puso a escuchar sin levantarse. Pasó una sirena, otra, dos más, varias de ellas. Por el ruido supo que eran carros de bomberos. Después distinguió sirenas de ambulancia, policías, y algunos helicópteros pasaron volando ruidosamente sobre la zona. “Debe ser un incendio grande”, pensó. Era un tipo tan tranquilo que no le dio importancia al asunto, mas no pudo seguir durmiendo porque se dio cuenta que los bomberos se detenían no muy lejos de su zona.

Ya le habían arruinado la siesta. Se levantó desperezándose. Remolonamente se calzó unas pantuflas y fue arrastrándolas hasta el baño, entre bostezos y restregándose los ojos. Fuera de su casa seguía el escándalo de las sirenas, pero no por eso se iba a apurar. Se estaba cepillando los dientes cuando se dio cuenta que el tránsito había aumentado y se estaba descontrolando. 

Sonaban bocinas y había gente que gritaba histérica. Repentinamente estallaron unos ruidos realmente fuertes: Unos autos habían chocado cerca de su casa, y fue justo cuando Carlos estaba haciendo un buche con enjuague bucal. El enjuague empapó el espejo al salir disparado de su boca, y medio se ahogó por el sobresalto; inevitablemente tragó un poco y el líquido le quemó la garganta mientras bajaba.

—¡Maldición! —exclamó—. ¿Qué le pasa a todo el mundo hoy?

Después volvió a su natural aplomo. Escupió en la pileta y puso atención; la gente estaba tan apurada que chocaban unos con otros. Se secó la cara como siempre. Solo después de peinarse cuidadosamente decidió salir a ver qué pasaba, aunque mientras lo hacía los ruidos seguían aumentando, y cualquiera hubiera salido antes. Por los bocinazos y los insultos era evidente que el tráfico estaba atascado en aquella calle, mas eso era algo muy extraño, porque normalmente apenas circulaban autos por allí. Pensó que debía ser por el incendio. ¿Sería tan grande como para que tanta gente estuviera huyendo? Carlos abrió la puerta y vio el caos que había escuchado.

Los vehículos se amontonaban en aquella cuadra. Había un auto incrustado en la parte trasera de otro, mientras un buen número de ellos tenían abolladuras ocasionadas en el apuro. Algunas personas salían de los vehículos y seguían a pie. Después de mirar hacia atrás se movían más rápido. Aquello no era un simple embotellamiento, era una estampida; estaban huyendo desesperados.

Desde hacía algún tiempo, cuando Carlos miraba los noticieros, terminaba siempre sacudiendo la cabeza hacia los lados, como negando. “Que locura hay en el mundo. Tantas guerras absurdas, tanta intolerancia... Que grande es la estupidez humana. ¿A dónde vamos a parar si esto sigue así?”, reflexionaba. Pero a pesar de pensar eso no se amargaba, nada perturbaba la sólida tranquilidad con la que encaraba la vida.

Frente a su casa corría un gran alboroto. Al ver que ya no podían circular más, ahora todos se bajaban de los autos, tomaban sus maletas apresuradamente y seguían a pie, andando lo más rápido que podían. Los más ágiles y rápidos adelantaban a los viejos y a los gordos. Algunas personas caían, y según su condición, se levantaban como podían o empezaban a pedir auxilio inútilmente desde el suelo, pero nadie se detenía. Al huir miraban repetidas veces hacia atrás, que para Carlos era su lado derecho. ¿Qué ocurría rumbo a aquel lado? Miró hacia allí. 

Pensó que era comprensible el apuro de la gente; desde ese lado venía algo horrible, algo que solo se podría describir como una montaña de fuego, una montaña de cimas puntiagudas y ondulantes, de llamas. Hasta el peor incendio forestal quedaría empequeñecido frente a aquella monstruosa columna de fuego y humo.

Observando esa descomunal avanzada de llamas inconcebibles, Carlos vio que entre el fuego se movía una criatura gigantesca, un monstruo de pesadilla. Era bípedo como un humano, pero su cabeza no se parecía a nada que hubiera existido sobre la tierra, a menos que se combinaran algunas características de los más monstruosos seres. Enseguida supo que aquello era el Diablo. El colosal demonio miraba hacia abajo, levantaba una de sus piernas-pata y la bajaba con estruendo, como quien está aplastando insectos con sus pies, pero este aplastaba personas, vehículos y casas. Nada escapaba a su mirada. No había donde esconderse ni donde huir, y las llamas que lo acompañaban se iban extendiendo hacia todos lados.

Un tipo conocido de la zona pasó corriendo por la vereda y se detuvo frente a Carlos. El tipo tenía los ojos muy grandes por el miedo. Demasiado alterado como para pensar en por qué se detenía a hablar en una situación así, dijo a los gritos:

—¡Es el fin del mundo, Carlos! ¡Es el fin del mundo!

—Eso veo —comentó Carlos.

—¡Pero hombre! ¿Cómo puede estar tan tranquilo?

— Con todo lo que ha pasado últimamente, esto no podría sorprender a nadie —le respondió tranquilamente.

El conocido quedó pensativo un instante, después el miedo lo dominó de nuevo y salió corriendo. Carlos entró a la casa. De qué servía huir. Se sirvió café y se sentó a degustarlo. Fuera los pasos del gigante retumbaban cada vez más cerca.

lunes, 20 de octubre de 2025

Los Creyentes

 Hola. Este cuento viene bien para este mes de terror. Voy a ver si en Halloween subo algo especial, un video o algo, no lo decidí. Aquí el cuento. Gracias.


 Aquellas personas vinieron a terminar con mi paz. Y esa gente no lo sabía, pero algo muy oscuro estaba por caer sobre su comunidad.

Nunca fui muy creyente y, siendo sincero conmigo mismo, nunca me agradó ningún vecino. Por eso, cuando me enteré de que al lado de mi solitaria casa iba a funcionar un templo ambulante, la noticia me cayó como piedra. Y en ese entonces ni sospechaba lo que iba a ocurrir después: la experiencia más aterradora de mi vida.

Mi casa está muy cerca del límite de la ciudad, pero como el terreno está en medio de una arboleda y cruzando una ruta que en esa parte es muy elevada, se siente como si estuviera mucho más lejos porque desde allí no se ve la urbanización; por esa razón construí en ese lugar. Al lado de mi terreno hay otro muy amplio que estaba vacío, y en él levantaron la carpa que usaban como templo. ¡Justo ahí se tuvieron que instalar! Adiós a la paz que había disfrutado por dos años al no tener vecinos. 

Apenas la carpa estuvo levantada, el “pastor” y su mujer me hicieron una visita. El tipo caminaba adelante, con una biblia entre las manos y paso solemne. Al entrar al terreno, el confiado sujeto lo atravesó contemplando mi jardín, mostrando algo de asombro en la mirada, como maravillado por esa obra de Dios; la mujer iba atrás, moviéndose casi tan solemnemente como el tipo, pero con el mentón contra el pecho, mirando el suelo. Enseguida me pareció que aquello era un papel bien interpretado.

