jueves, 28 de agosto de 2025

Esto Pasó Jugando A Las Escondidas

           Aquí les presento un cuento de terror sobre un juego inocente, que rápidamente se volvió un misterio aterrador.

                                Jugando A Las Escondidas

            Nunca olvidaré esa fiesta, un cumpleaños, por la extraña situación en la que me vi envuelto. 

Tenía unos siete y ocho años, no recuerdo bien, cuando fui a esa fiesta con mis padres. El cumpleañero era una persona mayor, pero como la mayoría de los invitados tenían hijos pequeños, los niños los superábamos en número.

No era en un club, era en una casa, y aunque la sala era bastante grande, tantos niños correteando entre las mesas, haciendo peligrar botellas y vasos, al final fastidió a los mayores.

La dueña de la casa, con un tono y unos ademanes casi payasescos, nos invitó a todos los pequeños a ir a jugar a un patio interior que había en el fondo. Hasta allí llevaron unos bancos, y una mesa con refrescos y comida. Nos expulsaron, pero amablemente.

De a ratos aparecía un mayor a ver si estaba todo bien. A mí me daba lo mismo, mientras hubiera comida y refrescos.

El patio interior era grande, tenía varios árboles, un aljibe o pozo de agua, y sobre todo muchas plantas. La luz exterior era potente, pero por las plantas y árboles, muchas partes permanecían en las sombras. 

No sé a quién se le ocurrió jugar a las escondidas. Hacía rato que ningún mayor nos controlaba, e íbamos a hacer lo que quisiéramos. Un niño empezó a contar mientras se cubría los ojos y estaba vuelto hacia un muro. 

Nos desbandamos como pájaros, y en un momento el diverso grupo fue desapareciendo entre las sombras. 

Busque un lugar contra la casa, donde las sombras de un rosal prometían ser un buen escondite. Pero el lugar ya estaba ocupado. Una niña estaba agachada frente a una ventana muy baja y grande. Me iba a alejar, pero ella me llamó con la mano, y me hizo otra señal para que pasara por debajo del borde de la ventana. 

No entendí por qué quería eso, mas igual lo hice. Avancé agazapado y así llegué a su lado. Ella tenía puesto un vestido con un moño enorme en la espalda, a la altura de la cintura, era bastante más pequeña que yo, y la sombra del rosal no me dejaba ver bien su cara. 

Cuando estaba por preguntarle qué estaba haciendo, se llevó un dedo a los labios ordenándome que hiciera silencio y, a continuación, se fue levantando hasta que pudo espiar hacia adentro de la casa. Por curioso, hice lo mismo.

Las cortinas de la habitación que espiábamos estaban descorridas. Algo de la luz del patio nos dejaba ver una cama grande, una pequeña mesa de luz al lado de esta, y en el otro extremo un enorme ropero.

No entendía qué estábamos espiando. Le iba a susurrar algo a mi compañera, cuando un movimiento en la habitación hizo que me sobresaltara. Alguien muy pequeño iba saliendo de abajo de la cama, aparentemente un niño. Avanzó furtivamente hasta el ropero, abrió una de las puertas y se metió dentro. 

Aquello me resultaba tan raro, sobre todo por cómo se había movido el pequeño. Se había deslizado hasta el ropero. 

Seguía absorto mirando el oscuro ropero, cuando a mi lado gritaron, ¡encontrado! El susto fue tremendo, y también el grito que dejé escapar. Y justo en ese momento iba llegando uno de los mayores, una mujer.

¿Qué están haciendo ahí? —nos preguntó.

—Estamos jugando a las escondidas, y uno se escondió ahí adentro—le respondí.

—Mentira—intervino el que me encontró—todos estamos afuera.

—No soy mentiroso, ella también lo vio—objeté.

Mas, cuando me volví hacia mi reciente compinche para que ella me apoyara, ya no estaba allí. El que me descubrió volvió a decirme mentiroso, porque según él, a mi lado no había nadie. 

En vano busqué a la del vestido con un gran moño en la espalda, ninguna de las presentes vestía así. Y como ya adivinarán, revisaron aquella habitación, y dentro del gran ropero no había nadie. 

Cuento de terror. Jugando a las escondidas.


miércoles, 27 de agosto de 2025

Cuidado Con Estos Campamentos

 ¡Hola! Aquí tienes un cuento de terror sobre un campamento, uno muy particular. 

                                Acampando Entre Sombras

     Desperté de noche, en mi carpa. Me enderecé hasta quedar sentado mientras escuchaba. Aparentemente ya no me encontraba solo. Descorrí el cierre de la entrada y asomé la cabeza para escuchar mejor. Era, pensé, un campamento, a unos doscientos metros de donde me hallaba. 
Fuera el bosque estaba completamente oscuro. El lago que tenía frente a mí estaba invisible en la misma oscuridad. Solo había un pequeño y tembloroso circulo de luz, lo que quedaba de mi fogata. Agregué unas leñas más.

Los ruidos venían del lado derecho de la orilla. Parecía una pequeña fiesta. De día no había visto a nadie en toda la costa del lago, y al caer la noche aparentemente seguía solo. 
Tenían que haber llegado tarde, cuando ya me había acostado.

 Recorrí la orilla con mi imaginación. Conocía de memoria todo el lugar. No era una buena zona para acampar, y, ¿Cómo habían llegado hasta allí?
El camino (el único que llegaba al lago) se terminaba, o empezaba, si se quiere, bastante lejos de aquella orilla. Se podría llegar en moto, pero de noche, y entre tantos árboles, me resultaba difícil de creer.

 Además, no había escuchado ninguna moto ni vehículo alguno. Podrían andar a pie, pero, cruzar el bosque en esas condiciones, un lugar que incluso de día es complicado. Mas allí estaban, aparentemente de gran fiesta. Se filtraban entre los árboles los brillos de una gran fogata. 

Volví a la carpa, pero no la cerré, y quedé escuchando. 
Ahora los sonidos venían más claros. Mis sentidos estaban aguzados. Las voces parecían ser de mujeres, más exactamente, de ancianas, sobre todo por las carcajadas que lanzaban. Eso no tenía sentido.

 ¿Ancianas, que habían llegado hasta el lugar a pie?
De pronto todo quedó en silencio. Agucé más el oído. Capté de nuevo algunos ruidos. Avanzaban lento y cautelosamente hacia mi campamento. Apartaban algunas ramas, se detenían un instante, pero siempre avanzando hacia mí. Algunos ruidos me impresionaron más, porque sonaban entre las ramas altas.

 Eso hizo que me imaginara a unas viejas muy altas y delgadas, abriéndose camino con brazos finos como ramas y manos enormes. Entonces algo, instinto, o alguna ayuda benevolente, me hizo entender que aquello no era algo natural, que no eran personas, no personas normales.

Cuando salgo a acampar siempre llevo una pequeña biblia. Iluminándola con la linterna empecé a rezar. Creo que nunca lo hice con tanta seriedad. Los pasos furtivos se detuvieron. Escuché algunos rezongos, cuchicheos, y algunos gruñidos aterradores. Pero yo seguí, y confié que el rezo me iba a ayudar. 
Entonces sentí que la atmósfera cambió. Ahora afuera solo estaba la noche. 

El amanecer, el más hermoso que he visto, llegó con fuerza. Esperé que el sol subiera más y fui a investigar. Sin dudas, un grupo había estado allí. La fogata todavía humeaba. El piso estaba lleno de huellas, como si hubieran girado en torno a la fogata. Pero no eran huellas humanas, eran huellas de pezuñas, como de cabras, pero más grandes. 
Acampando entre sombras. Cuento de terror.


martes, 26 de agosto de 2025

Te Despiertan Diciendo Tu Nombre Y No Hay Nadie

 Escuchas con toda claridad que te llamaron por tu nombre, respondes, y nada, no hay nadie.

Esto generalmente ocurre cuando estamos a punto de dormirnos, o cuando despertamos. Me ha pasado varias veces. ¿Qué dice la ciencia sobre esto? 

Han descubierto que le sucede a mucha gente, que es algo bastante común. Es como una “alucinación” auditiva. Esto suele pasar cuando no estamos durmiendo por un tiempo, o durante algún trastorno del sueño. También lo asocian a mentes con mucha imaginación y sensibilidad sensorial. Entre otros factores se incluye el estrés, y consumo de substancies malas, de las que no debemos consumir, se entiende.

Pero si estás pensando que puede ser algo más, algo no tan de este mundo, bueno, veámoslo. 

Mayormente escuchamos nuestro nombre, pero puede ser alguna frase, una palabra suelta, a veces son como murmullos, o directamente algo te grita como queriendo asustarte. Me pasó una vez y me dio un susto tremendo, porque lo escuché al lado de mi oreja. Me encontraba acostado de lado y lancé un codazo pensando que alguien estaba inclinado sobre mí. Le di al aire, no había nadie.

Aunque creo en la explicación de la ciencia, cuesta entender que nuestra mente nos quiera dar un susto gratuito. Claro, suele hacerlo en las pesadillas. Sobre las pesadillas escribiré en otra entrada. De todas formas, las pesadillas no suelen impactar tanto, porque es más fácil asociarlas a la actividad mental. Pero esas voces que parecen estar allí afuera, es otro nivel.

Lo que sea, el susto es real. Por eso, ¿qué podemos hacer contra eso? Lo primero que sin dudas ayuda, es dormir mejor. Prepararse para dormir. Dejar de ver la tele una hora antes, internet, no mirar el celular. Darle un tiempo a la mente para que se vaya preparando. Si la saturas con montones de videos, series, películas, entradas de blogs... y luego te acuestas, la mente sigue sobreexcitadla, sobre estimulada. No puedes esperar que se “apague” inmediatamente. Si dormimos mal una noche, no pasa nada, el problema puede venir cuando se acumulan muchas noches.

También convendría comer más liviano por la noche. Si se puede, no hacer ejercicios muy tarde, no hacer pesas o algo muy exigente. Cuando el sueño no viene por pensar mucho, practicar ejercicios de relajación y de concentración. Sobre todo, recomiendo esto último. 