Sin dejarlos hablar mucho les dije que no me interesaba concurrir. Creo que no fui muy brusco al aclararles eso, pero por un instante el pastor me miró desafiante, así como miran los matones. Entonces la mujer se adelantó y lo tomó del brazo, él giró hacia ella, intercambiaron una mirada, y después se volvió apenas hacia mí; cuando ella volvió a tironear de su brazo, él se retiró lentamente y se fueron. Ahí supe que aquel tipo era un fraude, un rufián que hacía aquello solo para sacarle dinero a la gente. Solo era otro busca pleitos y ladronzuelo que encontró una oportunidad de vivir sin trabajar; un estafador. Intuí también que en aquel dúo la cabeza pensante era la mujer. Sin saberlo, esos dos estaban jugando con fuego.

Empezaban sus reuniones, o como les llamen, al atardecer. El rufián que hacía de pastor hablaba por micrófono, con un volumen muy alto, y cantaban, lanzaban aleluyas y agradecían al Señor a los gritos, haciendo sonar panderetas que acompañaban a un órgano; todo eso mientras yo permanecía en la cama sin poder dormir (me acuesto bien temprano porque soy muy madrugador). Y algunos días el pastor organizaba exorcismos. Los primeros me hacían reír, y acostado en mi cama escuchaba cómo el tipo “expulsaba al mal”. Después sus fieles se ponían a cantar como locos. Con el tiempo esos falsos exorcismos me aburrieron porque los que se creían poseídos carecían de una buena imaginación y todos repetían casi lo mismo.

Esas noches pasaron a ser un verdadero fastidio. Como ya he dicho, ese templo era ambulante, y a veces se retiraban hasta por un mes. Pero siempre volvían. En su último regreso, cuando algunos estaban levantando la carpa por la tarde, el tiempo empezó a desmejorar y el cielo se enlutó con enormes nubarrones amenazantes. Los árboles de mi propiedad se agitaban cada tanto, rumoreaban y se detenían de golpe en un silencio algo inquietante, para de pronto volver a sacudirse, temblar y conversar con mil voces susurrantes con el viento que pasaba silbando por la casa. Arriba pasaban y pasaban deformes nubarrones oscuros, mientras unas nubes más claras, delicadas y fugaces, se desvanecían o agrupaban al arremolinarse o estirarse.

Creí que ese mal tiempo, que la amenaza de lluvia iba a mantener a todos los fieles del pastor lejos de allí, pero con todo, empezaron a llegar igual al anochecer. Cuando la noche oscureció completamente el paisaje, empezó a soplar mucho viento, y después de estallar unos rayos que hicieron aparecer todo bajo una luz blanca, se desplomó desde el cielo un aguacero estruendoso. 

Pensé que era mejor así, porque gracias al ruido de la lluvia no iba a escuchar las tonterías de los de la carpa. Apenas cené, me acosté. La tormenta siguió con sus cañonazos y el aguacero por un buen rato. Pero de repente la lluvia se detuvo y paró también el viento. Fue como si la naturaleza hubiera quedado paralizada de un instante a otro. Entonces escuché que en la carpa estaban haciendo un exorcismo:

—¡Demonio, por el poder del Señor, te ordeno que dejes ese cuerpo! —gritó por el micrófono el pastor.

—¡Tú no tienes ningún poder sobre mí! —dijo entonces una voz horrenda.

—¡Engendro del mal, sal del cuerpo de esta muchacha! ¡Te lo ordeno!

—¡Te van a quemar una y otra vez en el infierno! —aseguró la voz horrenda, que en nada se parecía a la de una mujer, ni a la de nadie. Aquello ya me estaba inquietando.

—¡Demonio, yo!... ¿Qué estás haciendo? ¡Oh, Dios mío! —exclamó con la voz quebrada el pastor.

—¡Los gusanos del infierno se van a hacer un festín con ustedes por siempre! —gritó terriblemente la voz aterradora, que ahora sonaba como muchas voces.

Después el griterío fue general. Por la forma en que llegaban los sonidos, me imaginé que todos iban huyendo hacia la salida cuando algo les cortó el paso, y después los gritos se empezaron a dispersar por la carpa en desesperada carrera. Se escucharon gritos de terror, súplicas, y unos sonidos más difíciles de describir, que eran una mezcla de gruñidos reverberantes y cavernosos, con voces graves que decían algo en una lengua que seguramente no era ninguna conocida en la Tierra.

Aquellos ruidos extraños y los gritos se detuvieron súbitamente, todo quedó en silencio. Permanecí en mi cama, respirando apenas por el miedo y con el corazón desbocado sonando fuerte en mi pecho. ¿¡Qué había pasado allí!?

La respuesta era obvia pero no quería pensar en ella. Mi cuarto estaba sumido en una oscuridad absoluta y asfixiante. La tormenta estaba muda, mas se sentía que seguía allí, sobre toda aquella oscuridad y silencio. De pronto, sin que escuchara ni el más mínimo ruido yendo hacia mí, de un momento a otro supe que había algo a mi lado. Entonces sentí un aliento caliente en un costado de mi cara, y a continuación una voz tétrica me susurró al oído: “¿Quieres unirte a mis creyentes?”

No sé cómo no morí de terror en ese momento, o cómo mi cordura no escapó para siempre después de esa noche. Volví a tener consciencia cuando ya era de madrugada. Había salido la luna y por la ventana entraba bastante luz. Al acordarme me enderecé bruscamente y miré en derredor. Un escalofrío me recorrió la espalda, al pensar que me había desmayado cuando aquella cosa estaba allí. Cuando amaneció fui a ver qué había pasado con los de la carpa; esta ya no se encontraba en el terreno, la habían levantado y no había ni rastros de nadie. Y nunca más supe qué sucedió con ellos. Mi vida no volvió a ser la misma, abandoné el lugar y me mudé a la cuidad. Y las noches de tormenta tiemblo al recordar aquella voz, y tiemblo más al recordar mi respuesta.

sábado, 11 de octubre de 2025

En el cementerio

 Hola. A este cuento de terror los escribí hace como diez años. Se añejó y ahora está mejor ¡jaja! Tiene mucha atmósfera, y terror. Lo recomiendo. Gracias.


El carruaje avanzaba por una ciudad gris, bajo un cielo del mismo color, y en el carruaje iba Martínez, sumido en pensamientos también grises. El hombre se dirigía hacia el cementerio e iba muy preocupado; mas no se dirigía hacia allí por ninguno de los motivos que normalmente hacen ir a la gente a ese lugar: él iba rumbo a su trabajo, y le había llegado un mensaje preocupante.

Se bajó del carruaje apresuradamente, sin fijarse dónde lo hacía, y sus zapatos aterrizaron en un pequeño charco. Tuvo toda la intención de maldecir al ver sus zapatos todos salpicados, pero en ese momento iba pasando una familia, entonces lo reprimió, sonrió y saludó levantando un poco galera. El hombre de la familia correspondió con el mismo gesto, pues iba con un sombrero igual de alto, mientras su esposa, que caminaba bajo una pequeña sombrilla, aunque estaba nublado, lo saludó con una inclinación de la cabeza.