Una mayor conciencia, una mente más concentrada en el “aquí y ahora” es más fuerte, es nuestra mejor defensa. 

Considero que igualmente ayuda pensar que, si alguno de esos fenómenos no son solo algo de la mente, las cosas que los producen no pueden ser nada fuertes. Piénsalo, solo pueden decir algunas palabras, un ¡aahhh!, y ya, se les terminó la energía. Que patéticos ¡jaja! No da para tener miedo. No les demos energía, fenómenos de la mente o lo que sean. Nosotros somos más que eso, somos más fuertes. Saludos y dulces sueños. Jorge Leal.

Te despiertan diciendo tu nombre, no hay nadie.


domingo, 24 de agosto de 2025

Cuentos De Terror Cortos

                                   En La Niebla

Ya era una noche oscura, y la niebla nos envolvió cuando llegamos a una zona baja del camino. Apenas distinguía a mi compañero, aunque iba a mi lado, y por momentos me parecía que era otra persona, por la baja visibilidad. 

Damián y yo regresábamos de una cosecha, a pie, porque el camión nos dejó bastante lejos de la ruta que iba hacia nuestro pueblo. En la ruta puede que consiguiéramos transporte; pero en aquel camino no circulaba nadie, ni se veían luces de casas, y sabíamos dónde salía, pero nunca habíamos andado en él. No teníamos ni una linterna y apenas distinguíamos el camino. Entre aquella niebla caminábamos casi a ciegas. 

Cuando suponíamos que todavía faltaba bastante para llegar a la ruta, a Damián se le ocurrió ir al baño, y me dijo que se iba a apartar unos pasos para no dejar una sorpresa en el camino. Era muy considerado de su parte, pero le dije que no se alejara mucho porque podía caer en alguna barranca o pozo. Apenas si se distinguía algo a un metro de distancia. 

Parecía que estábamos dentro de una nube muy espesa. Yo lo esperaba allí, pero para no perder la noción de dónde estaba el otro, seguimos hablando mientras él hacía lo suyo. Cuando Damián estaba por volver al camino, me dijo que le parecía que había una pared cerca de él. Apenas terminó de decirme eso, escuchamos una voz terrorífica que nos dijo: “Nuestros ojos son huecos llenos de tierra, pero igual podemos ver, y nuestras cabezas sin orejas también escuchan. ¡Fuera de aquí!”

No necesitó repetir eso. Mi amigo me alcanzó y con niebla y todo salimos corriendo. Por suerte un poco más adelante el camino pasaba por una parte más alta y salimos de la niebla. Cuando alcanzamos la ruta se nos fue un poco el terror. Días después de esa noche, le conté lo que nos pasó a un amigo que conocía toda esa zona. Ya estaba presintiendo lo que me dijo. Lo único con muro en esa parte, era el viejo cementerio de un pueblito abandonado que estaba no muy lejos de allí, pero por otro camino.  


                        

                               Colegio Embrujado

El hombre se ve que tenía buenas intenciones, lo supimos después, pero cuando nos dijo aquello nos reímos en su cara. Yo creí que bromeaba, sino jamás hubiera hecho eso. Él era el dueño de un local que íbamos a demoler, un viejo edificio que funcionara durante muchas décadas como colegio, y según el dueño, aquel lugar estaba embrujado. Nos dijo que anduviéramos atentos y que nunca quedáramos solos, que no se apartara nadie en ningún momento. Como tomar en serio algo así. Resultó que era verdad.

Adentro todavía había muchas cosas valiosas, teníamos que aprovechar todo lo que sirviera para después recién demoler el lugar. Entré junto a cuatro compañeros: Rubén, Benito, Diego y Mauricio. Fuera del local el día estaba radiante. Era muy temprano por la mañana y habíamos cruzado por un tramo de campo empapado y brillante de rocío, y por una zona llena de viviendas con grandes jardines llenos de flores; pero apenas entramos a aquel edificio nos pareció que ingresábamos a otro mundo, a uno gris, lleno de sombras y un silencio que a veces se interrumpía con algún ruido de origen incierto. 

Nos detuvimos en un salón grande. ¿Cómo podía haber tan poca luz allí, si las ventanas no estaban tapiadas? Nos acercamos a una ventana baja y Diego pasó un dedo por el vidrio. El dedo quitó algo de polvo, pero la capa no era muy espesa, era algo más lo que velaba el paso de la luz, los vidrios estaban como ahumados.

 —Los vidrios quedan así cuando hay un incendio, ¿no? —me preguntó Diego.

—Sí, creo que sí —le contesté. 

—En los incendios casi siempre revientan —intervino Rubén, que era nuestro capataz—. Aunque pueden quedar así si hubo mucho humo, pero no los alcanzó el fuego; pero esto parece algo más, es como una capa amarillenta.

—Tiene razón —reconocí.

—¿Y si el dueño dijo la verdad? —preguntó Mauricio.

Los cuatro nos volvimos hacia él, yo pensando “La boca se te haga a un lado”, y creo que los otros también pensaban algo así, por el gesto de sus caras. Teníamos que trabajar allí, lo último que queríamos era que realmente fuera un colegio embrujado. Teníamos un croquis del lugar (un plano hecho a mano) y guiándonos con eso nos internamos más en aquel lugar de atmósfera amarillenta y atemorizante.

 Cargábamos nuestras cajas de herramientas, y llevábamos varias cosas en nuestros cinturones. Entramos a un corredor que estaba más oscuro todavía. Tuvimos que echar mano a las linternas. En ese corredor había puertas a ambos lados, ahí estaban los salones de clases. Las puertas se encontraban cerradas y por el momento no queríamos ver qué había allí.

 Entre una atmósfera como de “sepia”, o más oscura todavía llegamos a los baños. Los grifos antiguos del lugar, grandes y de bronce, eran valiosos para los coleccionistas. Los lavamanos igualmente eran valiosos si los sacábamos enteros. Viendo todo aquello todavía intacto, se me ocurrió que la creencia de que el lugar estaba embrujado tenía que ser muy difundida, porque de otra forma ya se hubieran robado todo aquello. Pero traté de no pensar más en eso.

El baño estaba como todo, bajo una luz crepuscular amarillenta. Como igual se iba a demoler el lugar, y como no pudimos abrir las ventanas por las buenas, decidimos romperlas para tener más luz. Mauricio tomó un martillo, se ubicó en un costado de la ventana, y cubriéndose la cara con la otra mano enguantada, le dio fuerte al vidrio. Cuando el martillo rebotó sin conseguir su cometido nos echamos a reír. Mauricio lo intentó de nuevo. 

El golpe fue más fuerte todavía pero el vidrio nada de romperse. Rubén se lo quitó de las manos; Mauricio quedó con la boca abierta, sorprendido. Tampoco pudo romperlo, aunque le dio varios golpes. Entonces fui yo con una maceta. Nada, no le hice ni una mísera grieta, y aquello supuestamente era un vidrio común.

 No tenía sentido que hubieran puesto un vidrio especial en un edificio que estaba abandonado desde hacía muchos años, y cuando funcionaba no había esos materiales. Era raro. Nos miramos sorprendidos y ya desconfiando del lugar. Entonces Rubén me pidió que fuera a traer el equipo electrógeno pequeño para iluminar el baño, porque con aquella media luz no podríamos hacer bien nuestro trabajo y no era seguro. Y allá fui, solo, a pesar de la advertencia del dueño.

Cuando entramos al colegio abandonado, todas las puertas del corredor estaban cerradas; ahora que tenía que atravesarlo solo, ¡una de las puertas estaba abierta! Inevitablemente miré hacia el interior del salón y vi algo espantoso. Frente a la puerta había un escritorio, y sentada frente a él había una mujer, más bien, la aparición de una mujer que volvió la cabeza hacia mí sonriendo con una boca que le llegaba hasta las orejas. Tenía el rostro muy arrugado, pero no como una persona vieja, era como si la piel se le arrugara porque no tenía carne debajo; la cabeza era una calavera con piel y cabello, y aquella sonrisa como de sapo era aterradora. Quedé como hipnotizado de terror. Entonces la aparición se levantó y empezó a caminar lentamente hacia mí.

 Estaba por alcanzar la puerta cuando mis compañeros aparecieron corriendo. Rubén me había mandado solo porque había quedado tan impresionado con lo del vidrio que no se rompía, que lo hizo casi sin pensarlo. Corrían rumbo a mi cuando me vieron paralizado mirando hacia el interior de un salón. Al alcanzarme también vieron a la aparición, pero al estar todos juntos esta retrocedió rápidamente y la puerta se cerró. 

Salir de allí se sintió tan bien. Rubén se comunicó con nuestro jefe, este con el dueño del edificio (que ya se había marchado en ese momento), y al final lo demolimos, así como estaba, sin rescatar nada porque no volvimos a poner un pie en el interior del colegio embrujado. 

                                           Regreso A Casa

José escudriñó la oscuridad haciendo un esfuerzo enorme. ¿Aquello que veía adelante era el montículo de piedra que buscaba como referencia? La noche lo asfixiaba de tan oscura que estaba y le producía cierta angustia. Al distinguirlo mejor, ya a un par de pasos del montículo la memoria se le refrescó y se orientó. 

Avanzó hacia la izquierda abandonando el camino y se encontró en el sendero que conducía a su antiguo hogar. Marchaba hacia la incertidumbre. ¿Su familia todavía viviría allí? ¿Cómo podían recibirlo después de que él los abandonara durante años? Era muy probable que su esposa se hubiera casado de nuevo, y tal vez ahora lo recibiría un hombre mirándolo por encima de una escopeta, todo podía ser. Igual enderezaba hacia la casa porque ya no le quedaba absolutamente nada. Si lo esperaba una negativa, solo reproches justificados, una paliza o la muerte, lo mismo le daba.