 Completaban la familia dos chiquillas que pasaron aguantando apenas una carcajada, porque estas lo habían visto saltar al charco. Cuando le dieron la espalda, Martínez cambió el semblante y quedó serio, y por un momento los vio alejarse mientras pensaba: “Si llego a la Gobernación los voy a desangrar a impuestos a ustedes también”. Después en su cara se vio fastidio y enojo, pues hasta el momento lo único que administraba era el cementerio.

Martínez odiaba su trabajo. A veces le aseguraba a su esposa que desde que estaba allí a la gente se le había dado por morir más solo para fastidiarlo. Y todo era por culpa de su cuñado, Villegas, quien era el Gobernador. Martínez le había presentado a su hermana (según muchos, la más bella de la ciudad), y hablado favorablemente de él ante su padre, aunque sabía que el tipo era un personaje bastante oscuro; y todo eso para qué le sirvió, solo para tener un puesto miserable llevando los papeles del cementerio. 

Villegas le había prometido que si hablaba bien de él y el matrimonio se efectuaba, le iba a dar un buen empleo, uno de peso en la Gobernación, y que se iba a codear con gente poderosa. Después de eso su carrera política dependería de él. Pero desde el cementerio qué carrera iba a impulsar, si los ciudadanos que le llegaban ya estaban muertos, y sus deudos después lo asociaban a él con una experiencia terrible. Por eso odiaba su trabajo.

Y ahora se le había presentado algún problema. Alfonso, el capataz de los enterradores, le había hecho llegar un papel donde decía que había problemas. 

Como no especificaba nada podría tratarse de cualquier cosa. Eso tenía enfadado y preocupado a Martínez. Apenas atravesó el pesado portón vio a Alfonso, el viejo enterrador. El viejo tenía una pala delante de él y la sostenía con las dos manos, así como un cuervo se aferra a una rama, y ciertamente, con aquella ropa negra y una enorme nariz que se torcía hacia abajo, el viejo recordaba bastante a un cuervo. Martínez saludó primero con el sombrero a una persona que pasó, luego le reprochó en voz baja a Alonso:

—¿Necesita andar siempre con esa pala? La gente se impresiona al verlo.

—Es mi herramienta de trabajo, como lo son para usted sus plumas y la tinta.

—Sí pero... en fin. ¿Qué me quería informar? ¿Qué clase de problema surgió?

El viejo movió los ojos espiando disimuladamente sus costados, después dio un paso hacia adelante y susurró:

—Problemas graves. Han profanado algunas tumbas y, están haciendo rituales, magia negra.

—Pero qué me dice, como que rituales de magia negra. Eso son bobadas.

—¿Usted cree que una ofrenda al Diablo son bobadas?

—Hable mas bajo, hombre —y ahora fue Martínez el que miró hacia los lados antes de hablar—. Dice que le están haciendo ofrendas al... 

—Al Diablo —completó la frase el viejo.

—No lo diga de esa forma, y hable mas bajo.

—No sé de qué otra forma decirlo. No tengo la educación que usted tiene. Ahora, ¿va a venir a ver lo que dejaron?

—¿Ir a ver lo que dejaron? —repitió Martínez—. Bueno, supongo que es mi deber.

Y los dos se adentraron en un laberinto de tumbas y panteones. Martínez se detuvo en un entierro, y con la galera en la mano y su cara mas solemne saludó a todos los presentes. El político en su interior no perdía oportunidad. Alonso lo esperó impaciente, apoyado en su pala. De paso el viejo aprovechó para decirle algo a uno de sus enterradores. 

Después de esa interrupción los dos siguieron adentrándose cada vez más en la necrópolis. El cielo se había encapotado de tal manera que no se veía ni un indicio del sol, aunque era muy temprano aún. Martínez pensó, mientras intentaba seguirle el paso al viejo, que su cementerio tal vez era el más grande del país, por lo antiguo que era. Después consideró que aquello no tenía importancia. Era el gobernador de una ciudad de muertos. Y aquella ciudad de moradores silenciosos lo impresionaba mucho.

El lugar le resultaba sumamente lúgubre y siniestro, además, podría jurar que apenas ponía un pie en aquel terreno sembrado de muertos, sentía que su energía era muy diferente a la de la calle, y que era algo muy claro, no una sensación vaga. Aquel era el hogar de la muerte. Aunque hacía un año que trabajaba allí, como lo recorría lo menos posible, arrimándose solo a algunos entierros en la parte mas nueva, pronto Martínez se vio caminando por una zona desconocida para él, la parte vieja, que incluso parecía ser mas extensa que la nueva. Alonso doblaba aquí, luego allá, y miraba cada tanto sobre su hombro como apurando a quien lo seguía.

En aquella parte los pastos ya estaban reclamando casi todo, y se asomaban entre losas rotas y llegaban hasta las puertas de algunos antiguos panteones. A pesar de lo laberíntico del lugar el viejo enterrador avanzaba sin dudar ni un momento, como quien se desplaza por su casa. Detrás iba Martínez, y se pasaba el pañuelo por la frente, y cada pocos pasos miraba de reojo alguna puerta de panteón que se hallaba entornada. También lo inquietaban las estatuas que se alzaban sobre pilares de granito resquebrajado. Si por lo menos hubiera sol, pero aquella tarde hasta el cielo parecía ser parte del cementerio. Cuando estaba por preguntar cuánto faltaba, Alonso se detuvo, giró hacia él y señaló con el brazo:

—Ahí está la ofrenda, mírela usted. Dígame si exagero.

Martínez se tapó la nariz con el pañuelo cuando miró hacia donde el viejo le señaló porque junto con la imagen le llegó un olor nauseabundo. En una vereda entre dos panteones, habían dibujado un enorme círculo, y en él un símbolo extraño y complejo. Rodeaban a este círculo un montón de velas desgastadas, y en el medio resaltaba una especie de amasijo de carne humana en descomposición. Y había algo en aquella desagradable escena que no encajaba. Demoró en darse cuenta pero lo notó de pronto. A pesar del olor nauseabundo de aquel amasijo, no había ni una mosca volando o caminando sobre él. En derredor al círculo se veían muchas pisadas de gente.

Martínez pensó rápido. La clase obrera de la ciudad, ignorante y temerosa de la Iglesia, no se atrevería a hacer algo como aquello. Debía tratarse de otra gente, de algunas personas mas elevadas en la sociedad. Él no quería quedar mal con esos, y mucho menos con el destinatario del ritual. Pensó que era mejor “mirar hacia un costado”, después de todo, no le habían hecho ningún mal a nadie, por lo menos no directamente, allí.

—Dejamos el asunto así entonces. ¿No tocamos nada y no avisamos a las autoridades?  –dijo de pronto Alonso, como si hubiera  estado siguiendo sus pensamientos.

—¿Cómo? —se sorprendió Martínez.