Tiempo atrás, después de mantener unos años con mucho trabajo a una esposa y a un hijo, concluyó que ellos eran la causa de su miseria, que solo le iba a ir mejor. Y se marchó a pesar de las súplicas de la mujer y del llanto del niño. Se había convencido de que no los dejaba absolutamente sin nada y que se iban a desenvolver sin él. 

Tenían una huerta casi siempre reseca y una vaca siempre flaca. Él se fue, viajó mucho, trabajó en muchas cosas, y tuvo sus épocas buenas. Pero en vez de ahorrar despilfarró todo, y cuando empezó a caer ya no pudo parar, solo llegaba a frenar su inminente ruina. Y cuando estaba peor se cruzó con la enfermedad y esta se le subió a las espaldas y ya no lo soltó. Ahí aprendió la importancia de la familia.

 Emprendió un regreso largo y terriblemente solitario. Sabía que se ignora a los vagabundos, pero nunca pensó que se sintiera tan solo en el camino. “Ahora soy un paria entre parias”, pensaba cuando la soledad lo angustiaba más, hasta el punto de casi ahogarlo. Solo los perros le prestaban atención, pero era para ladrarle furiosamente tratando de ahuyentarlo. Cruzó por muchos jinetes, carretas y hasta con alguna gente de a pie: nadie lo miraba con compasión ni por un instante. 

El sendero por el que iba ahora estaba mal trecho y casi todo cubierto de pasto. Temió ir hacia una vivienda vacía; necesitaba espantar de una vez la soledad que le pesaba. A duras penas y haciendo otro gran esfuerzo distinguió el negro contorno de la vivienda de la oscuridad general que se extendía uniforme por toda la región. Quedó un buen rato frente a la puerta sin atreverse a llamar.  Ni una luz se filtraba desde el interior de la vivienda. Llamó al fin haciendo otro esfuerzo de voluntad. 

—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer desde el interior. Él reconoció que era su esposa.

—Soy yo, el José —le contestó él. Hubo un momento de silencio absoluto.

En el interior creció una luz débil que se asomó por debajo de la puerta y después esta se abrió. Dentro estaba su mujer. La iluminaba pobremente la luz mortecina de un farol que sostenía en una mano. Detrás de ella se asomaba tímidamente una figura más pequeña y ensombrecida que era su hijo.

—Volví —les dijo él.

—No quiero hablar —lo cortó ella—. Allí está tu cuarto, por si no lo recuerdas.

José no quiso decir más nada temiendo que eso la enojara. Peores situaciones se había imaginado, esa no le resultaba muy mala. Ella quedó parada y lo siguió con la mirada hasta que él fue tragado por las sombras. Se orientó como pudo por el cuarto hasta que alcanzó la cama. Había viajado mucho pero no sabía si aquello que lo aplastaba, era cansancio o una mezcla de desgano, angustia y un hondo pesar. 

La noche fue larga, le pareció interminable, pero al fin el día empezó a entrar por la ventana. Cuando todo quedó claro se levantó y miró hacia afuera. ¿¡Pero qué era aquello!? Sintió algo horrible, todo el mundo se le vino abajo. Allí afuera, no a muchos metros de la casi derruida vivienda, había dos tumbas simples con unas cruces de palo, y tallados toscamente en unas maderas habían escrito el nombre de su esposa y su hijo. 

Quiso escapar de allí y los encontró sonriendo extrañamente en la sala. Ahora los veía bien. Ella estaba un poco más vieja y flaca que la última vez que la viera; y el niño había crecido un poco. Estaba ante dos apariciones. Cuando fue a huir quedó paralizado frente a la puerta, no podía dar un paso más, una fuerza muy grande se lo impedía. Se volvió para ver si eran ellos, pero seguían sonriendo en el mismo lugar. 

—Y vos que dijiste que no ibas a volver más, y ahora estás atrapado para siempre aquí —le dijo la mujer con una mirada llena de malicia—. ¿Qué, no lo sabes? ¡Estás tan muerto como nosotros!

José comprendió entonces. Por eso nadie lo había mirado y los perros lo presentían y trataban de ahuyentarlo. Como murió en un campo y no lo enterraron, se convirtió en un fantasma errante; pero al volver a la casa quedó atrapado en ella para siempre. 

                             

                                           Desaparecido

Gustavo caminaba por las sombras de un milenario bosque de pinos. Estaba buscando hongos comestibles, pero además de mirar hacia el suelo, no descuidaba su entorno porque el bosque era muy grande y no quería desorientarse.

 En la mano izquierda cargaba un canasto que cubría con un paño, allí llevaba los hongos. Cuando no iba a cazar le encantaba recolectar hongos. Los había juntado muchos años junto a su padre, y como con él hablaban y bromeaban todo el tiempo, le quedó la costumbre de hablar cuando hallaba alguno y lo siguió haciendo, aunque anduviera solo: “Ah, pero que precioso hongo eres, ven aquí”, o decía “Esta vez te salvaste, todavía eres muy pequeño”, “Vaya, creciste al lado de uno venenoso, ¿acaso querías engañarme? ¡Jaja!”, y así seguía por el bosque llenando su canasto.

En una de las ocasiones que recorrió los árboles con la mirada para orientarse, vio a un hombre que se movía no muy lejos de él. Se detuvo y quedó mirando en esa dirección. Ya no lo vio. ¿El tipo se había escondido? De haber seguido caminando lo hubiera notado. La única explicación alternativa era que uno de los troncos lo hubiera ocultado cuando se alejaba. Evocó la imagen del hombre. 

Llevaba un chaleco de cazador, aunque parecía no tener ningún arma. Esperó otro momento y decidió no seguir. Su canasta ya estaba casi llena. Pero no iba a volver por el mismo lugar, tomaría otro sendero para recolectar algún otro hongo de paso y así se alejaba más de aquella zona; en el mundo andan tantos locos...

Como siempre el viento suspiraba entre los pinos produciendo ese rumor tan característico. Algunas palomas ocultas levantaban vuelo de pronto con el golpeteo seco del batir de sus alas, y después se quedaba balanceando la rama en donde habían estado posadas. Eso pasaba siempre pero ahora lo inquietaba un poco. “¿Por qué andaría tan furtivo el tipo aquel?”, pensó. 

Mas enseguida razonó que andaba así porque se encontraba cazando. ¿Pero cazando qué, si no andaba con un arma? Su inquietud se justificó cuando el sujeto apareció caminando oblicuamente hacia él, como para cortarle el paso. Además de la pequeña navaja Opinel que usaba para cortar los hongos, llevaba una más grande y robusta en el bolsillo. Disimuladamente la dejó más a mano acomodándola en el bolsillo. 

Empezó a caminar más lento para encontrarse de una vez con el desconocido. Bien podía ser alguien que anduviera perdido y necesitaba ayuda. ¡Y vaya que si era alguien perdido! Cuando iba a unos metros lo reconoció. Se detuvo y el otro siguió caminando lentamente hacia él y sonriendo amigablemente.

—¡Gustavo, que alegría verte! —lo saludó el tipo.

—¿Facundo? Pero... pero... No, tú no eres Facundo —dijo con un temblor en la voz Gustavo. 

—Sí, soy yo. He vuelto. Sé que hace mucho que estaba perdido pero regresé.

—¡Pero eso fue hace más de veinte años! ¡Y no has cambiado nada!

Facundo era un conocido. Solían encontrarse en el bosque, a veces en la ciudad, y donde fuera hablaban brevemente de lo mismo, de caza o del tiempo, si estaba lloviendo mucho, poco, y como eso afectaba a esa actividad. Eran encuentros de apenas conocidos pero se dieron durante varios años. Gustavo lo recordaba bien porque la repentina desaparición de Facundo fue todo un suceso. Un día salió a cazar en aquel bosque y no volvieron a saber más nada de él. 

Se organizaron varias búsquedas sin resultados. Tanto la prensa como la gente de la ciudad lanzaron mil hipótesis, pero lo único concreto fue que desapareció sin dejar rastros. Y ahora estaba allí, parado frente a él y luciendo como estaba más de veinte años atrás. Gustavo miró en derredor. ¿Qué era aquello, una broma de mal gusto? Sabía que no era una aparición porque había escuchado sus pisadas y lo vio apartar una rama. 

—No puedes ser él —dijo finalmente Gustavo después de un silencio desconcertante. 

—Lo soy. Sé que es increíble, pero es así. Te preguntarás cómo me mantuve joven. Para los que me llevaron esto no es nada. Los seres humanos son una civilización muy primitiva comparada con la de ellos. 

—¿Estás hablando de extraterrestres?

—Esa palabra no les gusta, pero sí, eso son.

—¿Y cómo volviste, te liberaron?

—Nunca fui un prisionero. Vine como una especie de intermediario para que tu extracción no sea tan... para que sea menos desagradable.

—Pues a mí no me van a llevar, no quiero. No te acerques ni un paso más. ¡Aléjate!

—No puedes escapar. Lo siento, pero ya verás que no es nada malo... Por lo menos después no, cuando te acostumbres.

—¡Ya veremos! —gritó Gustavo, miró frenéticamente hacia todos lados, principalmente hacia arriba, y salió corriendo como un loco.

No había visto nada asomando entre las copas, pero apenas dio unos pasos sintió una sensación muy extraña en todo el cuerpo, y sus pies se elevaron del suelo. Antes de perder la consciencia lo último que pensó fue que en cuánto pudiera se iba a matar. Esperó despertar en la jaula de una nave extraterrestre o en algún tipo de laboratorio, pero seguía en el bosque, se hallaba acostado sobre las agujas de pino. Facundo estaba a su lado y le dijo:

—Tranquilo, no te van a llevar, no le sirves. Ojalá yo hubiera tenido tu determinación. Pero realmente no es algo malo, una vez que te cambian. Levántate, estás a salvo. Ya me tengo que ir, me llaman —Facundo se alejó unos pasos y se detuvo, y echándole una mirada al bosque le preguntó como en los viejos tiempos—. ¿Cómo ha estado el tiempo?

—Muy lluvioso. Bueno para los hongos, pero no para la caza.

—Ya veo. Adiós.

—Adiós. 

Y lo que ahora era Facundo caminó entre los árboles y desapareció. 

martes, 19 de agosto de 2025

Cuentos de terror de Halloween

                            Halloween De Terror

         La gente tenía que hablar a los gritos porque además de la música, el ruido de la lluvia estaba muy fuerte. Era la noche de Halloween y se encontraban en un club campestre. En el salón de fiestas todos estaban disfrazados. Había gente con disfraces clásicos, otros con unos más originales, y no faltaban los tan extraños que nadie sabía bien qué eran. Matías vestía como “El Zorro”. Tomando un trago se arrimó al ventanal del salón. 

Con el vaso sobre los labios e intentando ver más allá de la oscuridad y el aguacero, se imaginó su vehículo y pensó que lo había dejado muy lejos. Unos pasos bajo aquel chaparrón y estaría empapado. En el medio del salón el tipo que organizó la fiesta bailaba ridículamente, y les arrancaba carcajadas a sus invitados. 

Matías seguía mirando hacia afuera. Del otro lado había un porche que cubría una vereda donde no había nadie porque la lluvia salpicaba hasta allí. En esa especie de vereda bajo el porche había algunas mesas con vasos y varias bandejas con bocadillos. Más allá, donde la luz empezaba a disminuir, se veían apenas unos árboles, algunos bancos bajo unos techos de paja, y después todo era oscuridad y lluvia torrencial.

Matías todavía miraba por el ventanal cuando se topó con una mirada. Era un tipo que soportaba el aguacero parado y quieto como una estatua en la parte donde la luz empezaba a perder con la oscuridad. Vio sus ojos porque tenían cierto brillo. Matías desvió la mirada hacia el salón. Una gran bola de cristales colgaba sobre la pista y brillaba con fuerza irradiando colores. Pensó que eso era lo que reflejaban los ojos del tipo, no lo consideró mucho, solo volvió a mirarlo. 

Por lo que se distinguía de él: pelo largo, barba desprolija, un saco de hombros caídos, desalineado, se deducía que era un vagabundo. “Pobre tipo”, pensó Matías “Debe estar mirando la comida. Se la voy a dar antes de que alguien más lo vea y haga que lo corran”. Primero miró en derredor con disimulo para ver si alguien más lo había notado. Todos bailaban y tomaban. 

Salió al corredor exterior, se arrimó a las mesas y echando algunas miradas hacia adentro, tomó la bandeja más grande que vio y empezó a poner en ella los bocadillos que había en las otras. No eran sobras, eran cosas que nadie había tocado, pero seguramente iban a terminar en la basura. 

Para él eso no era aceptable que se desperdiciara eso, habiendo un necesitado allí. De solo imaginarse el frío y las ganas de comer que debía tener aquel hombre, dejó de importarle que lo vieran y aumentó el montón de bocadillos. Cuando giró hacia el vagabundo, ya no se encontraba en el mismo lugar. 

Lo buscó con la vista y lo halló al final del corredor, en un lugar donde no podían verlo desde las ventanas. Fue hasta el sujeto y se metió un par de bocadillos en la boca, para animarlo y demostrarle que no eran sobras. 

—¡Hola! Sírvase, están muy buenos —le dijo Matías al terminar de tragar. 

El sujeto no dijo nada, solo lo examinó un momento con la vista, después miró el contenido de la bandeja, y estiró una mano hacia él para tomar un bocadillo.

—Tome toda la bandeja —lo animó Matías—. Las de adentro también están llenas. La gente solo está bailando y tomando. Empezó muy tarde la fiesta y seguro todos ya habían cenado. 

—Gracias —le dijo el sujeto con una voz profunda, y bajó levemente la cabeza con un gesto de agradecimiento.

—De nada. En aquellos bancos estaría protegido de la lluvia.

El otro asintió con la cabeza, dejó el porche y la lluvia volvió a castigarlo mientras caminaba lentamente. Matías pensó que tenía que haberle dado otra bandeja para que tapara las cosas. Dio unas zancadas hasta las mesas y al mirar hacia el punto donde suponía que iría el vagabundo, se extrañó al no hallarlo. 

En ese momento se intensificó la lluvia y estallaron unos truenos. Dedujo que el tipo había corrido hacia un lugar resguardado, pero le resultó raro que fuera tan rápido. Volvió a la fiesta. Una Gatúbela muy sonriente lo miraba, y él le correspondía la sonrisa, cuando se apagaron las luces y quedaron a oscuras. 

Y como afuera no había relámpagos, solo lluvia y algunos truenos, la oscuridad era absoluta. Se escuchó una exclamación general y varias voces dijeron lo obvio, que se había cortado la luz. Los que tenían el vaso lleno se quedaron quietos; los que lo habían dejado sobre las mesas, temiendo que aquello durara mucho y le fuera a dar sed, buscaron los suyos a tientas y, naturalmente, algunos cayeron al suelo.

 Otros se creyeron más afortunados, pero al tomar un trago descubrieron que no era su vaso, al sentirle gusto a pintura de labios o al notar que era otra bebida. El que organizó la fiesta se puso a gritar que todo estaba bien, que solo se quedaran quietos, porque en cualquier momento volvería la luz.

 Los presentes sentían la fea sensación de las pupilas dilatadas al máximo buscando algo de luz. Por pedido del anfitrión, la fiesta era libre de humo, por lo que nadie andaba con encendedores, por eso, solo algunos celulares desafiaron la oscuridad. Eran pocos celulares, porque muchos los habían dejado en una pieza junto con los abrigos. 

Un tipo con celular se ofreció para hacer de guía, pero de pronto aquella luz se apagó y el sujeto dejó de responder. En aquella terrible oscuridad, el estallido de un vaso contra el suelo hizo gritar a una mujer, y seguidamente gritó otra. “Algún avivado que metió mano”, pensó sonriendo Matías. 

Mas después se escuchó el grito de un hombre, y de otro, y la luz del último celular se apagó de golpe. Muchas voces inquietas empezaron a preguntar cosas y tras un nuevo grito la histeria se propagó como una electricidad. Ahora casi todos gritaban y en medio de eso sonaban cristales, mesas que caían y golpes sordos que eran la gente cayendo contra el piso. A Matías lo pechó algo y tanteó que era una cosa peluda. 

El susto lo hizo reaccionar agresivamente y le propinó a aquello un golpe tipo cachetada que, para desgracia del tipo que se había disfrazado de hombre lobo, le dio con la base de la palma justo en la oreja. En plena confusión, Matías llegó a recordar y asoció lo que tocó al disfraz de hombre lobo que había visto. 

Temió haber matado al otro invitado, y pensó que aquella locura tenía que parar, sino se iban a hacer mucho daño. Gritó pidiendo calma, pero fue inútil. Ahora, a los gritos de histeria se sumaban unos que parecían ser de dolor y terror. ¿Qué estaba pasando allí? No era solo gente cayendo y pechándose entre si, había, ¡intrusos! ¡Había intrusos que estaban matando a la invitados! 

Empezaron a escucharse sonidos guturales ahogados, como de alguien que se ahoga en su sangre y, ¡otros que sonaban como fuelles que eran la respiración de gente sin cabeza! Todos esos ruidos causaban un terror indescriptible en los que seguían vivos. Alguien gritó ronco al lado de Matías, pero desde una posición más alta, porque lo estaban levantando en peso mientras le apretaban el cuello. Matías intentó ayudarlo y dio unos manotazos en la oscuridad. 

Una de sus manos encontró una cara y al tocar aquello, por lo que tanteó se imaginó que el otro tenía cara de cerdo. En realidad, eran rasgos de murciélago. Los había atacado un grupo de vampiros. El vampiro tenía una mano libre, y con esa apresó la garganta de Matías, pero en ese momento se escuchó una voz profunda que ordenó: ¡A ese no! Entonces lo soltaron y cayó hacia atrás.

 Ya casi enloquecido de terror, como los pocos que aún vivían, se arrastró por el piso hasta que dio con una pared y allí se acoquinó en la oscuridad protegiéndose con los antebrazos y las rodillas. Después escuchó varias veces aquella orden ¡A ese no! Su mente terminó escapando de aquel terror, se desvaneció, y cuando volvió en si ya estaba amaneciendo y el día le mostró que estaba rodeado de cadáveres pálidos.

Algo similar había pasado en cantidad de lugares. Las criaturas de la noche habían decidido festejar así todos los Halloween. Después de ese la noche, Halloween fue verdaderamente de terror.                 


              

                            En Una Morgue

Mi trabajo como guardia de seguridad en un hospital, había sido bastante fácil hasta esa noche. Contra la pared tenía un banco que cada vez me resultaba más duro; a mi derecha el corredor seguía unos cuarenta metros tal vez hasta que doblaba hacia la izquierda. En la pared que tenía a mi espalda, había una serie de ventanas muy altas y pequeñas. Del otro lado, tres puertas: una daba a una escalera que conducía hacia el segundo piso del hospital, escalera que nadie usaba ya. Detrás de otra de las puertas había una habitación pequeña donde guardaban todo tipo de cosas, y la última, nunca supe hacia dónde iba. 

Y esta era la mejor parte del corredor, porque a mi izquierda estaba la gran puerta de la morgue, y nada más. Sin quererlo, tal vez por pasar tanto tiempo en un corredor casi vacío, leí una y otra vez aquel letrero que indicaba que había más allá, y por eso llegué a odiarlo. Casi todo el tiempo estaba solo, y los sonidos del hospital apenas llegaban hasta allí, y lo que llegaba se escuchaba como rumores indefinidos. 

Y cuando pasaba gente, casi siempre iban con una carga que no quera ver. A veces en el corredor quedaba un olor, que se quedaba un rato retorciéndome las tripas. En algunas ocasiones algún doctor me pedía que ayudara a pasar un cuerpo muy pesado de la camilla a la mesa. Creo que por un buen tiempo salía de allí pálido. Pero uno se va acostumbrando, incluso a cosas así.