—Digo, como usted se quedó ahí parado sin decir nada, supongo que va a dejar esto como está, ¿no?

—Ah, pues acertó, es mejor no meterse con esto. Parece que normalmente nadie llega hasta aquí, ¿me equivoco? Alonso, ¿habló sobre esto con alguno de sus hombres?

—No señor, nadie anda por aquí, y apenas vi esto me comuniqué con usted, no se lo dije a mas nadie. Es un asunto muy serio.

—Bien, que quede entre nosotros entonces. Vayámonos de aquí.

Mientras regresaban al frente del cementerio Martínez no supo si tomaron otro atajo o si él tenía una orientación tan mala que ni reconocía el lugar por dónde había pasado hacía un rato. Ni un laberinto verdadero le resultaría tan confuso. Y aquel viejo avanzaba por allí como si estuviera en su casa. Ya en la parte nueva el enterrador se apartó y pronto desapareció tras un nicho. Martínez fue derecho a su pequeña oficina. En aquella pequeña pieza, entre los papeles, olvidaba por momentos donde se hallaba, aquello era lo suyo, allí estaba en su elemento: papel, tinta, plumas, montones de documentos, archiveros...

Tuvo que encender el farol y unas velas porque la tarde aportaba muy poca luz. Tenía trabajo acumulado. “Parece que ahora está de moda morirse”, pensaba “Todos esos viejos mohosos que no se morían nunca, ahora que yo estoy acá estiran la pata uno tras otro. ¡Condenado puesto el que tengo!” Y pasó el resto de la tarde sumido en sus papeles y pensamientos así.

Al enderezarse en su asiento frotándose el cuello que sentía algo entumecido, desvió la mirada hacia la ventana y vio que ya estaba de noche. Se disgustó mucho al ver la hora que marcaba el reloj de la pared. Ya había pasado su hora de retirarse, y no le pagaban horas extras ni nada que se le pareciera. Además, si el cementerio lo inquietaba de día, de noche era mucho peor.

 Se iba a levantar cuando de pronto sintió que había algo detrás de él. Inmediatamente le recorrió la espalda un profundo escalofrío. Cuando abrió la boca para gritar, se apagaron las velas y el farol, entonces, en aquella oscuridad, inmediatamente sintió que una mano fría lo agarraba por el cuello. Luego, oscuridad y silencio, se desmayó de terror.

Cuando volvió en si estaba acostado boca arriba. El aire frío le indicó que no se encontraba en su oficina. Se incorporó a medias con un sobresalto. Estaba sobre pasto. Miró en derredor; aquello era la parte vieja del cementerio. ¿Quién lo había dejado allí, y para qué? Al recordar el contacto con la mano que lo tomó del cuello, se lo limpió con la manga del abrigo, asqueado. Una enorme luna llena estaba congelada sobre el cementerio y lo mostraba mucho más pálido y aterrador que durante el día. 

Martínez no supo hacia dónde ir. Alguien lo había llevado hasta el lugar, ¿andaría por allí, espiándolo? Se tanteó la ropa. Tenía todo su dinero, no se trataba de un robo. ¿Cómo salía de aquel lugar ahora? La sola idea de vagar por el cementerio de noche hasta encontrar la salida le resultó aterradora. Si por lo menos supiera hacia dónde estaba la salida, eso le restaría tiempo a la horrible caminata que debía realizar.

En ese momento sonaron las campanas de la iglesia de la ciudad, y así se ubicó. Solo debía seguir recto. Empezó a avanzar. Unos abetos enormes casi aullaban por un viento frío que barría el lugar. Subió el cuello del abrigo y metió las manos en los bolsillos. Las puertas entornadas de los viejos panteones empezaron a traquetear con el viento, y parecía que las intentaban abrir del todo desde el interior. 

El aterrorizado administrador del cementerio se sobresaltaba, giraba de golpe, aceleraba el paso, y sus pies se enredaban en los pastos que hacían pedazos las veredas. Ahora las estatuas se encontraban todas vueltas hacia él, y exhibían una leve sonrisa que no había advertido durante el día. Por el rabillo del ojo más de una vez le pareció ver que las estatuas se movían lentamente, pero cuando giraba hacia ellas, estaban inmóviles, aunque con posturas extrañas. Los sonidos del viento le parecían susurros, y al pasar frente a las puertas de los panteones se sentía observado.

Seguía caminando temblorosamente cuando unos sonidos lo hicieron detenerse. Aquello no era su imaginación interpretando mal los quejidos del viento. Avanzó unos pasos mas y vio cierto resplandor entre unos panteones. “¡Los satanistas!”, pensó alarmado. Si lo notaban seguramente lo iban a matar. Se alejó hacia un costado para rodear el lugar. Estaba convencido que no lo habían notado cuando una voz dijo detrás de él:

—¡Martínez, venga!

Primero saltó hacia adelante por el susto, después volteó. Quien le había hablado tenía puesta una capa con capucha, se la quitó para que lo reconociera.

—¿Villegas?

—Sí, soy yo. Venga.

—¿Usted está con esta gente?

—Estoy con los poderosos que una vez le prometí que le iba a presentar. Disculpe lo dramática de su pequeña iniciación, pero él lo quiso así.

—¿Él? —preguntó Martínez.

—Sí, mi maestro, el Diablo. Venga a conocerlo, mas bien, a conocerlo de verdad.

Caminaron juntos hasta que alcanzaron las luces de las velas. Ahora todo tenía sentido para Martínez. Su cuñado lo había puesto allí por una razón. Por fin iba a codearse con los poderosos, aunque le preocupó bastante conocer al Diablo. Varias personas con capas estaban formando un círculo, y al verlos se abrieron, y en medio del círculo sonreía malignamente Alonso, apoyado en un tridente que durante el día parecía una pala.

viernes, 10 de octubre de 2025

La mente contra el terror

 Hola. Ahora volvemos al terror. La entrada anterior era es un cuento de otro tema, con una pizca de terror. Este es de un terror más clásico. Gracias por visitar el blog. 

                                 El Bosque De Los Huesos

Norberto estaba por apretar el gatillo cuando la liebre desapareció. No corrió ni se movió rápido, solo desapareció, y de un instante a otro, donde estaba la liebre ahora solo había unas hojas de helecho enmarañadas. 

Norberto quedó como congelado, apuntando la escopeta. En ese momento su mundo interior sufrió una sacudida, después su intelecto quiso desconocer lo que estaba pasando; pero un instinto primario pudo más, y sintió como su atención hacia el entorno se expandía tanto, que le pareció que el cerebro se le había agrandado mucho más allá de su cabeza. Todo eso le pasó por la mente porque la desaparición de la liebre significaba que lo que había escuchado sobre aquella parte del bosque era cierto, no eran solo cuentos de terror. El lugar estaba embrujado.

Cuento de terror. El Bosque de Los Huesos.


Nunca había creído ni siquiera un poco de aquellas historias, aunque sabía que las muertes de las que se hablaba eran reales. Por qué creer en algo sobrenatural, cuando está demostrado que la naturaleza puede matarte de muchas formas. 