 Solo una vez, antes de la noche que les voy a contar, pasé allí una situación fea, de miedo. La puerta de dos hojas se abrió y dos médicos casi se pecharon al salir. Tenían los ojos grandes, parecían asustados, y mientras me hablaron no dejaron de mirar de reojo hacia la puerta. Allí atrás estaba el cuerpo de un criminal muy peligroso que la policía había baleado, y el cuerpo del desgraciado se había movido tanto que los médicos pensaron que estaba vivo. 

Ellos todavía no lo habían revisado, y no sería la primera vez que alguien se equivoca al dar a alguien por muerto. Al traerlo, un policía les había hablado sobre lo peligroso que era, y parece que estaban impresionados. Si ellos, acostumbrados a cuerpos, se habían asustado, por qué tenía que ir yo a ver si todavía aquel no se iba al infierno.

 Más bien, yo tenía que comprobar que no estuviera muy vivo. A los doctores les preocupaba que hubiera llegado allí fingiendo su muerte. Como fuera, allá fui yo, disimulando el temblor en mis piernas. A diferencia de los doctores, no me asustaba que estuviera vivo, me asustaba que se moviera no estándolo, creo que se entiende. 

Entré. Me habían indicado el lugar del cuerpo. Con tantas cosas afiladas por allí, lo primero que tenía que hacer, a una distancia prudente, era ver sus manos. No tenía nada. Me acerqué un poco. Era un calvo de cara muy ancha. Tenía la boca un poco abierta y se le veían los dientes amarillos. Sí era intimidante pero el desgraciado estaba tieso, y no parecía menos muerto que los otros que se encontraban en el lugar. Llamé a los doctores y estos pasaron a revisarlo. Ya la había quedado, y parece que mucho antes de que lo trajeran.

 Debió tratarse de un movimiento natural nada más, un tipo de contracción que a veces puede ser algo violenta y cosas así, dijeron los médicos, convenciéndose uno al otro. Natural, pero buen susto que les dio, pensé, y a mí también. A parte de eso nunca ocurría nada más desagradable de lo que ahí era normal. Hasta que llegó la noche de brujas.

 Como a la medianoche, los tres doctores que habían trabajado ese turno se retiraron con cara de cansados. El otro turno ya tenía que estar, pero era bastante normal que se demoraran. Cuando quedaba solo trataba de no pensar mucho, de no imaginarme lo que había más allá de la detestable puerta. Por eso solía dibujar garabatos en una libreta que siempre llevaba. Estaba en eso cuando escuché el primer ruido. 

Dejé la libreta a un lado y enseguida mi mente me mostró una imagen de lo que causaba el ruido. Le quitaban bruscamente los frenos a las camillas. Me levanté de un salto. Solo por allí se podía entrar a la morgue, y los únicos que habían estado en el sitio se habían retirado hacía rato. Los únicos vivos, claro, de los otros había un lote. 

Y empezaron los chirridos, chirridos de camillas que se movían. No quería mirar, y ojalá no lo hubiera hecho, pero era mi trabajo. Fui lentamente hacia la puerta y espié por la ventana. Las camillas que tenían cuerpos se movían para adelante y para atrás. Los muertos se movían un poco, pero era por el movimiento de las camillas que iban hacia atrás y hacia adelante bruscamente. Parecía que unos seres invisibles estaban jugando con ellas y sus ocupantes.

Que imagen tan aterradora. Me aparté del vidrio y empecé a retroceder. Topar con cosas del más allá no era parte de mi trabajo. Viendo lo que vi, no sé por qué guardé primero mis cosas, la libreta y un termo, en vez de salir de allí cuanto antes. Fue la costumbre, supongo. Había hecho esto sin darle la espalda a la puerta. 

Adentro pararon los chirridos. Cuando volteé para salir como un viento, ya sin importarme nada, desde adentro de la morgue empezaron a dar golpecitos en la ventana, así como si quisieran que volteara, como llamándome. Seguí alejándome sin hacer caso. Entonces escuché que la puerta se abrió de golpe, sonaron varios pasos que corrían hacia mí, y yo a mi vez me largué a correr.

 Los pasos sonaban como si fuera gente descalza, aunque a la vez se escuchaban como arañazos con cada paso, como si tuvieran garras o uñas muy largas. Fue, obviamente, el momento más aterrador de mi vida. Corrían a unos metros de mí.

 De acercarse más hubiera volteado y, quién sabe, tal vez hubiera muerto del susto si aquellas cosas ya no fueran invisibles. Cuando doble en el otro corredor, dejaron de seguirme. Nunca regresé a ese maldito lugar. ¿Qué eran las cosas que andaban allí? Supongo que brujas divirtiéndose a su modo, dicen que las muy poderosas a veces pueden ser invisibles. FIN 



                               La Visita 

Ese Halloween no podía terminar bien, supongo que eso ya estaba destinado. Si el hecho principal, el aterrador, le hubiera pasado a otro y no a mí, probablemente al escucharlo le buscaría alguna explicación racional. Por eso no voy a decir quién soy ni donde pasó ni nada de eso. 

Que cada uno lo tome como quiera. En ese tiempo había visitas en mi casa. Era un lote de parientes, y de noche se acomodaban hasta en la sala, sobre colchones o camas inflables. Convivir así era un poco molesto, la verdad, pero a la vez lindo, no lo voy a negar. 

Cada comida parecía una fiesta con tanta gente. Y como hizo buen tiempo todos esos días, se comía en el patio del fondo, se unían un par de mesas largas, y si el sol estaba algo fuerte se colocaba una lona como techo. También me gustaba comer así porque podían acompañarme mis dos perros; aunque mis padres me regañaban, porque mis perros eran grandes y andaban dándole latigazos con la cola a todo el mundo. Querían que los llevara para el frente, pero yo no lo hacía.

 Nadie puede molestar en su propia casa. Si los parientes querían venir, pues que se aguantaran algún que otro latigazo de cola. No sabía que la peor visita estaba por venir y no era un pariente.

 Al final, tanta gente amontonada allí como que me saturó un poco, y ya veía solo lo negativo. Por eso, cuando llegó Halloween, me alegró la idea de alejarme de las visitas. Una noche fuera de mi habitación compartida con unos primos, a los que veía cada un año, era como un descanso. 

Temí por un momento que mis padres me obligaran a llevarlos esa noche, a cuidarlos más bien, pero por suerte mis tíos no los dejaban salir, porque desconfiaban de la noche en una ciudad grande. Mis primos eran solo unos adolescentes. Mejor para mí, no quería cuidar críos. 

Me fui a la casa de un amigo temprano por la tarde. Allí nos íbamos a disfrazar. Esperamos la noche hablando de lo que habíamos hecho durante las noche de brujas pasadas, y eso nos daba más ganas de salir. Y así llegó la noche. Salimos a la calle, a pie. 

Iba disfrazado de mosquetero; mis amigos, que eran cuatro, todos de zombis. Me gustaba el traje, hasta el sombrero, pero la espada de espadachín que llevaba era un juguete para niños, una bastante pequeña. Naturalmente, mis amigos hicieron bromas sobre eso hasta que se aburrieron.

 La noche de brujas donde vivo, es básicamente, desfiles de niños temprano, y después bailes de disfraces en clubes. Algunas fiestas privadas hay pero pocas. La noche se presentó bastante ventosa.

 Soplaba una ráfaga y volaban hojas de árboles, o planeaba en el viento algún papel sacado de la basura. Los tramos donde las calles estaban desiertas parecían estar a tono con Halloween, había como cierto aire raro.

 Cuando pasaba por nosotros algún vehículo con disfrazados, nos gritaban y nosotros les respondíamos, por costumbre, y por mi parte, un poco para romper ese silencio que parecía querer imponerse en la ciudad. Uno de esos vehículos pasó lentamente, y cuando gritaron y nos saludaron levantando las manos, no sé por qué desenvainé mi espadita y la levanté, los saludé así. 

Al ver aquella espadita las carcajadas en el vehículo fueron como una explosión. No lo temé a mal, me reí también, y mis amigos se doblaban a carcajadas. Y así seguimos, a carcajadas, hasta que nos aproximamos a la esquina del cementerio.

 Enseguida dejamos de reír y seguimos en silencio, secándonos alguna lágrima que se nos había escapado de tanto reír. No necesitábamos decir nada. Todos sabíamos que frente a un cementerio hay que mantener cierta conducta, más si es de noche. Cuando atravesábamos el frente del campo santo, vimos que un grupo de disfrazados venía hacia nosotros. Uno disfrazado de payaso aterrador, parece que se sentía muy valiente, tal vez creyendo que asustaba con aquella máscara, y caminaba como si fuera el dueño del mundo. Cuando pasó a mi lado me empujó con el hombro. Volteé enseguida y lo increpé. ¡¿Que no ves con esa caretita o qué?

 Cuando giró y caminó hacia mí como invitándome a pelear, acepté sin dudarlo. Siempre pensé que el que pega primero tiene media pelea ganada. Parece que él también pensaba eso, porque apenas estuve a su alcance me lanzó un manotazo; pero mi puñetazo también iba en camino, y más que nada por suerte le di bien en el mentón. 

Y payaso al suelo. Entonces sus compañeros se me vinieron encima, pero mis amigos intervinieron rápido, y por un momento hubo algunos encontronazos e insultos. Mas aquel grupo no era gran cosa y se retiraron llevándose al payaso, que ahora tenía las piernas como blandas.

 Mis amigos me palmearon la espalda y felicitaron. ¡Qué se creía ese tipo, asustarme con aquella máscara, a mi nada me asusta!, les dije gritando. Entonces uno de mis amigos, como recordando de pronto dónde estábamos, se tapó la boca y señaló con el pulgar hacia el cementerio. 

No era un buen lugar para andar de pelea y a los gritos, y menos insultando, y en mi última frase había exagerado. Pero ellos habían empezado. Como por la mitad de la otra cuadra recién me di cuenta de algo, tenía la camisa rota. Había sentido que el manotazo del payaso me alcanzó en el pecho, pero no noté cuándo se rasgó la camisa, ni mis amigos lo habían notado. 

Mi camisa rota les causó mucha gracia hasta que les dije que así no iba a ir al baile. Entonces empezaron a decirme que fuera igual, que no importaba, que tal vez la gente podía creer que era parte del disfraz, que en el lugar no se iba a notar y cosas así, pero ninguno me convenció. Ya bastante ridícula era mi espadita. Regresé solo. 

Al pasar frente al cementerio caminé rápido. Sentí por un momento que algo me venía siguiendo, pero detrás de mí no había nada, nada que pudiera ver. Al dejar el cementerio atrás pasó esa sensación. Al llegar a mi casa, mis perros estaban en el patio del frente, y el portón del corredor que conecta con el fondo estaba cerrado. Pobrecitos, los corrieron para acá, les dije mientras le acariciaba la cabeza.

 Se habían acercado a mí meneando sus colas, pero de repente empezaron a ladrar hacia la calle. Por en la calle no iba pasando nadie. Le ladran al viento, pensé mientras abría la puerta con mi llave. Entré y fui derecho al baño, pero antes de llegar volteé y escuché que mis perros ahora ladraban hacia el interior de la casa. 

Creí que los pobrecitos querían pasar para el fondo. No me crucé con nadie, algo que era raro en esos días, aunque por un instante creí que alguien iba a aparecer. Toqué la puerta del baño preguntando si había alguien, hubo un instante de silencio, y cuando mi mano ya iba hacia el picaporte, una voz indefinida me respondió fuerte y claro, “Está ocupado”. Digo que la voz era indefinida, porque, aunque sonó clara y fuerte, no pude distinguir si era un hombre o una mujer.

 Igual no tenía tantas ganas, podía esperar un rato. Además, por causa de las visitas mi vejiga ya se estaba volviendo muy resistente. Salí al fondo y allí estaban todos. Eso fue lo aterrador, estaban todos. No faltaba nadie. Entonces le pregunté a mi padre si alguien más se encontraba en la casa. “Nadie, estamos todos aquí”, me respondió después de repasar el grupo con la mirada. 

Yo insistí y le dije que recién había pasado por el baño y que alguien estaba en él, que había hablado. Se lo repetí otra vez, le dije que no era broma, y él me miró extrañado hasta que se convenció de que hablaba en serio. Fuimos a ver. Golpeamos la puerta del baño y nada. Mi padre la abrió y estaba vacío. Nuestra conversación no había pasado desapercibida, y un par de tíos se nos unió.

 Después otros llegaron preguntando qué pasaba. Revisamos toda la casa, no hallamos nada. Los perros ahora de nuevo ladraban hacia la calle. Fuimos a ver. La calle estaba vacía. Un momento después se calmaron y volvieron a menear la cola.

 ¡¿Qué diablos había sido aquello?! No era una voz que viniera de afuera, había resonado allí. Y si era alguien que escapó mientras fui al fondo. ¿Cómo hizo para pasar por los perros sin que estos lo atacaran? ¿Y cómo salió? Primero que nada, ¿acaso tenía llave? En los costados el terreno tiene muros altos, además, todas las ventanas estaban cerradas por dentro. 

Para que me creyeran y para explicar lo de mi camisa rota, les conté todo lo que pasó antes. Entonces uno de mis tíos, el más viejo, se empezó a pasar la mano por la barbilla mientras miraba hacia arriba y a un costado, como si recordara algo, o pensara muy profundo. Finalmente me dijo:

 “Primero voy a decirte que no te asustes, creo que ahora ya estás bien y no va a pasar nada, pero creo, mi sobrinito, que frente al cementerio enojaste un poco a un espíritu, y entonces te siguió para hacerte una broma pesada, tal vez para asustarte cuando estuvieras acostado, pero en el momento decidió hacerte esa jugarreta del baño”. Y eso es lo que creo que pasó. FIN.

                                          

                                Las Vecinas

Alquilé la última casa de una calle ciega, y muy siniestra. La calle terminaba allí, después había un campo. Frente a la vivienda había una fila de terrenos baldíos, y al lado resaltaba una extensa propiedad que parecía un monte, donde vivían unas viejas. 

Que hubiera tan poca gente en los alrededores me preocupaba un poco, porque la zona podía ser vulnerable a robos. Ignoraba que el problema era justamente las vecinas. Los primeros días no las vi, sabía que allí vivían tres viejas porque la mujer de la inmobiliaria que me alquiló la casa me lo dijo. La vivienda vecina, una construcción gris y fea, cuando uno iba pasando en frente aparecía y desaparecía detrás de un jardín exuberante.

 Digo jardín, pero era en realidad era una masa de todo tipo de plantas, árboles y arbustos creciendo amontonados y en desorden. En aquel caos verde oscuro las vi por primera vez, y me llevé una impresión muy fea. El día estaba horriblemente nublado, medio verdoso en algunas partes, y yo llegaba a pie, apurado por resguardarme de una vez en mi casa. 

Al pasar frente a su terreno, un ruido entre las plantas me hizo voltear, y vi que una mujer que parecía increíblemente vieja, se habría paso entre las plantas andando encorvada, inclinada hacia adelante.

 Me sorprendió lo rápido que se movía en esa posición tan incómoda. Iba tan inclinada hacia adelante, que no comprendía cómo podía avanzar así sin caerse o apoyar las manos. Llevaba las manos cerca de la cara e iba olfateando unos manojos de plantas. Cuando me notó se detuvo y se fue enderezando de una forma que me pareció anormal. 

¡Que impresión más fea! También me detuve, sin quererlo, y entonces escuché otro ruido, y seguidamente otro. Estos últimos fueron hechos intencionalmente, sacudiendo las ramas que tenían al lado, y así conocí a las otras. De un momento a otro me estaban mirando unas ancianas con la cara más arrugada que jamás veré en mi vida.

 Tenían los ojos claros, entre grises y celestes, y me miraban como a veces miran los gatos cuando uno los corre de su lugar favorito. Las tres tenían el pelo muy largo y blanco. Sus ropas me pareció que eran unas telas viejas, tal vez unas cortinas, medio convertidas en vestidos. Reponiéndome un poco de la fea impresión, tragué saliva y saludé. 

No me respondieron, solo se empezaron a mirar entre ellas y ahí pasó otra cosa muy rara. Se sonreían levemente, con malicia me parecía, o hacían algún gesto como de desagrado, o de falta de importancia, y hubo algunas miradas como de reproche entre ellas, y todo esto mientras me echaban alguna que otra ojeada rápida. 

Parecían estar discutiendo, hablando sobre mí, decidiendo algo, pero sin decir una palabra, como si se leyeran las mentes. Por último, las tres me miraron como con desdén y se perdieron entre las plantas. Solo entonces pude seguir hasta mi casa. Al contarle sobre ese encuentro a mis conocidos, todos decían que solo debían ser unas viejas locas que me habían impresionado mucho, pero que debían ser eso solamente. 

De a poco me fui convenciendo también. Cuando las veía a veces, andaban juntando plantas en su jardín y ni me miraban. Solo unas viejas locas. Hasta que llegó la noche Halloween. Había llovido desde la mañana. Y no era una lluvia de esas mansas, era con viento, truenos y relámpagos. A pesar del tiempo, unos amigos me llamaron y dijeron que iban a organizar una fiesta de Halloween igual, y querían que fuera. 

Como se ofrecieron a ir a buscarme en camioneta, les dije que sí. Por la tormenta la noche llegó antes. Las paredes temblaban por los truenos y las luces de los relámpagos se colaban por las ventanas. Me apronté, pero ya empezaba a tener pocas esperanzas de que me fueran a buscar. 

De pronto tocaron a la puerta. Estaba por abrir, pero como que presentí algo y no lo hice. Iba a preguntar quién era cuando unas voces de anciana empezaron a decir: “Vecino, vecino. Venga a nuestra fiesta. Vecino...”, y después una de ellas dijo: “Vecino, hicimos una fiesta, vinieron muchas amigas, y quieren... conocerlo. Hay una cena. Venga, vecino”, estas últimas palabras sonaron como una orden. 

No quería, pero estaba por abrir la puerta cuando, al haber amainado un poco los ruidos de la tormenta, escuché que un vehículo se estacionaba en frente. Ya no sentí el impulso de atender a las viejas, y tuve miedo de que todavía estuvieran allí. Cuando tocaron la bocina varias veces sentí confianza y salí. Las viejas ya no estaban. 

Habían ido a buscarme dos amigos. Cuando les conté lo de las viejas, se sorprendieron. “¿Nos dices que acababan de hablar cuando escuchaste la camioneta?”, me preguntaron, y sonando ahora asustados me dijeron: “Entonces múdate inmediatamente de ahí. Hoy te quedas en casa, y mañana, bien de día, te ayudamos a mudarte. Porque amigo, cuando llegamos frente a tu entrada, en ella había tres gatos, o gatas, supongo, que salieron huyendo al vernos”. FIN. 


lunes, 18 de agosto de 2025

Fuera De Su Tumba

 Una luna llena iluminaba el inquietante paisaje de un viejo cementerio, cuando el suelo comenzó a hincharse. Frente a una vieja lápida ya torcida por el tiempo, la tierra se fue levantando hasta que asomó algo que parecía un enorme hongo. De ese promontorio asomaron dos manos huesudas, se afirmaron en el terreno un torso se fue irguiendo lentamente.

Era alguien de otra época, que porfiado volvía al mundo que había abandonado hacía ya mucho tiempo. Miró lentamente hacia un lado, después observó el otro, y el movimiento dejó caer la tierra que había levantado en la cabeza. Bajo aquella luna pálida el paisaje era de terror, pero esto no inquietaba en absoluto al recién reanimado. 

Unos movimientos torpes más y el decrépito ser estaba erguido. El primer paso fue dudoso, temblando, pero a cada paso lento fue afirmando su andar. El tétrico cementerio estaba en ruinas. Crecían pastos, malezas y arbustos por todos lados, y un viento muy fuerte sacudía todo y silbaba entre las grietas de las lápidas. Entre las viejas losas pudo leer a medias algunos nombres. Eran colegas de otra vida, pero allí no estaban todos los que conocía. Algunos, supuso, mejor adaptados que él, habían sobrevivido a la marea de cambios.