Un simple resbalón y después un golpe en la cabeza al caer, una rama pesada que se desprende desde lo alto de un árbol, perder la pisada en una corriente fuerte, rodar en una zona inclinada y romperse el cuello... Y estaba el peligro de los animales. Él estaba muy consciente de esos peligros, y en todas sus andanzas por campos y bosques nunca había visto nada extraño. Norberto tenía que ver para creer, y ahora lo había visto. 

En el bosque donde se hallaba, en el centro de él había una zona bien delimitada por un sendero arenoso, que tenía vasta reputación de embrujada. Cuando en las vueltas de alguna cacería alguien daba con aquel sendero, enseguida retrocedía sin animarse a cruzarlo. Todos los que lo habían hecho, de una forma u otra habían muerto allí, más exactamente, parecía que algo les había pasado en aquel lugar y después aparecían muertos en el límite de este. 

Ese día Norberto llegó hasta ese sendero, y se detuvo a observar unas huellas muy curiosas que había en él. Observándolas llego a una conclusión, pero se negó a aceptarlas. Creyó que su mente, influenciada por algunos cuentos que le narraran, estaba identificando mal unas marcas que se veían en el suelo arenoso del sendero, porque le habían contado que de noche por allí rondaban algunos esqueletos. 

No creía que fuera eso, pero eso parecían, huellas de pies huesudos. Norberto negaba con la cabeza, sonriendo, cuando vio que del otro lado del sendero había una liebre enorme, la más grande que había visto en su vida. El animal lo vio también y se alejó por entre unos matorrales. No iba a perder a un animal de ese tamaño por unos cuentos.

Empezó a seguir a la liebre. Cuando la divisaba y levantaba el caño, esta se perdía detrás de alguna maraña y él tenía que avanzar. Cuando finalmente la tuvo a tiro, desapareció, ahora desvaneciéndose como algo irreal. 

Cuando salió de su momentáneo congelamiento, respiró profundamente y meditó un momento lo que debía hacer. Calculó que solo había avanzado menos de cien metros desde el sendero, y sabía que fue en línea recta. Observó cuanto veía desde allí, después giró y observó de nuevo. Lo que había quedado a sus espaldas cuando le apuntó a la liebre falsa, ahora lucía distinto, era un bosque más impenetrable. No dio ni un paso más, se concentró en la respiración y seguidamente analizó aquello.

 Él, aunque cuando cazaba no lo parecía, era un intelectual, un tipo muy instruido, y le tenía una enorme fe a sus capacidades y a su poder de atención, el cual cultivaba desde hacía muchos años con diferentes ejercicios. Recordó que la liebre no había hecho ni un ruido. Eso le había parecido un poco extraño, pero su mente había optado por creer lo que veía, o creía ver. Supuso que, si la liebre solo era una especie de espejismo, también lo eran aquellas enramadas y algunos de los árboles que ahora aparecían por donde había caminado. Pero no podía simplemente atravesarlos a la carrera porque sí había obstáculos reales, ¿obstáculos reales?

Al detectar a su posible presa había avanzado con mucho sigilo y procurando no hacer ruido, y se había sentido muy satisfecho con esa acción, porque no había hecho crujir ni una rama bajo sus pies, ni había agitado el follaje al pasar al lado. Forzó su memoria recordando esa parte de la caminata. Su andar se había sentido bastante mullido, como si caminara sobre tierra blanda.

 Norberto cerró los ojos para sentir mejor la brisa que le acariciaba una mejilla. Sin moverse todavía consultó el reloj. No faltaba mucho para el anochecer. Si no desandaba el camino de forma recta, la noche lo iba a agarrar allí, y no tuvo ninguna duda de que aquel sería su fin, y seguramente sería uno horrible. Sin acercarse observó detenidamente uno de los árboles que le resultaba más improbable que realmente estuviera allí. Parecía tan real. 

No quedaba otra que comprobarlo. Lo tanteó con el caño de la escopeta. Sólido como cualquier otro. La liebre podría haber sido solo una imagen, algo intangible, pero aquel tronco no lo era. El hombre hizo unos cálculos rápidos: si cada pocos metros se desviaba, aunque fuera solo unos grados, pronto perdería el rumbo. Podía intentar compensar la desviación, pero podría perder la orientación más rápido incluso. Y no tenía puntos de referencia. Deseó tener una brújula y se juró que si salía de eso se compraría una.

 Las sombras ya eran mayoritarias en aquel lugar, pero todavía había claridad. No se veía el sol y los haces de luz que caían desde el dosel del bosque tenían varios ángulos. 

¿Pero cómo podía ser eso? ¿Qué clase de fuerza maligna podía crear árboles, desviar la luz y hasta al viento? Porque la brisa le llegaba de un lado y luego de otro. Pensó en todos los que habían muerto por allí en el correr de los años. Podrían no ser intelectuales como él, pero entre ellos tenía que haber gente más baqueana, mucho más hábil que él en el bosque, e igual no habían podido salvarse, ¿por qué él sí lo haría?

Todo le hacía suponer que no se iba a poder escapar del lugar. La liebre se había detenido allí, porque ya era distancia suficiente para que después no pudiera salir. De nada le iba a servir toda su lógica. Pero sí podía hacer algo y era decidir cómo sería su fin. Aquel lugar o lo que fuera que hubiera en él no iba a tener el placer de verlo tropezar lleno de terror por todo aquel bosque maldito, para al final terminar con una muerte horrible, no señor.

 Le cambió el cartucho a la escopeta, le puso uno que tenía una sola munición, pero grande. Se puso el caño en la boca, completamente decidido, y empezó a hacer presión en el gatillo. Pero el instinto de conservación hacía que aquella presión fuera mínima, insuficiente incluso para activar de golpe un gatillo sensible; mas en cualquier momento igual se iba a disparar. En ese instante terrible le pareció que el tiempo pasaba lentamente, o tal vez pensaba con mucha rapidez. 

“¿Cómo puede haber algo tan poderoso que puede cambiar un bosque en un instante? ¿Bosque? Pero si parece que desde el sendero hasta aquí no hay nada, por eso fui tan furtivo. Pero ahora vuelvo a lo mismo, porque ahora sí hay árboles. A no ser que... a no ser que mi caminata siguiendo a la liebre también fuera una ilusión, como un sueño donde todo parece real. ¡Eso es!”, pensó. Pero en ese momento hubo un pequeño ¡clic! y sus pensamientos se perdieron junto a una tremenda explosión, y cayó muerto en el borde del sendero arenoso, lleno de pisadas de esqueletos.   

jueves, 9 de octubre de 2025

Aventura de turistas

 Hola. Este cuento es más de aventura y supervivencia que de terror. Lo subo aquí porque, quiero ¡jaja! Es un cuento que quiero mucho, uno de mis "hijos" que siempre recuerdo, y es entretenido. Saludos.


                                         En La Isla 

Los cinco estaban en graves problemas: los habían abandonado en una isla remota del Caribe. Enrique sintió que los otros ahora dependían de él porque estaban muy asustados, y aquella situación evidentemente los sobrepasaba.