Primero anduvo unos pasos sin ningún destino, luego hizo una pausa, miró en derredor, tal vez recordando algo y buscando orientarse, y reanudó su lento andar. Pero algo lo detuvo de nuevo. No era el único ser andante allí.   Algunas figuras se movían por el lugar. No los había notado porque vestían unas túnicas tan desgarradas que se agitaban con el viento, confundiéndolos con los arbustos. Los seres eran esqueléticos.

Pero enseguida notó que no eran colegas que también se habían levantado de su descanso. Aquellas cosas tenían ojos luminosos y rojizos, y brillos metálicos en la cara y en las manos. Eran robots. Las máquinas parecieron notarlo todos a la vez, intercambiaron algunas miradas, y después mostraron algo similar a una sonrisa, pero de desprecio. Enseguida lo ignoraron siguiendo con lo suyo.

¿Pero qué hacían allí? Nuestro despojo de humano los vio hurgar entre las tumbas, escarbando y sacando objetos. Presintiendo algo, se volvió, y notó que uno de los robots, inclinado sobre el hueco que él recién había dejado al escapar de su tumba, también sacaba algunas cosas.

No le importó. Que se quedaran con parte de su pasado si querían. Después de todo, solo eran máquinas. Volvió a avanzar y se alejó hacia un mundo que ahora desconocía. Fin.


¡Hola! Este cuento corto es sobre mi regreso al blog, a internet. Ya he publicado varios cuentos, pero bueno, no importa. 😁Es por supuesto algo simbólico y exagerado, porque no, no estaba muerto. Los robots de la historia representan a la IA, que se alimenta de todo lo que dejamos, también de lo nuevo ¡jaja! Pero qué vamos a hacer, solo queda adaptarse. Incluso también puede dar una mano. Nunca fue tan fácil crear imágenes. Lástima que no teníamos esto antes, cuando la gente leía blogs ¡jaja! Saludos.


domingo, 17 de agosto de 2025

Miedo a Los Hospitales

 ¡Hola gente! Es siguiente cuento de terror va de hospitales embrujados, o podríamos decir solo hospitales, porque creo que todos deben estar embrujados 😜 Aquí les transmito un miedo personal, de los pocos que tengo. Tampoco me agradan los payasos 😱 Pero claro, cuando hay que ir se va. Por favor, no dejen de asistir al médico. Solo no se desvíen por pasillos solitarios. 😁 


                          El Último Hospital

Me alimento de forma sana, hago caminatas, y algún que otro malestar que he tenido a lo largo de los años, me lo he curado con remedios naturales, con plantas. El día que tenga una enfermedad complicada, moriré; porque mientras me quede algo de fuerza y mi familia cumpla mis deseos, no voy a volver a pisar un hospital.

 Tomé esa decisión hace muchos años, cuando me pasó algo aterrador en uno de esos lugares. Por esas fechas yo era muy joven, y hacía un par de años que me había mudado a una ciudad junto a mis tíos, que eran una pareja ya veterana y sin hijos.

 Un día mi tío tuvo un accidente en el trabajo, un accidente muy serio, y fue a parar al maldito hospital aquel. Mientras estuvo grave no tenía caso visitarlo, no estaba consciente. Mi tía, una mujer muy menuda y arrugada, pero trabajadora como pocas, iba y venía de la casa al hospital, aunque iba allí solo para quedarse sentada esperando alguna buena noticia, y temiendo la peor. 

Cuando lo pasaron a otra sala, estando ya un poco mejor, ella empezó a cuidarlo por las noches. Yo no lo iba a visitar porque mi tía decía que aquello era un caos, además de un lugar muy deprimente, y que yo tenía que concentrarme solo en los estudios.

 Aunque hacía algunas tareas de la casa, además de estudiar, sentía que estaba haciendo poco, por eso insistí que podía cuidarlo algunas noches. Finalmente ella, cuando ya no pudo disimular su cansancio, aceptó. Mucho les debo a mis tíos, pero ojalá que no me hubiera ofrecido. Iba a pasar la primera noche en el hospital, un edificio muy viejo y grande que solo había visto desde afuera. 

Como todo el día había estado nublado. Mi tía, buscando en un rincón oculto de su cartera, sacó unos billetes arrugados y me los tendió diciendo que tomara un taxi. Me negué, no era una época para estar gastando en taxis. Salí al atardecer, bajo amenaza de mal tiempo. Ahí el clima era muy seco, pero cuando llovía lo hacía con ganas. Y la lluvia no vino sola, vino con mucho viento. 

Apenas empezó a caer un verdadero diluvio, la ciudad se oscureció tanto que se encendieron las luces. Enseguida, en los bordes de las calles se formaron arroyos amarillentos, y los autos pasaban salpicando agua hacia los costados, casi como si fueran lanchas. El viento se ensañó con mi paraguas, lo volteó y después me lo arrancó de las manos, y allá salió volando como llevado por un fantasma burlón, y desapareció detrás de unas casas. 

Entré al hospital empapado. Creí que iba a llamar la atención, pero entre esa pobre gente no desentonaba ni un poco. Toda una escena se desarrollaba bajo la luz blanca de unos tubos que pestañeaban como amenazando apagarse. Era una sala de espera grande con bancos a todo lo largo de las paredes. Algunos apenas levantaron la vista para mirarme, con ojos cansados parecía, y volvieron a estar cabizbajos, seguramente pensando en sus problemas. 

Había charcos bajo los pies, y algunos se iban uniendo en uno más grande que iba hacia el centro de la sala; y unos niños pequeños jugaban peligrosamente a pasar encima de éste, y hacían rezongar a sus madres. Varias personas tosían, otras hablaban en voz baja con quien tenían al lado, y una muchacha, que a las claras también había sido víctima de la lluvia, peinaba su cabellera larga como si estuviera en su baño. Un niño que tenía al lado le quería decir algo, pero ella no le daba importancia. 

Todo esto envuelto en ese olor que tienen los hospitales. El compromiso que sentía con mis tíos apenas fue más que las ganas de largarme de allí. Atravesé esa sala de espera, y enseguida hallé una ventanilla donde daban información. Mi tía me había explicado dónde estaba la sala, pero quería estar seguro. 

Hice bien, porque una señora me indicó algo diferente. El lugar era grande y casi laberíntico, y los tubos de luz pestañeaban y zumbaban con su amenaza de apagarse. Y yo que doblaba aquí, después allá, apareciendo siempre en un nuevo pasillo, y confundiendo mi sentido de orientación, que nunca fue muy bueno.

 Finalmente, al doblar en otro corredor hallé a un policía. Le dije que venía a cuidar a alguien; éste, sentado en un banco y sin dejar de sorber su café, me señaló hacia donde ir con el pulgar. Entré a la habitación. Había varias camas y todas estaban ocupadas. Lo buscaba con la mirada cuando vi a mi tío levantándome la mano. Lo noté bien de ánimo, a pesar de tener una pierna y un brazo enyesados.

 “Esto me pasó por bobo”, me dijo señalando con la mirada sus yesos. Sí, tienes razón, le dije para bromear. Él se rio, pero algo que le dolió lo hizo parar y arrugó un poco más su frente. Al lado de cada cama había una silla. Hablamos en voz baja, y de forma entrecortada, porque se dormía por momentos. 

Cuando vino una enfermera a avisar que estaban por apagar la luz, mi tío dijo que saliera al corredor, que el banco que había en el iba a ser más cómodo, que él estaba bien, y que de nada servía que me quedara en aquella silla escuchándolo roncar. Salí al corredor y probé el banco. No iba a poder dormir allí, pero iba a estar más cómodo. 

Ahí el tiempo parece que empezó a dilatarse. Fuera seguía la tormenta. Cada tanto retumbaba un trueno, o rayo lejano. La lluvia quería entrar por una ventana alta que tenía a mis espaldas, y golpeaba el vidrio casi como si fuera granizo. Deseaba que alguien pasara por allí para preguntarle la hora. Nunca usé reloj, y esto pasó mucho antes de la época de los celulares, además quería hablar con alguien. 

Y la noche que parecía eterna. Llegué a entretenerme algo con el retumbar de los truenos. Ahora viene uno, ahora, ahora... ahí está, y el inmenso edificio temblaba. Y de pronto todo empeoró, se apagó la luz del corredor. Casi se me corta también la respiración, contuve el aliento un instante. Expectante, esperaba que de un momento a otro volviera la luz. 

Entonces supe que a la tormenta se le sumaban ahora relámpagos. Cada pocos segundos aparecía frente a mí un gran cuadrado de luz en la pared, también había otros a lo largo del corredor. Aparecían un instante dibujándose claros en la pared y aportando algo de luz al corredor, y después volvía la más absoluta oscuridad. Hallé raro que no tuvieran un generador de emergencia.

 Después pensé que tal vez un hospital tan pobre, sí tenía algún generador chico, en caso de corte de luz lo usaban solo para algunas partes esenciales del lugar. Entonces tenía que quedar en aquella oscuridad hasta que volviera la energía eléctrica, pero eso cuándo sería. 

Consideré que en esas condiciones algunas enfermeras tenían que hacer una ronda. Como respondiendo a ese pensamiento, otro relámpago que dibujó cuadrados de luz en la pared me mostró efímeramente a una mujer que venía por el pasillo. Por el perfil me pareció que era una enfermera. Mas lo raro era que no llevaba una linterna ni nada luminoso para ver por dónde iba. Cuando volvió la oscuridad absoluta y desapareció en ella, hice un esfuerzo por escuchar sus pasos.

 Nada, solo los ruidos de la tormenta allá afuera. De repente, otro relámpago, y la vi pasando frente a mí. No pareció notarme, solo siguió avanzando con pasos rígidos y muy lentos. Ahora contuve el aliento, pero intencionalmente. No fuera a ser que aquello girara hacia mí. 