Enrique no había planificado aquel viaje, ni tenía ganas de andar de turista, pues no pasaba por el mejor momento de su vida debido a una separación. Un matrimonio amigo lo invitó para animarlo. Insistieron tanto que terminó aceptando, aunque con pocas ganas. También iba en el viaje una pareja conocida del matrimonio.

Nuestros turistas eligieron Cuba como destino, y permanecieron unos días allí. A Enrique no lo animó mucho aquel lugar. Ver tantos autos viejos le causaba algo de nostalgia, aunque no sabía por qué. La noche, los bailes, los tragos, no tenían mucha gracia para él porque estaba solo, y no tenía ánimos como para conversar con nadie, aunque ocasiones no le faltaron, porque atrajo a varias lugareñas y a unas turistas; pero todavía no estaba para eso.

Como él no quería incomodar con su estado a sus compañeros de viaje, los abandonaba por la mañana y volvía al hotel por la noche, pero de todas formas estos notaron que no estaba disfrutando. Hablando entre ellos les pareció que un viaje en bote le haría bien a Enrique, pues él era un apasionado de la pesca y la aventura.

Esa idea le pareció buena cuando se la propusieron, y hasta se entusiasmó bastante. Él eligió el bote que alquilaron. Lo timoneaba un viejo de barba blanca y piel castigada por el sol. Aquel hombre era un estereotipo de lo que es un capitán de mar. A Enrique le pareció que parte de la actitud de aquel viejo era actuación, pero supuso que solo sería una estrategia para hacer sentir cómodos a los turistas.

Partieron en el bote temprano por la mañana, y no mucho después solo veían mar hacia donde miraran. Enrique enseguida se abocó a pescar; los otros a disfrutar del sol tendidos en reposeras sobre la cubierta. Soplaba bastante viento y el bote se hamacaba, subía y bajaba al pasar sobre las olas, pero nada de eso importunaba a los veraneantes, estaban de vacaciones. 

Un grupo de gaviotas los había seguido desde el puerto, y planeando en el aire o equilibrándose en la barandilla vigilaban la pesca de Enrique, y este, para no decepcionarlas, cortó en trozos uno de los pescados que atrapó y se los arrojó; las gaviotas se los disputaron entre un terrible griterío.

El costo del viaje incluía un almuerzo, pero pasado el mediodía el capitán aún no los llamaba. Cuando le preguntaron, dijo que lo había olvidado en el muelle, y se disculpó muchas veces.

—¿Cómo pudo olvidarlo? —protestó Maximiliano, el hombre de la pareja que Enrique acababa de conocer en ese viaje.  

—Tranquilo, todos cometemos errores —comentó Pablo, el amigo de Enrique.  

—Es cierto —dijo la esposa de Pablo—, además, seguro que algo más para comer tiene, ¿no?  

—A ver… no, nada —le contestó el capitán, después de haberse revuelto la barba del mentón con los dedos como si tuviera el inventario de lo que llevaba en el bote en ella.  

—Entonces demos la vuelta —propuso la esposa de Maximiliano.

Los otros asintieron, la idea les parecía buena. El viejo los miraba con los ojos hundidos en sus arrugas, como si estuviera aguzando la vista para ver hasta sus almas. Enrique notó aquella mirada y no le gustó nada, pero creyó que eran las mañas de un viejo ambicioso que solo quería sacarle más ganancias al viaje. Como la pesca todavía era buena y quería quedarse, hizo una propuesta, mostrando lo que acababa de quitarle al mar.

—Tranquilos todos —intervino Enrique—. Aquí tengo un enorme pescado. Capitán, supongo que tiene dónde hacerlo, me parece que vi una cocina.  

—¡Ah! Excelente. Claro que tengo dónde prepararlo. Disculpen de nuevo, ya se los preparo —y el capitán bajó a la cubierta inferior con una gran sonrisa, agitando en una mano el pescado que le diera Enrique. 

Un rato después a Enrique le pareció escuchar que el viejo estaba hablando por el radio. Pasaban los minutos y no se sentía olor a pescado. Bajó para ver qué estaba haciendo el viejo. Lo encontró empinando una botella. Ni había limpiado el pescado.

—¿Necesita ayuda, capitán?  

—No, gracias, vuelva a su pesca nomás ¡Jaja! Lo preparo en un rato.

Aquello ya le pareció sospechoso. ¿Y si había estado ignorando lo que le decía su instinto? Empezó a creer que había subestimado al viejo. Tal vez era algo más que un encantador de turistas ambicioso. Cuando vio un bote en el horizonte presintió algo malo.

Como a Enrique no le parecía muy inteligente exponerse mucho al sol, andaba de pantalón, aunque se lo había arremangado hasta las rodillas. Haciendo caso a un presentimiento-deducción, tomó una bolsita con anzuelos, la envolvió bien y la escondió en el pliegue del pantalón, y se lo arremangó más para que no se le cayera. En la otra pierna escondió un encendedor, y tras su rodilla una navaja multiuso que acababa de comprar para esa pesca. Lo hizo justo a tiempo.

El otro bote se les acercó rápidamente. Era un grupo de hombres armados. El capitán de la otra nave hizo unas maniobras y los ubicó al lado. Los modernos piratas saltaron a cubierta. Las dos mujeres gritaron, y en la cara de sus esposos se veía el desconcierto y el miedo. Enrique ya era dominado por el instinto de supervivencia, y evaluaba todo con mucha frialdad. Si pensaban matarlos allí iba a luchar como pudiera. Pero aquellos piratas solo eran ladrones, no querían ensuciarse las manos directamente, no era necesario.

El capitán del bote asaltado intentó lucir sorprendido; para Enrique el asunto estaba claro, el viejo era cómplice. Les robaron todo: billeteras, relojes, anillos, el dinero que llevaban en los bolsos, los bolsos, y a Enrique le quitaron hasta los zapatos deportivos. Había obrado bien, de esconder algo en los deportivos lo hubieran descubierto.

El dueño del bote fingió cooperar con ellos a la fuerza, y enderezó la nave hacia una isla. Mientras duró el viaje los piratas miraron a nuestros turistas por encima del cañón de sus armas. Cerca de la isla comenzaron a sonreír asquerosamente.

—¡Arrójense al mar! —les ordenó uno—. Les reservamos una isla tropical solo para ustedes ¡Jajaja! —les dijo en tono de burla, y los otros se echaron a reír.

Tuvieron que obedecer. Saltaron al agua y comenzaron a nadar. Aún les faltaba bastante para llegar a tierra cuando hicieron pie, era una playa poco profunda. Cuando voltearon, los dos botes ya eran unos puntos en el mar. En ese momento se sintieron aliviados, pero solo habían salido de un peligro para caer en otro.

En el horizonte se estaba levantando una tormenta, y los relámpagos que la acompañaban prometían que iba a ser grande.

Los cinco turistas quedaron en la playa, tratando de asimilar lo que les había pasado. Enrique se sintió culpable; él había elegido el bote, y desde un principio notó algo raro en el capitán. Su poder de observación se lo insinuó, pero como todavía estaba muy apenado por su situación sentimental, no escuchó a su instinto hasta que ya fue demasiado tarde. Tenía que haber alquilado otro bote. Pero eso ahora ya no tenía arreglo. Por lo menos había ocultado algunas cosas que les serían muy útiles.

Sacó de los dobladillos del pantalón lo que ocultó a los piratas: la bolsita con anzuelos, el encendedor y la navaja multiuso. Al encendedor lo puso junto con los anzuelos para que no se mojara. Encender fuego con palitos, aunque es algo posible con mucha práctica, siempre resulta muy difícil, a no ser que se esté en medio de un desierto reseco, y aquel no era el caso. Guardó las cosas en los bolsillos y miró el horizonte. La tormenta crecía a cada momento.

Tenía que calmar a los otros y hacer que trabajaran. Los hombres estaban sin camisa y con shorts, y sus esposas con mallas. Si llovía toda la noche se iban a enfriar peligrosamente. Ya se escuchaban algunos truenos.

—Amigos —les dijo Enrique—. Hay que buscar cualquier cosa que sirva para cubrirnos. Esa tormenta ya está cerca. Estas playas siempre están repletas de basura que el mar arrastra hasta ellas. Busquen bolsas plásticas, maderas planas, trozos de espuma plástica, cualquier cosa que sirva para poner en el suelo; hay que construir un refugio, o por lo menos conseguir algo para cubrirnos.

—¿Y si buscamos gente? Alguien tiene que vivir por aquí —propuso Silvia. Ella aún temblaba un poco y estaba abrazada a Pablo, su esposo.

—No creo que haya gente por aquí —le dijo Enrique—. Esos piratas seguro conocen bien estas islas. Si nos dejaron acá es porque no hay nadie, pero como nuestro capitán, que seguramente es cómplice de los piratas, fingió hasta último momento, deduzco que deben pasar cerca de esta isla algunas embarcaciones, y que hay posibilidad de que nos rescaten; si no fuera así el viejo no hubiera ocultado su complicidad. Nos dejaron a nuestra suerte.

—¿Ese viejo sería cómplice? —preguntó Maximiliano.

—Por supuesto, por eso ni se molestó en darnos de comer —opinó Estela, la esposa de Maximiliano, y su cara mostró el desagrado que le producía ahora recordar al viejo.

—Gente, hay que moverse, la tormenta ya está ahí —les recordó Enrique—. Mejor nos dividimos. Ustedes busquen por aquel lado y yo por este. Vamos.

En esa parte la playa formaba una V ancha, y después de unos metros de arena y piedras comenzaba una selva alta y oscura. Pronto Enrique perdió de vista a los otros. Como él suponía, la basura no faltaba allí. Los mejores “tesoros” estaban contra la selva. Algunas bolsas se mezclaban entre leña retorcida, trozos de bambú y maderas que en algún momento fueron parte de estructuras.

El mar se estaba oscureciendo y el cielo lucía terriblemente amenazador, mientras los truenos sonaban cada vez más cerca. La selva cercana estaba muda, pero se balanceaba inquieta, pronta para luchar contra el viento y la lluvia.

Algunas bolsas plásticas se rasgaban al tirar de ellas para liberarlas de la arena o del peso de alguna madera, otras aguantaban. Enrique sacudía un poco las que servían y buscaba otras.

Hizo un buen hallazgo: una tapa grande de una conservadora, le iba a servir para el suelo. Los truenos lo apuraban.

En el otro extremo de la playa las dos parejas buscaban muy tímidamente, algo asqueados por revisar entre cosas que estaban tiradas desde hacía mucho tiempo, y todo estaba sucio, con arena, y cuando levantaban algo quedaban escurriendo líquidos asquerosos. Ninguno de ellos había hecho algo así jamás, y no terminaban de entender lo apremiante de su situación.

Enrique apareció desde el otro extremo. Traía un montón de bolsas bajo un brazo y la tapa de la conservadora en el otro. Enseguida vio que la playa de sus compañeros era mucho más rica en recursos, pero estos no habían juntado prácticamente nada. Tenía que remediar eso. A esa altura de la tarde la tormenta podía volcarse en cualquier momento.

—Pablo, Maximiliano, tiren de ese plástico que asoma ahí, puede servir para poner en el suelo, tenemos que estar lo más aislados posibles. Muchachas, junten esas cuerdas y aquellos restos de redes. Nos queda poco tiempo. No tengan asco, mucho peor va a ser el frío, créanme. Sacudan lo que tenga arena y ya. Si las bolsas tienen algo podrido, laven rápido en el mar, mojadas igual nos van a servir. ¿Qué es aquello? ¿Ya revisaron? Es algo grande.

Sus compañeros ni lo habían notado. Estaba bajo restos de hojas de palmeras y arena: era un bote inflable bastante grande. Enrique lo sacó arrastrando. Estaba desinflado y cuarteado por todos lados, pero si bien ya no servía como bote, les iba a ser muy útil como cobertizo. Era un golpe de suerte en una desgracia. Empezó a cortarlo con la navaja para aprovechar al máximo su superficie. Mientras cortaba el bote de goma vio que había muchas cosas allí. Con el tiempo suficiente podría hacer un buen refugio para los cinco, pero eso sería después de soportar aquella tormenta.

Ya estaba lloviendo sobre el mar, y uno tras otro los relámpagos tocaban la superficie. También iba aumentando el viento.

Desde donde estaban se podía ver una formación rocosa que se elevaba como dos metros entre la selva. Esas rocas podrían ayudar contra el viento, y el terreno estaba lo suficientemente elevado como para que el mar no llegara hasta allí. Enrique hizo que lo siguieran. “Perfecto”, pensó al llegar al lugar. Tras las rocas había una zona bastante plana, los árboles eran jóvenes y delgados, lo que los hacía buenos para resistir el viento y, por lo tanto, el peligro de que cayeran era mínimo.

—Escarben una zanja dibujando un rectángulo aquí, que vaya de ahí hasta acá —les indicó Enrique—. Y que tenga una salida rumbo a esa parte más baja.  

—¿Para qué? —le preguntó Pablo—. ¿Y cómo vamos a escarbar?  

—Escarben con cualquier palo, van rayando el suelo así. Es para que el agua corra por ahí y no bajo nosotros. Muchachas, vayan armando un piso con esos pedazos de plástico. Gente, en cualquier momento empieza a llover con todo, de milagro no lo ha hecho todavía. Voy por un travesaño.

Volvió con un palo largo y recto que cortó con la sierra de la navaja. El surco que estaban haciendo los hombres era insuficiente, y las mujeres estaban ordenando los plásticos como quien arma un rompecabezas. En esa situación eran poco más que unos inútiles.