Después de una nueva oscuridad, por cómo se movía la imaginé a solo unos metros de mí; pero un nuevo fogonazo de la tormenta la mostró mucho más lejos, ya a punto de doblar en otro corredor y desaparecer. Lamento decir, que en ese momento me olvidé del tío. Necesitaba salir de allí. Aquello era muy raro. 

Al ponerme de pie, deseé tener alguna fuente de luz, y no depender solamente de los aislados relámpagos. Me di con la palma en la frente. Siempre andaba con un encendedor y no lo había recordado. Con la llama inquieta de mi encendedor abriendo camino en las tinieblas, quise recorrer los mismos pasillos que me llevaron hasta la sala de mi tío, pero ahora en sentido contrario. Pero esta vez no encontré al policía, de hecho, girando con la llama adelantada, me pareció que no era el mismo lugar.

 Pero después de unos pasos más creí reconocer el pasillo. Hice una pausa en la oscuridad porque el encendedor ya estaba calentando mucho. No entendí cómo no pasaba alguien por mí, aunque al instante pensé, que si iba a ser como aquella extraña enfermera, o fantasma de enfermera, mejor que no pasara nadie. 

Reanudé la marcha. En encendedor todavía estaba algo caliente pero lo soportaba. Ahora de nuevo me parecía un lugar diferente. ¿Qué pasaba allí? Parecía que avanzaba por un edificio abandonado. ¿Y la gente, y los ruidos? Seguí caminando ya sintiéndome completamente perdido. Halle una puerta. Después de un momento de indecisión la atravesé. 

Era una habitación pequeña, seguramente donde tomaban una pausa las enfermeras o los doctores, porque había una cafetera, tazas, varios frascos y una cocina chica. Temí que me encontraran allí, porque evidentemente era un lugar reservado solo para los que trabajaban en el lugar. En el otro extremo había otra puerta.

 Decidí seguir avanzando porque atrás solo estaban los confusos corredores que no quería volver a recorrer. La segunda puerta también se encontraba abierta. Me sentí como un ladrón andando donde no debía. Atravesé otro pasillo corto, hasta que me topé con una nueva puerta. Antes de abrirla hice otra pausa porque ya sentía mucho calor en los dedos. Cuando intenté iluminar la oscuridad de nuevo, el encendedor ya no prendió.

 Pero la piedra todavía daba chispazos, y con esa minúscula luz tan fugaz, fui a dar a otra sala. Unos relámpagos entraron por dos ventanas altas. Por un instante, vi unas hileras de camas, o cosas que parecían serlo, y tuve la impresión de que todas estaban ocupadas. 

Pensé que había ingresado a una sala como la de mi tío, pero más amplia. Otro relámpago y otra visión fugaz. En el otro extremo había una puerta grande dividida al medio y con una ventana en cada parte. No quería despertar a nadie y que se alarmaran, mas no iba a volver, prefería atravesar el lugar y ver dónde salía. La oscuridad ahora era total. 

Esperé otra serie de fogonazos de la tormenta, para no alertar a nadie con los chispazos de mi encendedor. No fueran a pensar que un loco andaba allí queriendo prenderle fuego a algo. Pero la luz esperada no vino. No podía avanzar así. Si me desviaba solo un poco podía chocar contra una cama. Estando en esa oscuridad de repente me sobresaltó una voz como de anciano: “¿Qué estás haciendo aquí, joven?”, me interrogó esa voz quejosa.

 Me dio un susto tremendo. Supuse que me había visto con los primeros relámpagos. Temí que al hablar despertara a otros; mas si no le contestaba el viejo podía alarmarse más y gritar o algo, así que le hable en voz baja, esperando que el anciano igual pudiera escucharme: 

—Ay corte de luz, don, y buscando la salida me perdí en un pasillo. 

—No es bueno que estés aquí. Vete ahora—me dijo con un tono como de consejo. 

—Que se quede con nosotros—sonó de pronto otra voz, esta de anciana, y me pareció que con mucha malicia.

 —Sí, que se quede. Ven aquí—intervino ahora otro hombre, éste con un tono grave y autoritario. 

La cosa se estaba complicando, aquella no era la reacción de unos enfermos corrientes. Se me ocurrió que me había metido en psiquiatría, aunque era raro que estuvieran todos juntos; pero enseguida recordé la pobreza del hospital. 

Cuando volvieron los relámpagos noté que algunos ya se estaban irguiendo en sus camas. Tenía que largarme de esa sala. Regresó la oscuridad absoluta. Con la imagen de la salida todavía fresca en mi retina, di unas zancadas hacia ella ya algo desesperado. Por eso grité cuando una mano fría me tocó la cara, y sentí que otras manos me arañaban la camisa y un brazo.

 Entonces el instinto de conservación tomó el control de mis acciones, y empecé a tirarle golpes a la oscuridad. Esto es muy acertado, porque no le di a nada sólido. En ese momento el más puro terror se hizo presente. ¡¿Acaso esos locos veían en la oscuridad?! ¿Cómo pudieron apartarse a tiempo?

 Desde que di el grito al sentir la mano fría, hasta que empecé a preguntarme sobre la naturaleza de los que me rodeaban en la oscuridad, debe haber pasado solo un momento muy corto, pero mis sentidos estaban alterados, porque me hallaba en modo supervivencia, por eso cada segundo me parecía un minuto, y de terror. 

De repente me encandiló una luz, una que venía de una ventana de la salida, y no era un relámpago. La luz me seguía examinando, entonces, interponiendo mis manos para que no me encandilara más, avancé hacia ella, empujé la puerta saliendo abruptamente del otro lado, y al hacerlo por poco no me matan.

 Ahora eran dos luces las que me daban en la cara, y pude distinguir que eran las linternas de dos policías. Los tipos, apuntándome con sus armas y gritándome con unas voces agudizadas, evidentemente por el miedo, me ordenaron que no avanzara más. Levanté las manos inmediatamente.

 Las luces me siguieron examinando, se acercó uno al otro y susurraron algo, y finalmente uno me preguntó: 

—¿Qué estabas haciendo ahí dentro? 

—Después del corte de luz busqué la salida y me perdí—les dije con toda sinceridad, y continué— Fui a dar a esa sala de casualidad, solo buscaba la salida, y al atravesarla los locos, digo... los pacientes me quisieron atacar. 

—¿Pacientes? Muchacho, ahí no hay pacientes. Pero en una noche así, y conociendo la fama de este lugar, te creo que intentaron atacarte. Mira dónde estabas —me dijo finalmente, y apuntó el haz de luz de su linterna hacia un cartel que estaba encima de la puerta. 

Volteé, y allí decía: Morgue. Ahí el terror me mordió con más fuerza todavía. No quería, pero debía asegurarme. Uno de los policías me prestó su linterna y espié por la ventana. La luz pasó por varias camillas que tenían muertos embolsados o cubiertos por sábanas. Me acompañaron hasta la salida. Mientras avanzaba empapado por la tormenta me hice ese juramento. Nunca más pisaría un hospital.




miércoles, 13 de agosto de 2025

La Luna del Cazador

 En una noche de luna llena, el campo parecía empapado de plata. El rocío brillaba bajo la pálida luz lunar. Umberto, curtido cazador de jabalíes, caminaba sigiloso y medio encorvado entre los matorrales, con su rifle de mira nocturna al hombro y los sentidos afilados como cuchillas, echando miradas furtivas a un lado y otro, y haciendo algunas pausas para quedar inmóvil y escuchar. después seguía con el mismo sigilo, rompiendo las gotas de plata que adornaban los pastos.

Había seguido rastros frescos hasta un claro donde un grupo de jabalíes escarbaba la tierra con el hocico. Se agachó, contuvo la respiración y apuntó. Pero justo cuando iba a disparar, un escalofrío le recorrió la espalda. sintió que los vellos se le erizaban. Algo no estaba bien.

Los jabalíes levantaron las cabezas, alarmados, y al notar algo se dispersaron de golpe, gruñendo y chillando mientras huían, perdiéndose pronto en un monte cercano. Umberto giró lentamente, sintiendo que no estaba solo. Entonces lo vio.

Desde la sombra de los árboles emergió una criatura imposible: un jabalí gigantesco, de más de dos metros, caminando sobre dos patas. Su pelaje, que parecía hecho de hilos de acero, estaba todo revuelto. le brillaban los ojos casi como si estuvieran encendidos, y sus colmillos curvados parecían cuchillas de marfil. Respiraba con un gruñido profundo, que resonaba hasta en el suelo.

Umberto retrocedió, tropezando con una raíz. El monstruo avanzó, lento pero firme, hamacando sus brazos-patas, y al abrir y cerrar la boca los colmillos producían un sonido aterrador. El cazador levantó su rifle, pero sus manos temblaban. Disparó una vez, errando. Disparó otra, y el proyectil rozó el hombro de la bestia, que soltó un chillido infernal, que el monte cercano y los cerros de más allá repitieron horriblemente junto a los estampidos de los disparos.

Aprovechando la distracción, Umberto corrió como nunca antes. Atravesó el bosque, saltó cercas, cayó, se levantó, hasta que llegó a su camioneta. No miró atrás. No quiso saber si lo seguía. Pensó que si veía a aquella cosa corriendo detrás de él, podía enloquecer de terror.

Esa noche no durmió, la pasó sentado frente a la hoguera de la chimenea, echando repetidas veces temerosas miradas hacia la ventana y la puerta. 

Solo días después se atrevió a hablar de eso. Como era de esperarse, muchos no le creyeron. 

Umberto dejó de cazar jabalíes, no volvió ni a pescar. Algunos conocidos a veces lo invitaban a ir al campo o al monte a cazar, solo para reírse de él. Umberto les sonreía. Ya van a ver ustedes si les pasa algo como a mí, pensaba.

Y cada luna llena, se encerraba en su casa con las ventanas cerradas, trancadas con maderas, y el rifle a mano. Porque él sabía que allá afuera, entre los árboles, el Colmillo (así llamó al monstruo) seguía acechando.