Tras colocar el travesaño entre los dos troncos que había elegido, terminó de amarrarlo bien fuerte con las cuerdas y restos de redes que encontraron en la playa. Después ahondó y ensanchó la zanja que sus compañeros habían dibujado apenas, acomodó mejor los plásticos en el suelo y, terminada esa tarea, arrojó sobre el travesaño los restos del bote de goma. 

Armó una especie de carpa militar de las de antes, afirmando los bordes de la goma con piedras. Terminó justo a tiempo. La lluvia se precipitó sobre ellos con la fuerza de una ola. Las enormes goteras repiqueteaban en la goma con estruendo, y la selva se agitó violentamente.

La tormenta arremetió con todo contra la isla. Los cinco turistas soportaban el diluvio, acurrucados dentro del refugio que improvisó Enrique.

La noche se iluminaba cada pocos segundos con los relámpagos, y cuando todo quedaba claro se veían árboles inclinados por el viento. El mar lucía furioso bajo aquellas luces fugaces, y se veían olas blancas levantándose por doquier. El agua embravecida había avanzado por la playa y jugaba a destrozar maderas y palos contra las primeras palmeras y árboles de la selva. Era como si el mar quisiera devorar a la isla, y el cielo colaboraba volcando en ella un aguacero diluviano.

Las palmeras aullaban, el mar rugía, y los truenos hacían temblar toda la isla. Aquella situación no era lo que habían imaginado al viajar. Ahora las dos parejas no tenían aprensión ninguna hacia las bolsas que juntaran en la playa; el frío podía más. Se las acomodaban sobre los hombros y se cubrían las piernas. 

Enrique estaba en un extremo del refugio, y aunque la lluvia lo salpicaba un poco no se quejaba, ya había pasado por situaciones difíciles anteriormente. Le preocupaban más sus compañeros de desventura. Cuando llegara el día debía procurarles comida. Habían recuperado muchas cuerdas en la playa, si las deshilachaba podría fabricar varias líneas para pescar. Pero la noche aún no terminaba, y aquella isla escondía un oscuro secreto.

La tormenta eléctrica se intensificó y los relámpagos iluminaban todo casi continuamente. En un momento de claridad apareció de pronto la figura de un hombre como a diez metros de ellos. 

Primero lo vio Enrique y una de las mujeres. Él tuvo que taparle la boca con la mano para que ella no gritara. La apariencia del tipo ciertamente daba para alarmarse, porque era la típica imagen que uno asocia con un pirata, hasta tenía un sable en la cintura. Pero no era un pirata como los que se toparon durante el día, este lucía como los de las películas. Eso le pareció raro a Enrique, y enseguida sospechó algo. Enteró a los que tenía al lado palmeándolos, y les dijo que hicieran silencio. Los otros también se sobresaltaron al ver al pirata.

Estaba muy cerca como para no ver el refugio, sin embargo, no detuvo la mirada en ningún momento en aquella dirección, aunque parecía buscar en derredor. Los relámpagos seguían mostrando todo, y los momentos de oscuridad ahora eran los menos.

El hombre estuvo un momento allí, escudriñando la selva, y después giró levemente el cuerpo e hizo un gesto con el brazo que le indicaba a alguien que se acercara. Entonces aparecieron dos piratas más, y estos cargaban un cofre que parecía ser muy pesado. Al dejar el cofre en el suelo estos también echaron un vistazo en derredor, y tampoco parecieron notar el refugio. Nuestros turistas más asustados creyeron que tuvieron suerte, pero Enrique no creyó eso, era algo más, estaba casi seguro, pero por las dudas aún no se movía.

Los piratas comenzaron a cavar. Por momentos desaparecían en la oscuridad, después los relámpagos los mostraban encorvados, ensimismados en hacer un pozo. Parecía que la lluvia torrencial no les molestaba en lo más mínimo, y tampoco el viento. En ese detalle reparó Enrique. Aquellos piratas pertenecían al pasado. Eran unas apariciones que volvían porfiadas al mismo lugar; la codicia los retenía en este mundo incluso después de la muerte. 

Apenas el tesoro del cofre quedó sepultado, el que llegó primero arremetió contra uno, hundiéndole el sable en el abdomen. Las mujeres dejaron escapar un grito en el refugio. 

El segundo bribón tuvo tiempo de defenderse, y los sables chocaron varias veces. El primer pirata parecía ser más hábil, y su sable encontró al otro, aunque al confiarse ganador, se descuidó un instante después y el herido lo alcanzó también con sus últimas fuerzas. Los tres quedaron tirados en el suelo. Después, tras un momento de oscuridad, ya no estaban.

Los compañeros de Enrique quedaron profundamente impresionados, y no entendían qué había pasado. Las horas que le restaban a la noche fueron horribles, y la tormenta siguió rugiendo todo el tiempo.

La claridad del día abrió las nubes, y cuando el sol terminó de emerger en el horizonte el cielo quedó limpio. El mar se calmó con rapidez, y en la playa volvieron a depositarse con suavidad las olas.

Enrique fue hasta el lugar donde lucharan los piratas, no había ningún rastro, y la tierra donde cavaron el hoyo estaba como si nunca la hubieran removido, tal como él sospechaba.


—¿A dónde se fueron? —le preguntó Maximiliano—. ¿Qué no estaban muertos? ¿Cómo desaparecieron así?  

—Desaparecieron porque ya estaban muertos, eran apariciones —le contestó Enrique.  

—¿Apariciones…? —comentó Estela, que aún estaba encapuchada con bolsas de nylon.  

—Sí, y si no queremos verlos de nuevo, mejor ayúdenme a cambiar el refugio de lugar. También tenemos que juntar agua dulce. Este temporal, ahora que lo pasamos, en realidad fue una bendición, gente. Bueno, a moverse.  

—¿Una bendición esto? —dijo Pablo.  

—Sí, podría ser mucho peor. Ahora vamos con el refugio.

El suelo de la isla era de roca en muchas partes, y en las depresiones se había acumulado agua de lluvia. Como no faltaban botellas plásticas en aquellas playas pudieron aprovisionarse de bastante agua. Al contar con más tiempo armaron mejor el refugio, y lo hicieron lejos del lugar de las apariciones.

La isla resultó ser más generosa de lo que aparentó en la tormenta. Descubrieron unos bananos en el interior, y hasta un árbol de peras, y abundaban las palmeras. Una vez armadas algunas líneas, Enrique comprobó lo ricas que eran aquellas aguas en peces. Con el correr de los días sus compañeros se fueron adaptando y haciéndose más útiles. Por las noches conversaban en torno a una fogata, donde siempre había algún pescado asándose.

Había transcurrido una semana y media desde que pisaron aquella isla, cuando un bote pasó por allí. Se marcharon de la isla con una enorme alegría.

Regresaron un tiempo después, en un bote que Enrique compró. Valía la pena invertir en un bote.  Excavaron en el lugar donde vieron a las apariciones, y, al descubrir un cofre y abrirlo se echaron a reír emocionados. Los piratas les habían robado algunas pertenencias y hecho pasar unos momentos malos, pero gracias a ellos habían vivido una gran aventura, y ahora eran millonarios.